Pasar de la Bondad a la Maldad
Una mañana, un lunes, su cama se vino abajo y las paredes se le cayeron encima. Cogió su trompeta, se cubrió la cara y salió tambaleándose a la calle. Los tanques avanzaban a su antojo, chafando todo lo que les salía al paso. Keo se apartó de un salto, contemplando batallones de soldados japoneses corriendo en formación con las bayonetas caladas. Una motocicleta frenó delante de él y un joven oficial japonés bajó del sidecar.
—Tú, dirígete al puesto de control para que te entreguen un brazalete rojo.
Keo se quedó inmóvil, atontado.
—¿Qué es? ¿Qué ha pasado?
El japonés le abofeteó con fuerza.
—Si no obedeces, te mato. Tus pensamientos y los míos son ahora enemigos.
Keo sacó su documentación y avanzó con esfuerzo entre los escombros hacia Ciro’s, donde los guardias de seguridad tenían una radio de corto alcance. Se había reunido allí una multitud para escuchar las noticias, y Keo vio con incredulidad cómo la gente se atacaba entre sí. Luego lo comprendió: la gente devolvía los golpes a sus opresores.
Una criada china extendió el brazo y le soltó una bofetada a una au pair rusa. A su vez, los rusos parecían estar atacando a los franceses. Una prostituta golpeó el pecho de un policía sij que llevaba un turbante rojo. El sij se la quitó de en medio y a continuación golpeó a un inglés vestido con pantalones bombachos que no paraba de gritar. El inglés emitió un jadeo de protesta y luego abofeteó a su esposa, que sollozaba. Había madres que pegaban a sus hijos. Conductores de rickshaws que sacaban a la fuerza a chóferes uniformados de Buicks y Bentleys y les atizaban en la cabeza con barras de hierro. Una anciana con las cuencas de los ojos vacías estaba sentada entre la inmundicia rompiéndole el cuello a un pollo.
En medio de aquella locura, Keo oyó ruido de estática y voces que iban y venían brotando de la radio: «… PEARL HARBOR… PEARL HARBOR…»
Echó a correr hacia la Ciudad Vieja, donde vivía Sunny, pero la muchedumbre se lo impidió, arrastrándole hacia el Bund, el paseo marítimo de Shanghái, donde estaban anclados los barcos de guerra británicos y americanos. A su alrededor se producían enormes explosiones. Un edificio se vino abajo. Oleadas y más oleadas de gente, a miles, personas que corrían sin saber hacia dónde.
En el puerto, oficiales de la Armada japonesa estaban en posición de firmes en la cubierta de sus barcos, rodeando lo que quedaba de los navíos enemigos. Las banderas del Sol Naciente reemplazaban ahora a las de los Aliados. Keo señaló con un gesto de impotencia a unos marineros que se agitaban en el agua envueltos en llamas. Un inglés vestido con un traje a medida gritó al ver a los hombres ardiendo y luego se giró hacia un soldado japonés y lo insultó. El soldado le atravesó el cuello con su bayoneta.
Los vio adueñándose de la ciudad, calle a calle, desfilando en interminables columnas de tropas y carros ligeros, con el mismo paso marcial que ya había presenciado en Francia. Y entre una columna y otra se deslizaban torrentes de personas, blancas y orientales, que corrían frenéticamente hacia el Bund en busca de un lugar seguro.
Fue entonces, en la apresurada carrera de miles de cuerpos que tropezaban unos con otros, cuando la vio. Llevaba a un bebé en sus brazos y tiraba de una chica que cojeaba. La llamó a gritos. Se encaramó a hombros de desconocidos y repitió los gritos. Una y otra vez. Sunny se volvió y levantó la mirada, sin dar crédito. Keo recordaría siempre aquel instante, una inhalación, como una gran toma de aire antes de sumergirse. Ella lo miró con un resplandor de ternura en los ojos. Extendió los brazos con el bebé y gritó su nombre. Los hombros sobre los que se sostenía Keo cedieron y cayó al suelo.
Despertó en un pabellón tan atestado de gente que había personas que morían en cuclillas en los rincones. Le dolía la cabeza terriblemente y veía con dificultad, pero un día se acercó cojeando hasta una ventana. Shanghái era ahora una zona de combate bajo dominio japonés. Tropas, tanques, puestos de vigilancia controlados por soldados con metralletas. Acribillaban los rickshaws y reventaban a los culis como si fueran sacos de polvo. En el puerto se alzaban lúgubres nubes de humo negro, entre barcos medio hundidos y sampanes. El muelle estaba cubierto de cadáveres destrozados.
Un doctor suizo, encorvado como un pájaro cansado, le dijo que Estados Unidos se había declarado en guerra.
—Alégrate, en pocas semanas estarás camino de casa en un barco de repatriados.
Los enjambres de mosquitos contagiaban enfermedades. Keo sufría de fiebres intermitentes. Un día despertó al percibir olor a mandarinas.
—Hawaiano. Esto se está convirtiendo en una costumbre.
—Ugh. La encontré. Y luego la perdí, y también a nuestra hija.
—Este no es lugar para un bebé. —Ugh compartió con él varios gajos de la mandarina—. En las calles están comiéndose la herrumbre de las carretillas. La situación se está poniendo muy mal.
La dulzura de la fruta hizo que le dolieran las mejillas y que su lengua se estremeciese.
—¿Cómo me has encontrado?
—No seas sentimental —suspiró Ugh—. Necesitabas ser encontrado. Esta es la noticia: te quieren en el Club Argentina, ese garito fascista que está al lado del de ma mère.
—¿Quiénes me quieren?
—Los de siempre. El Eje. Los espías. Ciro’s está kaput.
—No puedo tocar. Tengo que encontrarla…
—Debes tocar. Si no lo haces, terminarás en un campo de prisioneros. O peor. —Ugh se inclinó sobre él—. La semana pasada murieron nueve personas mientras las operaban. Los médicos reciben órdenes de la Gestapo. ¿Quieres desaparecer?
Keo se incorporó, súbitamente alarmado.
—Necesito saber qué le ha ocurrido a mi familia. Viven cerca de Pearl Harbor.
Ugh se le acercó aún más.
—Tenemos una radio en el aseo de ma mère. Ha habido pocas víctimas en Honolulú fuera de la base de Pearl Harbor. Los japos no tenían como objetivo a los civiles. —Le cogió del brazo con una fuerza sorprendente—. Ven. Cada día que estés en este sumidero estás cortejando a la muerte.
Bajaron varios tramos de escaleras hasta que dieron con una salida. En la calle, unos soldados con las bayonetas caladas obligaban a seis chicas jóvenes a subir a un camión.
—¿Adónde las llevan? —preguntó Keo.
—A prisiones —respondió Ugh, negando con la cabeza—. Para complacer a los soldados.
Mientras tocaba en el Club Argentina llevaba puesto un brazalete con una «A» de americano. El percusionista judío llevaba una «J» de judío. Los espías británicos que había entre el público y que fingían ser holandeses, llevaban una «H». La ciudad estaba ahora cubierta de banderas del Sol Naciente y esvásticas. Como cada día más y más ciudadanos de los países Aliados eran arrestados y trasladados en camiones a campos de prisioneros situados en las afueras, Keo comprendió que su libertad dependía de lo bien que tocase su trompeta. Y que localizase a Sunny dependía de que dispusiera de esa libertad. La vida continuaba adelante, no como antes, sino como una parodia de lo que había sido.
La banda se alojaba en Hunan Mansions, cerca del club, un hotel gris lleno de traficantes de armas, comerciantes del mercado negro y agentes de información. Las semanas se transformaban en meses mientras, día a día, Keo recorría las calles buscando, y cada noche se sentaba en el escenario fingiendo indiferencia. En París, Sunny le había acusado de no pensar y no observar lo que sucedía a su alrededor. Le había dicho que lo único que hacía era tocar su trompeta. Pero ahora el momento era diferente, y también el lugar. Veía la brutalidad sin sentido de los japoneses, y de los nazis, que se hacían pasar por aliados de Japón mientras al mismo tiempo los tachaban de ser «pequeños monos amarillos».
Observaba sus cabezas acicaladas, su meticuloso vestuario, su pose rotundamente correcta. Incluso los coches de los que se bajaban eran vehículos oscuros y engalanados. Al recordar a Brême y a tres mujeres de la Resistencia que habían sido colgadas públicamente, Keo se estremecía de rabia. Estudió su reflejo en un espejo y vio que ya no reconocía la expresión de su cara.
Permanecía noche tras noche tumbado, incapaz de dormir, consciente de que no era la pena lo que mataba a un hombre, sino la impotencia. Pensó en su bebé, anhelando tenerla en sus brazos, deseando a Sunny con tal intensidad que no podía pensar siquiera en tocar a otras mujeres, no podía soportar pensarlo. Ni siquiera podía mirarlas. Las prostitutas se balanceaban con elegancia ante él, con sus vestidos ceñidos a los muslos. Las concubinas de clase alta lo miraban desde sus asientos de manos, frunciendo sus labios húmedos. Y putas llegadas de Rusia, envueltas en pieles de zorro plateado, le guiñaban un ojo mientras bailaban con los alemanes. Keo apartaba la mirada.
Comenzó a olvidar los detalles de la vida. Se olvidaba de ciertos rituales, se bañaba y afeitaba esporádicamente, dejó de cuidarse el pelo, de modo que se le rizó demasiado y le creció exageradamente. Había sido a través de Sunny como había llegado a amar su propia piel y su propio cuerpo compacto. Al amarle, ella había alabado su oscura elegancia. Ahora comprendía que la belleza existe solo cuando uno existe en los ojos de otro, cómo es en la existencia de otro ser humano donde hallamos nuestra propia dignidad humana.
Una noche le acechó el alemán, el nazi perfumado con colonia y con pañuelos de tela. Era pálido, delgado como un galgo, vestido con un traje impecable. Cada vez que Keo hacía sonar una nueva nota, se revolvía en su asiento y aplaudía enfervorizado.
El bajo le susurró:
—Ha puesto sus ojos en ti.
El nazi siguió a Keo por la calle con su Mercedes oscuro ronroneando. El vehículo se detuvo a su lado y la puerta trasera se abrió.
—Hawaiano. —Su voz era suave, pero con un cierto tono agrio.
Keo subió con naturalidad. Permanecieron en silencio mientras el conductor maniobraba lentamente a través de los puestos de control y las calles bombardeadas. El hombre ladró una orden a través del tubo acústico y el conductor paró el coche y se apeó junto a un parque, dejándolos a solas. Keo sintió que una mano se deslizaba por su hombro. Unos labios rozaron sus labios y dejaron en ellos el sabor a schnapps. La otra mano se internó por su entrepierna, le bajó la bragueta y agarró su pene. El alemán gemía y se retorcía. Con un veloz movimiento, Keo lo sacó del coche y lo empotró contra la puerta. Le aplastó la tráquea con el puño y acercó su cara a la de él hasta casi tocarse.
—Vosotros los nazis sois muy pálidos. ¿Qué ocurre, el sol os esquiva? —Luego sonrió, mientras se subía de nuevo la bragueta—. Relájate, hombre. No voy a pegarte. Lo que odio de ti no es algo físico.
Se dio la vuelta y se alejó caminando, pero cambió de idea, retrocedió sobre sus pasos, cogió impulso y le rompió la nariz de un puñetazo.
—Mentí.
Se le antojó un acto honorable, un acto de valor. Como si hubiera llegado al punto final de una larga farsa. Casi sin energía, caminó hasta casa atravesando calles agujereadas de socavones. Durmió profundamente y soñó con Ugh, que le sermoneaba:
—Hawaiano, vas demasiado lejos. Llega el día en el que añades una cucharada más a lo que ya es demasiado.
Al amanecer oía el sonido de sirenas enfrente del hotel.
Medio dormido, pregunta:
—¿Voy a prisión?
—Oh, sí —suspiraba Ugh.
—¿Voy a morir?
—… un poco.
Al oír la percusión de botas ascendiendo por las escaleras, se levantó de la cama y se vistió. Los soldados le rasgaron la ropa con bayonetas hasta que su cuerpo su cubrió de rojo.
En las calles se sucedían escenas de horror. En el oeste el cielo se teñía de colores vivos que hacían juego con los de sus brazos y sus piernas, que ya empezaban a inflamarse. Apretado contra él, en un charco de excrementos, iba un escocés al que habían torturado hasta la muerte o como mínimo hasta la inconsciencia. Y agolpados en el fondo del camión, británicos, holandeses y americanos se acurrucaban con sus petates y maletas, mirando alternativamente el cuerpo embadurnado de sangre de Keo y al hombre medio muerto que había a su lado. Guardias japoneses de pie sobre los estribos del vehículo los mantenían a raya con las bayonetas.
Atravesaron barrios de clase alta en los que las casas habían sido requisadas por las tropas invasoras, en dirección al Campo de Prisioneros de Woosung, tres horas al norte de Shanghái. Había piscinas vacías de agua y llenas de excrementos y botellas, y Daimlers destrozados en los senderos de entrada. Vieron a un oficial vestido con un kimono blanco tumbado con una almohada sobre un Rolls, fumando un puro.
Y a lo lejos, más allá de un terreno baldío salpicado de cráteres, vieron pelotones atrincherados en lo que una vez habían sido pueblos, mientras el derrotado ejército chino se retiraba hacia el interior. Hordas de refugiados sin hogar vagaban por los campos. El camión avanzaba con rapidez; el conductor y los guardias orinaban en botellas para no tener que parar. Algunos refugiados habían formado grupos de guerrilleros que tendían emboscadas a los camiones que se dirigían a los campos de prisioneros.
El vehículo se detuvo en una estación de agua controlada por tropas japonesas. Los prisioneros permanecieron anonadados ante la luz solar. Algunos de ellos llevaban semanas retenidos en prisiones improvisadas en la ciudad, por lo que ya estaban medio desnutridos. Bebieron agua y gatearon hacia zonas de hierba alta en busca de algo de privacidad. Unos cadáveres putrefactos parecían observarles desde los arrozales inundados. En el interior del camión también había suministros para el campo de prisioneros, patatas mohosas y arroz lleno de gorgojos. Los guerrilleros, escondidos más allá del perímetro de vigilancia, observaban y aguardaban.
Menos de dos kilómetros después de dejar la estación de agua, Keo oyó que el conductor maldecía. Se irguió de rodillas y vio ataúdes amontonados para bloquear la carretera. A través de los campos llenos de cráteres de bombas vio algo que no conseguiría olvidar en su vida. Cientos de esqueletos amarillos vestidos con harapos y con huecos enrojecidos en lugar de ojos corriendo hacia el camión. Un enjambre de refugiados desnutridos (hombres, niños, ancianas) abalanzándose sobre el vehículo como langostas, blandiendo raquetas de tenis, palos de golf, bates de cricket (un botín que habían robado de las casas bombardeadas cerca de la ciudad).
Los guardias dispararon a diestro y siniestro, incapaces de localizarlos en sus miras telescópicas, pues algunos eran tan delgados que las balas parecían atravesarlos. El conductor pisó el freno mientras los soldados saltaban a tierra y se afanaban en apartar los ataúdes. Los bandidos ganaron terreno y subieron a la trasera del camión para sacar a rastras los sacos de patatas y de arroz entre los aterrorizados prisioneros. Después les arrancaron las ropas y les atacaron con sus armas improvisadas, con lo que muchos de aquellos prisioneros habían utilizado para practicar deporte.
Otro camión militar aceleró detrás de ellos, lleno de soldados que no cesaban de abrir fuego. Entre el caos de cuerpos que se desplomaban, una mujer holandesa chilló cuando le arrebataron a su bebé de los brazos. Continuó chillando mientras los refugiados regresaban a los campos llevando consigo el arroz y las patatas y enarbolaban sus bates y palos. El fuego de las metralletas tumbó a varias docenas de ellos, pero ninguna bala acertó a la figura amarilla que abrazaba al bebé como si fuera un suculento cachorro blanco.
¿No dejaría nunca de chillar? Un soldado subió al camión y golpeó a la mujer en la cara. En el silencio que siguió, Keo pensó en el destino de aquel bebé, pero algo dentro de él le hizo dejar semejantes pensamientos. El hombre que estaba a su lado emitió un gorjeo. Keo se escupió en la palma de la mano y le humedeció los labios, que estaban tan llenos de hongos que le provocaron una arcada. Se limpió luego la mano con un trapo, sintiendo el intenso dolor de los cortes que le habían hecho las bayonetas. Tenía tanta sed que se mordió la cara interior de la mejilla para chupar su propia sangre.
Bajo la cubierta de lona, el calor era agobiante. Estaban tan apretados los unos contra los otros que sollozaban al intentar respirar. Un hombre al que le habían roto las gafas se rascaba violentamente los brazos y el pecho. La gente se apartaba de él. Tenía piojos, que contagiaban el tifus. Sabían que llegaría. Todo llegaría. Keo examinó su propio cuerpo, cuya piel parecía de un color grisáceo blanquecino a causa del polvo. Las heridas le palpitaban, la infección se abría paso. Supo que habían llegado al Campo Woosung por el olor a cloaca.
Las puertas se abrieron. Los guardias los tiraron literalmente al suelo desde la trasera del camión. De rodillas, Keo levantó la mirada, estupefacto. Había cientos, quizás un millar, de ciudadanos de los países Aliados ya en el campo. Algunos parecían relativamente saludables, otros estaban casi muertos. Los guardias japoneses le hicieron ponerse en pie y le lanzaron una camisa mugrienta y unos pantalones que apestaban a orín.
Uno de ellos chapurreaba un poco de inglés:
—Tú viste. El comandante quiere ver.
Lo empujaron escaleras arriba hasta una oficina que tenía vistas al campo.
El teniente Tokugawa era joven y lucía bigote. Le miró cordialmente y sonrió.
—Ah. Hawaiano. Sí, las noticias se propagan rápido. —Le indicó una silla—. Por favor. ¿Te sientas?
Paseó por la estancia dándose importancia, y luego frunció el ceño.
—No gusta a ti el homosexual. ¡Buen puñetazo! Ja, ja. Próxima vez… «Finta al este y golpea al oeste. Esconde la espada dentro de una amplia sonrisa.»
Keo sacudió la cabeza, sin entender ni una sola palabra.
La voz del hombre se suavizó, volviéndose casi fluida:
—El Arte de la Ventaja, un antiguo texto japonés. Hay muchas estrategias más sutiles que romper una nariz.
—Supongo que se me fue la cabeza —murmuró Keo.
—¡Desde luego, casi pierdes las cabeza! —se rio Tokugawa—. A mí no gusta el homosexual, también. Pero ahora mismo los nazis gustan mucho tapar culos de cadáveres. Japón los necesita para que las tripas no salgan fuera. —Separó las piernas y se colocó las manos en las caderas, de pie frente a Keo—. Escucha. Tú compórtate. Yo me comporto contigo. Conozco a Benny Goodman, a Count Basie…
Le mostró discos polvorientos que había robado de casas saqueadas.
—Antes de la guerra, conozco tango y foxtrot. Soy un verdadero aficionado al jazz, un chico del swing.
Keo se inclinó hacia un lado, a punto de desvanecerse.
—Creo que… necesito tumbarme.
—De acuerdo. Paciencia. Ese alemán persigue a muchos chicos. Es una vergüenza para los Nazis. Pronto será asfixiado mientras duerme. Tú tienes muchos fans. Puedes volver al Club Argentina. Si comportas.
Dos holandeses corpulentos cargaron con Keo por un sendero de ceniza hasta unos barracones. En el interior, los camastros estaban rodeados de trapos y sábanas a modo de cortinas para obtener algo de privacidad. Dentro de cada uno de aquellos espacios se movía un ser humano que hedía por la falta de aseo y cuyas ropas estaban manchadas por la disentería. Pasó junto a un grupo que lloraba mientras alguien cubría el rostro de un niño con una sábana.
Los brazos de los holandeses aún le sostenían cuando se decidió a gritar:
—¡No os rindáis! Nunca os rindáis.
Lo tumbaron en un catre que estaba separado de los demás por trapos sucios a un lado y una sábana manchada de sangre al otro. La mancha parecía extenderse ante sus ojos y formar una enorme flor de cinco pétalos. Creyó que incluso podía percibir su aroma a hibisco. El sudor le empapaba la cara. Empezó a delirar. Estaba en casa, en Honolulú. La grasa del pescado al vapor le chorreaba por la barbilla. Olor a limu y ‘opihi, a algas y lapas. Rastros de sal marina en sus piernas, manos encallecidas de tanto remar en su canoa.
—Mamá. —Se incorporó llorando, extendiendo los brazos hacia delante.
Oyó un murmullo, y ella estaba allí. Dorada, bañada en un aroma dulce, tocando sus mejillas con manos que olían a cilantro.
—Pehea ‘oe, pehea ‘oe? —murmuraba su madre—. ¿Cómo estás, hijo?
Espantó las moscas de su cara e introdujo una cucharada de agua de mar y algas marinas entre sus labios.
—Traga. Traga. El agua de mar es lo mismo que la sangre humana. Noventa y siete elementos. Las algas te dan hierro. Crecerás fuerte con el tiempo. Ahora, duerme… Mamá te bajará la fiebre con una canción.
Mientras su cuerpo temblaba cada vez con más fiebre, Leilani le limpiaba las extremidades y las frotaba con aceite de kukui. Y cantaba. Su voz era tan suave y cantarina que el resto de los presos se volvían para escucharla, sin ver a nadie más que a aquel hombre de piel morena que ardía de fiebre.