PILI PŪ KA HANU

Contener la respiración con miedo

SHANGÁI, OTOÑO DE 1941

Seiko trató de prepararlo para Shanghái, centro neurálgico y bullente del Lejano Oriente, la ciudad a la que los extranjeros llamaban la Puta de Oriente.

—Un glamour engañoso —le advirtió—. Una maldad que resulta fascinante. Ten cuidado.

Keo se encogió de hombros.

—Lo único que quiero es encontrarla.

—Ah, sí. Pero a veces la vida tiene otros planes.

Se internaron por el gran río Yangtsé, que servía de medio de transporte para el comercio hacia el interior de China. Pero en el punto donde el Yangtsé se cruzaba con el río Huangpu, situado frente a Shanghái, las aguas se asemejaban a un matadero. Atravesaron áreas inmensas de basura flotando, despojos de bueyes hinchados, e incluso un cadáver humano. Cerca de los muelles, pasaron junto a embarcaciones de juncos, cargueros, buques de guerra ingleses y americanos; el puerto parecía una ciudad en sí mismo.

En pocas horas Seiko continuaría su viaje hacia Yokohama. Le devolvió a Keo su pasaporte americano y ambos se abrazaron.

—Si llega la guerra —susurró Seiko—, por favor, piensa bien de mí.

En el exterior de las aduanas, soldados japoneses armados y uniformados con polainas blancas empujaban a la muchedumbre detrás de unas barreras de alambre de espino. En aquella ciudad con millones de habitantes, Keo levantó la mirada, aturdido. La arquitectura inclinada de Shanghái lo desconcertaba, le recordaba en cierto modo a París. Rascacielos art déco, bloques de oficinas neogóticos. Excepto que algunos edificios se escoraban como barcos. Aprendería que Shanghái se había construido sobre un suelo que no era firme, por lo que nada permanecía inmóvil en su sitio. Ataúdes que habían sido enterrados se deslizaban hacia el mar. El peso del oro amontonado en los sótanos hacía que los bancos se inclinasen de forma dramática.

Se vio arrastrado por el Bund, el bulevar principal que corría a lo largo de la ribera del río, y se encontró rodeado de rostros extraños y aterradores. Rusos de mirada salvaje, mongoles y finlandeses. Sudafricanos, egipcios. Ostentosos ingleses y escoceses «Shanghailanders». Americanos, australianos, sijs. Y hordas de las llamadas «razas inferiores», malayos, indonesios. Olas de humanidad quejumbrosa que hacían que París pareciese una ciudad de provincias.

Los Rolls Royce se detenían ante lujosos hoteles que estaban a dos pasos de culis delgados como crucifijos y dormidos debajo de rickshaws. Mujeres desesperadas por el hambre sostenían a sus bebés en brazos e intentaban venderlos. Keo vio puestos de comida y barberías montadas sobre bocas de alcantarilla, y prostitutas que asediaban a los marineros. El aire olía a desagüe y a colonia inglesa. Los gánsteres iban de un lado a otro, golpeando a la gente para arrebatarles su dinero. Había oradores soltando sus arengas desde lo alto de podios improvisados, mientras una mujer que empuñaba una pistola perseguía a un hombre manco. Al doblar una esquina, Keo estuvo a punto de caer a un agujero lleno de pequeños cadáveres. Saltó hacia atrás y soltó un grito.

Un ruso que cargaba con una pala rebosante de cal se rio de él.

—¡Ja! Otro oscurito aprensivo. Eso de ahí es el pozo de niñas recién nacidas. Cuando hiele, verás sus espíritus congelándose.

Keo retrocedió, deteniéndose momentáneamente al encontrar carteles que guiaban hacia un estadio:

EJECUCIONES PÚBLICAS, DECAPITACIONES, AHORCAMIENTOS

(De criminales y políticos corruptos)

Luego se vio tragado por un gigantesco zoco: puestos de jade de Indochina, rubíes de Burma, sedas bermejas de Tashkent, lujosas alfombras de Cachemira. Un hombre vestido con un chubasquero de intestinos de foca ofrecía pieles de armiño de Siberia. Todo parecía manchado por el hedor. Se percibía una sensación de terrible codicia y sufrimiento. Se veían concubinas en sillas de manos, pintándose los labios mientras mendigos ciegos toqueteaban sus pústulas. Incluso los blancos ricos que pasaban sentados en Bentleys tenían un aspecto enfermizo.

Keo compró camisas baratas y una maleta de segunda mano utilizando una moneda extraña, la piastra. Un mendigo le siguió pegado a sus pies, con los ojos brillantes por el hambre. Le arrancó la maleta de las manos y se apuntó el pecho desnudo. La llevaría por él, sería su guía.

—¡Hotel! —gritó Keo—. Barato, barato. ¿Tú comprendes? —Al instante se sintió avergonzado, pues así era como hablaban los turistas a los nativos hawaianos.

El mendigo asintió, hablando con una voz cantarina. Sus costillas brillaban como varas de cristal. Keo saltó por encima del cadáver de un hombre al que había atropellado un coche y lo siguió por Canton Road, pasando al lado de un par de hombres blancos desnudos que boxeaban con guantes de cuero en un callejón. Un tipo con un turbante rojo chillón saltaba a la cuerda. Más allá había tres turcos gordos jugando al tric-trac, y escupiendo trozos de comida indigestible a un grupo de perros sarnosos.

Salieron a la Avenida Foch, un bulevar flanqueado de árboles que separaba la Colonia Internacional del Distrito Francés. De nuevo se encontraron ante unos soldados japoneses armados y unas barreras de alambre de espino que cerraban el paso a una multitud de chinos chillones. En un inglés chapurreado, el mendigo le explicó que se trataba de refugiados que intentaban entrar en la ciudad desde pueblos que habían sufrido los estragos de la lucha entre el ejército japonés y el chino. A continuación el hombre se detuvo, puesto que no podía ir más allá de aquel punto. Señaló hacia el fondo de la calle mientras balanceaba la maleta de Keo.

—Barato, barato. ¡Hotel Jo-Jo! Págame ahora.

Keo le dio una propina generosa y después, tras mostrar su documentación a la policía, cruzó el puesto de control del Distrito Francés. El Hotel Jo-Jo estaba situado al final de Rue Ratard. Un hotel doblemente encantador. Un lugar destartalado, de un estilo que imitaba el Tudor, regentado por un expatriado francés y su delicada esposa indochina.

—Sorprendente —dijo el francés—. ¿Has cambiado París por este manicomio?

Keo le aceptó un coñac y le habló de Sunny, explicándole que estaba buscándola.

El hombre hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Aquí hay cientos de miles de chicas. Nunca la encontrarás.

Keo bebió con desesperación.

—Su hermana, Lili, cojea. Tiene un pie deforme.

El francés soltó una carcajada.

—Discúlpame, es demasiado gracioso: buscar a una chica así en una ciudad en la que a las niñas les vendan los pies.

—Puede estar trabajando en una fábrica de sedas.

El tipo escupió en el suelo.

—Esas fábricas son agujeros infernales. Todas ellas. Esclavizan a los niños. Necesitan manos pequeñas para sacar los capullos de agua hirviendo. Sufren quemaduras e infecciones terribles; todas las semanas sacan cadáveres de críos en camiones. —Dudó un instante y preguntó—: ¿Tu novia es guapa?

—Oh, sí —respondió Keo—. Y muy inteligente. Estudió en la Universidad.

—Si ella y su hermana están intentando salir de la ciudad, serán imprudentes y harán cosas descabelladas…

Keo se inclinó hacia él, sin entender a qué se refería.

—Siempre se buscan chicas hermosas para… para hacer de azafatas en clubes deportivos y de juego. Maisons tolérées de lujo para blancos y hombres de negocios ricos.

Keo estuvo a punto de tirarlo al suelo.

—¿Prostíbulos? Ella nunca vendería su cuerpo.

El francés sonrió.

—Entonces no está en Shanghái. Esta es una ciudad donde reina la desesperación.

Recorrió las calles tratando de orientarse, esquivando tranvías y limusinas. Los chóferes gritaban desde sus coches en un intento de atravesar oleadas y más oleadas de viandantes. La multitud, envuelta en una humedad asfixiante, parecía un grupo de fanáticos con sus rostros barnizados de sudor. La ropa parecía colgarles del cuerpo. Después cayó la niebla y la gente se convirtió en una procesión de mortajas flotantes. Keo nunca había tratado de imaginarse cómo sería el infierno, pero ahora creía que sería muy parecido a aquella ciudad. El Diablo haría allí buen negocio.

A medida que cruzaba avenidas y callejones un día tras otro, comenzó a darse cuenta de que Shanghái se dividía en sectores. La Colonia Internacional, con sus rascacielos de estilo neogriego, sus casas de imitación Tudor, estaba compuesta mayoritariamente por americanos, británicos y otros occidentales. El Distrito Francés era un poco menos elegante, con sus franceses y su población occidental honoraria. Luego estaba la Ciudad Vieja, un lugar de suciedad y miseria medievales donde vivía la mayoría de los orientales. Allí se apiñaban varios millones de chinos en minúsculas chozas adosadas y carentes de ventanas que parecían hornos, sin electricidad ni agua corriente. Había miles de personas que dormían en las calles, abrazados a sus cuencos de arroz.

Recorrió la Ciudad Vieja, consciente de que sería allí donde Lili vivía. Se abrió paso entre escombros y muchedumbres que llevaban mascarillas sobre la nariz y la boca para evitar el cólera. Miró fijamente las caras de la gente, entró y salió de cientos de salones de té y lavanderías, donde daba la descripción de Sunny y de su hermana, haciendo hincapié en su pie zopo. Viejos vestidos al estilo tradicional le clavaban la mirada: un hombre de piel oscura buscando a dos chicas. Sacaban a sus hijas de algún rincón en sombras y se las ofrecían.

Por las noches, Keo se agitaba y gritaba en sueños, sintiendo como si Sunny se le escapase entre los dedos. Algunas de esas noches oía los enfrentamientos en las afueras de la ciudad, los disparos lejanos de cañones navales contra las baterías de la costa. Se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que las escaramuzas se convirtiesen en una guerra total. Solo los más privilegiados parecían ignorar lo que ocurría. Por las mañanas, de un calor pegajoso, veía a ingleses vestidos con prendas blancas de sport, hablando con sus chóferes a través de tubos acústicos. Atravesando Theodore Road oyó la música de orquestas proveniente de fiestas en jardines y vio a niños rubios zambulléndose en piscinas mientras sus niñeras esperaban con toallas limpias.

Un día se detuvo ante una casa de empeños. En la ventana había un gato mordisqueando lo que parecía la calavera de una rata. A su izquierda había una trompeta. Keo entró y salió con el brillante instrumento bajo el brazo. Shanghái bullía con bandas de jazz; merodeó por varios clubes hasta que escuchó los sonidos adecuados. En un local llamado Ciro’s se acercó al escenario y le preguntó al japonés que tocaba el saxo, y que parecía el líder de la banda, por qué no tenían ningún trompeta.

—Tuvo que volver a Tokio. El ejército.

Keo le mostró su trompeta y se ofreció a sustituirlo.

—¿De dónde eres? —le preguntó el percusionista, que era filipino.

Cuando dijo que de Honolulú, al instante el tipo pareció divertido.

—¿Seguro que no tocas el ukelele, amigo?

—También puedo hacerlo —contestó.

Enroscó la boquilla en el instrumento y comenzó a tocar de un modo que no era suave ni continental, tal y como tocaban las bandas para el público de Shanghái. Sondeó las entrañas del jazz, inspirado por canciones y gritos de jornaleros, canciones religiosas y el blues. Después, durante doce minutos seguidos, tocó una estrofa tras otra del «Diminuendo and Crescendo in Blue», de Duke Ellington. Cuando terminó, los otros permanecían muy quietos, mirándole.

En cuestión de una semana su nombre figuraba en el cartel exterior del club. Cada noche después de cada actuación, justo antes de que la banda se separase, Keo se acercaba al micrófono.

—Estoy buscando a mi novia. Si alguno de ustedes se encuentra con una chica llamada Sunny Sung, de Honolulú, díganle que su hawaiano está tocando aquí, en el Ciro’s.

A la audiencia le encantaba. Fuera cierto o no, aquello le otorgaba un dramatismo que equilibraba su comportamiento frío y controlado. Una noche se sentó con el saxo y le contó su historia.

El tipo meneó la cabeza.

—¿No tienes una dirección? ¿Ni una fotografía? Ni siquiera un detective privado podría ayudarte. —Titubeó un momento y luego añadió—: Sin embargo, conozco un lugar, la Casa de los Suspiros. Un lugar de clase alta…

Keo se puso tenso.

—No estará en un prostíbulo.

—Entonces la única forma de buscarla es calle por calle.

Fue a la embajada americana y le dijeron que, puesto que Corea era una colonia japonesa, la hermana, Lili, debía estar registrada como japonesa. Y los japoneses tenían actualmente prohibido entrar en Estados Unidos o en cualquiera de sus territorios, como Hawái. Keo tuvo que sentarse, completamente hundido. Si Sunny había encontrado a su hermana, jamás se marcharía sin ella.

Un día se adentró en un callejón de tiendas de sedas. Sobre cada puerta colgaban pancartas con esvásticas alemanas junto a banderas de Estados Unidos y Gran Bretaña. Los turistas compraban pequeñas réplicas en paquetes de tres. Keo entraba en todas las tiendas para preguntar por el nombre de las fábricas de seda. La mayoría estaban en un distrito industrial llamado Pootung.

En el exterior de una fábrica rodeada por vallas, Keo se acercó a un guardia de seguridad chino. Le mostró algo de dinero e intentó hacerle algunas preguntas. El tipo respondió con un gruñido y Keo, al no entender lo que decía, se aproximó un poco más. Con un rápido movimiento, el guardia le rasgó la camisa desde el hombro hasta la cintura con un puño americano terminado en cuchillas. Otros guardias llegaron corriendo, armados con rifles.

El propietario del Hotel Jo-Jo le explicó que los guardias formaban parte de mafias dedicadas a la «protección».

—Las fábricas les pagan. Si no lo hicieran, las mafias las quemarían. Las mafias son dueñas de las chicas que trabajan allí, traen a muchas de ellas desde las aldeas para que trabajen. Debieron de pensar que querías comprar a una chica. Me sorprende que no te matasen.

Todas las fábricas a las que fue estaban «protegidas» con vallas de tela metálica y guardias armados. Empezó a quedarse a cierta distancia y acercarse en los cambios de turno a las mujeres para preguntarles si conocían a Sunny o a Lili Sung, una chica lisiada. Pero ellas echaban a correr, temiendo que fuese un secuestrador, un comerciante de esclavos. Keo buscó en bares y salas de baile. Estudió a los dependientes de las tiendas de ropa Wing On y Sincere.

En Ciro’s conoció a unos guardaespaldas rusos que se pasaban los días haciendo equilibrios en los estribos de limusinas, con armas colgadas del hombro en bandolera. Se movían por los diversos estratos de la ciudad y conocían a miembros de la Green Gang y la Red Gang, las sociedades del infierno. Tenían siempre un ojo alerta para las mujeres hermosas, pero ninguno había oído hablar de ninguna Sunny Sung de Honolulú.

Keo siguió adelante, recorriendo una ciudad que le daba la impresión de que estaba hundiéndose y cuyo aire le ponía enfermo. Cuando rayaba el alba, después de terminar en Ciro’s, se apoyaba con arcadas contra las paredes cuando se cruzaba con algún «carro de la miel», como se llamaba a los carros con los que se transportaban los excrementos. La tierra humedecida por la noche se empleaba como estiércol, lo cual convertía la capa fresca en una trampa mortal. Tenía el pecho y la entrepierna en carne viva. Sufría de infecciones oculares causadas por bacterias que flotaban en el aire, por lo que se acostumbró a ponerse una mascarilla, una especie de bozal de gasa con tiras sujetas detrás de las orejas. Las aguas fecales se filtraban a través del suelo, mezclándose con el suministro de agua de la ciudad. Se vio obligado a esterilizarlo todo, incluso las monedas, incluso su trompeta.

La muerte parecía acechar la ciudad. Sífilis, tifus, rabia. Los niños morían como moscas, y cada día se sacaban los cadáveres en camiones. Una noche, uno de los porteros del club se fue a su casa con una chica, ambos borrachos y descalzos, y atravesaron un terreno inundado. Algo penetró las plantas de sus pies y en pocas semanas fallecieron el uno en los brazos del otro, con las piernas hinchadas como globos llenos de líquido.

No obstante, en medio de la depravación había también una paradójica belleza. Un día Keo tropezó con una prostituta china, una niña de nueve o diez años. Pintada y disfrazada como si fuera mayor, estaba sentada en un muelle, al amanecer, cantando como si se le fuera el alma en la canción. Con la voz frágil de un niño (agotada, atontada, más allá de la conmoción o de los sueños), cantaba y cantaba sin parar. Cantó hasta que el sol salió del todo, hasta que ella se convirtió en un punto tembloroso en el centro del sol, balanceando sus pies por el borde del muelle de forma que la luz incidía en sus zapatillas bordadas.

En aquella ciudad de rascacielos inclinados, al atardecer apareció, como por arte de magia, un jinete a camello con su rebaño. La penumbra hacía que los camellos pareciesen animales acuáticos. Las calles que atravesaban parecieron de repente submarinas, y sus siluetas, antediluvianas. Keo se quedó pensando en la forma en que, tiempo atrás, sus cuellos de saurios podrían haber sobresalido por encima de las olas mientras sus patas se movían a izquierda y derecha como aletas. Ahora el mar había desaparecido para ellos, se habían convertido en corceles, preservando los ritmos de las corrientes oceánicas. Se sentó y por fin se puso a escribirle a su familia.

Un día, en la Ciudad Vieja, en una calle en la que unos escribas redactaban cartas y contratos matrimoniales para analfabetos, siguió a una multitud hasta un puente construido en nueve bloques en zigzag que llevaba a un antiguo edificio situado en un pequeño islote en el corazón de un lago: la Casa de Té Wuxing Ting. Al llegar al séptimo de los bloques del puente, sintió el impulso de levantar la mirada. Delante de él vio a dos mujeres sentadas en el interior del edificio, sus siluetas se dibujaban al otro lado de una ventana. Una de ellas era Sunny. Keo se quedó paralizado, luego gritó su nombre y echó a correr entre la muchedumbre que abarrotaba el desvencijado puente. La gente se reía al verle tropezar y caer, sin dejar de gritar mientras se esforzaba por volver a ponerse en pie. Entre el octavo y el noveno bloque, volvió a mirar. La ventana estaba vacía.

Entró como una exhalación en el edificio, haciendo caer varias bandejas y casi llorando mientras corría de una mesa a otra. Un camarero de avanzada edad se le acercó, hablándole en un inglés dubitativo. Keo lo cogió por los hombros.

—Dos mujeres aquí —dijo, golpeando una mesa—. Hace cinco minutos.

El camarero dijo que sí con la cabeza.

—¿Una hablaba inglés? ¿Muy guapa?

—¡Oh, guapa! —El hombre se tocó la mejilla—. La otra no muy guapa. Pierna mala. —E hizo como si cojease.

—¿Adónde han ido? ¿En qué dirección? —Keo le puso varios billetes en la mano—. Ayúdeme. Por favor.

El camarero se encogió de hombros, giró lentamente en un círculo y señaló tres pequeñas puertas que daban a un porche circular por el que los clientes podían volver hacia el Puente de los Nueve Giros. Había cientos de personas yendo en ambas direcciones. Enloquecido, Keo dio varias vueltas al porche y luego se abrió paso a empujones entre la gente, llamando a Sunny a gritos.

Cruzó el puente en una y otra dirección durante horas, rastreando las calles y callejones cercanos. Cuando se hizo oscuro, un monje con un gancho de hierro en el pecho arrastraba una cadena de tres metros de largo. Detrás de él iba otro golpeando un tambor y haciendo sonar un cimbalillo. Se pararon al lado de aquel hombre de piel oscura desplomado en la calle con la mirada perdida y gesto de desesperación, y le cantaron hasta que Keo les dio dinero para que le dejaran en paz.

Puso anuncios en periódicos que se publicaban en inglés. Esperó en el exterior de las vallas de las fábricas de seda y algodón, examinando los rostros macilentos de mujeres cuyos dedos estaban blancos de hongos. Algunas sostenían pañuelos ensangrentados delante de su boca, una prueba de que estaban enfermas de tuberculosis. Sus hijos cojeaban junto a ellas, arrastrando consigo el fuerte hedor de flores muertas, con las manos desgarradas, los brazos cubiertos de horribles cicatrices, quemados con agua hirviendo como castigo por no trabajar más rápido.

Keo comenzó a rezar. Querido Dios, que esté en un prostíbulo, que no esté en este infierno.

Siguió todos los rastros posibles, fue a cabarets, a las salas de baile, a los burdeles. Fue a fábricas de tijeras, donde se pagaba mejor que en las de seda porque el trabajo era más peligroso. El envenenamiento por plomo provocado por las partículas de metal flotando en el polvo de las máquinas volvía azules las caras y las encías. El cromo abría llagas en los brazos y las piernas. Las trabajadoras se quedaban ciegas. Y, aun así, aceptaban el riesgo, pues los sueldos les permitían comprar pasajes de tercera clase para salir de Shanghái. Había trabajo en los campos de amapolas de Burma, o en las plantaciones de caucho de Sumatra, donde, cuando morían, sus ataúdes permanecían enterrados y no salían flotando hacia el mar.

Cerca del Bund, el paseo marítimo, alguien colocó una bomba en una tienda de comida de perros porque se decía que el dueño era comunista. Las jaulas saltaron por los aires entre aullidos de animales. La gente corrió por las calles llevándose suculentos cachorros y caniches que habían sido engordados con arroz, e incluso galgos que habían sido robados del canódromo. Keo vio a mujeres ancianas y diminutas, trabajadoras de las fábricas cuyo rostro se había teñido de azul, saltando sobre galgos aterrorizados para intentar tumbarlos. Él se quedó muy quieto, recordando a su amigo Ugh en el barco a Nueva Orleáns. Le había dicho que lo había visto en una visión: «… en una ciudad en la que había mujeres con pezuñas de cerdo y la cara azul que montaban a lomos de galgos…». Recordó también el resto de la profecía de Ugh: «… Un día tocarás y producirás el sonido de los diamantes. Pero pagarás por ello. Habrá dolor…»

Ya era noviembre. El ejército japonés rodeaba Shanghái. Aunque la Colonia Internacional seguía bajo jurisdicción extranjera, los soldados continuaban erigiendo vallas de alambre de espino y puestos de control. Entre los bloques de viviendas quemados y los edificios derrumbados, los rascacielos resplandecían como espejismos, y en el río Yangtsé el comercio y los negocios menguaban a medida que los occidentales iban siendo evacuados.

Una noche, Keo ocupó el puesto vacante dejado por otro trompeta en el café del ático de un gran hotel. Los miembros de la banda llevaban esmoquin y, entre una actuación y otra, apostaban a la ruleta. La clientela se relajaba con pink gins y brandy mientras contemplaba el «espectáculo nocturno»: proyectiles lanzados por el ejército japonés cruzando el cielo y cayendo sobre las tropas chinas. El zumbido de un bombardero llegaba desde el río, virando lentamente hacia el hotel. La gente lo señaló con aire despreocupado, dándose cuenta de que el avión chino parecía haber equivocado el rumbo.

—¡Huevo volador! ¡Miren!

Keo apartó la trompeta de sus labios y miró hacia arriba justo a tiempo para ver la bomba cayendo como fruta madura. Lo único que podría recordar sería la imagen congelada de los clientes, los músicos y las parejas bailando en la pista. Después algo húmedo, un brazo humano, le impactó en el rostro. Trozos de cemento por los aires, humo negro, el edificio estremeciéndose y partiéndose por la mitad longitudinalmente. Mientras se arrastraban escaleras abajo por ocho tramos de peldaños, los camareros y los clientes heridos veían a gente mirando horrorizada desde la mitad intacta del edificio. Las oficinas, los apartamentos y las tiendas seguían intactas, solo faltaba la pared. Un barbero contemplaba a su cliente enjabonado, con un trozo de metal clavado en la cabeza. Y junto al cliente muerto, una chica en estado de shock continuaba haciéndole la manicura.

Ya en la calle, Keo tosió para quitarse de la boca la sangre de otro. A su chaqueta se habían adherido cosas irreconocibles que se deslizaban por las rayas de la tela. Se sentó en la acera y contempló el ajetreo de los camiones de bomberos, las ambulancias y la muchedumbre sollozante. Los sanitarios ya se afanaban en limpiar las calles, apartando cadáveres y llevándolos hacia los callejones. Los conductores de rickshaws se agachaban en silencio y recogían joyas, zapatos y prendas de ropa.

Oyó ruido de cascos y vio caballos huyendo al galope de establos ardiendo, dirigiéndose hacia las afueras. Había quienes corrían a su lado e intentaban arrancarles trozos de carne del costado. En los suburbios seguramente habría tiroteos entre gánsteres por ver quién se los comía.

Keo se llevó la mano al bolsillo al notar algo afilado en su interior. Sacó trozos de costillas y un órgano envuelto en una capa de grasa. Lo miró fijamente, e imaginó que siguiera latiendo.

«… Llevarás puesto un esmoquin y jugarás a la ruleta, y acariciarás con tu mano el corazón roto de un extraño.» ¿Dónde había oído aquello? ¿Quién lo había dicho? Arrojó lejos aquel corazón humano y gritó, balanceándose hacia delante y hacia atrás como un demente.

Despertó en mitad de una arenga. Una anciana china que tenía los brazos ensortijados de jade estaba riñendo a un diminuto elefante blanco. Sintiéndose insultada, la pequeña criatura yacía tumbada y lloraba.

—¡Petulante! No le da la gana de hacer su truco… —Su voz era como la de un pájaro chino hablando un inglés con pinceladas de francés.

Keo estaba tirado en un diván al fondo de lo que parecía una sala de baile. En la pista había dos chicas vestidas con cheongsams abiertos hasta los muslos que bailaban un foxtrot. Sonaba el «Night and Day» de Tommy Dorsey. Las dos se movían juntas como si fueran amantes, de manera lasciva y pícara.

La vieja tranquilizó a su mascota albina y se giró hacia Keo.

—Mi hijo ha ido a traerte caldo de ruiseñor. Sufres un shock. Te trajeron de la calle unas monjas. —Luego bajó la voz y habló con tono conspiratorio—: Viven aquí al lado, y atienden a niños sifilíticos. Y también sacaban a escondidas a vírgenes de la ciudad, ocultas en ataúdes. ¡Inteligente!, ¿verdad?

Keo se dio cuenta de que lo habían bañado y lo habían envuelto en mantas como a un niño. Se imaginó a sí mismo salvado por ángeles con tocas. Cuando volvió a despertarse, Ugh sostenía un cuenco humeante delante de su cara.

—Así que por fin has llegado, mon ami.

—¡Ugh! ¿Qué estás haciendo aquí?

—Shanghái es mi hogar. ¿En qué otro lugar podría encajar un enano kānaka-pākē, aparte de en Sodoma? —Hizo una seña hacia la anciana—. Ma mère. Es la propietaria de esta sala de baile, y de muchos prostíbulos. Embarco cuando me agota, porque es tan negociante como un faraón.

Le metió una cucharada de caldo en la boca. Sabía a gardenias, a flores y a cloaca, y le hizo sentirse extrañamente lánguido.

—Sí. La tristeza del ruiseñor queda disuelta en su caldo. Genera viejos recuerdos y te hace olvidar el presente terrible. Los edificios se parten como hogazas de pan, los cuerpos como higos reventados. Cuéntame, ¿has encontrado a tu chica?

Keo jadeó, y luego recordó que Ugh poseía un don, que era vidente. Le cogió del brazo.

—¡La vi! ¿Era Sunny? ¿Sigue aún en Shanghái?

Ugh cerró los ojos.

—Tal vez.

—Ugh. Por favor, ayúdame a encontrarla.

Ugh se concentró con esfuerzo. Cuando abrió de nuevo los ojos, estaban impregnados de tristeza.

—La vida la encontrará.

Keo se echó hacia atrás, derrotado.

—He visto tantas cosas desde que nos vimos por primera vez. Todavía no sé nada. Todos los días pienso: ¿giro aquí a la izquierda? ¿A la derecha? ¿Cómo sé qué es lo mejor?

Ugh se rio con suavidad.

—¿No lo has aprendido? La sabiduría no es necesaria. Puedes ser un cretino y aun así salir adelante.

—Pero tú eres sabio. Ves el futuro.

—Las heridas del mañana supurando a mi lado… No es algo que me haga feliz.

Keo lo miró fijamente, como si lo viera por primera vez.

—¿Qué te haría feliz, amigo mío?

—Estar al mismo nivel que el mundo. Hacer que la gente tuviese que levantar la vista para mirarme. —Se golpeó su pequeño pecho—. Me gustaría ser juez. ¡Oh, sí! Provocar ansiedad con un martillo de juez. —Luego miró a Keo, con expresión de nuevo seria—. En cuanto a ti, no esperes volver con vida de aquello a lo que le has entregado tu alma. La felicidad solo saldrá de tu trompeta.

Keo se incorporó lentamente.

—¿Y qué pasa con Sunny?

Las palabras de Ugh resultaron hirientes:

—Tu trompeta la estaba comiendo viva. Pero las mujeres son guerreras, sobreviven. Formará parte de tu vida. Se reunirá contigo. A su tiempo.

Hizo un gesto para señalar a unos críos que trabajaban formando un círculo, bordando ropa interior de seda.

—Otro negocio de ma mère. Qué salvaje. Su avaricia es mi penitencia. Ahora, duerme. Cuando despiertes, los chicos te llevarán a casa.

Los párpados de Keo se cerraron empujados por el peso de los ruiseñores.

—Ugh… no te vayas…

Ugh sonrió.

—Eres tú el que viene y va. Eres tú el buscador. —Se volvió hacia un gramófono y colocó la aguja sobre un disco—. «Toccata y Fuga». Bach es excelente para bordar. Los niños costureros dicen que hace que la seda se estremezca, anhelando nuevos capullos. Ahora, te hablaré para que sueñes. Veamos… ¿te hablo del hombre del rickshaw?

El tono de su voz se volvió tierno:

… ¿Por qué lo llaman «culi»? Un nombre tan vil cuando, en realidad, el hombre del rickshaw es una leyenda, una frágil maravilla. Vino a China desde Japón, introducido por… sí, por los ingleses. Es el único contacto que la mayoría de blancos tienen con la pobreza de Shanghái. ¿Sabías que cada día y cada noche hay ochenta mil rickshaws atravesando las calles de esta ciudad? El conductor del rickshaw conoce cada calle al detalle. ¿Y por qué? La calle es su hogar, su cuna, su colchón, su tumba…

Los disturbios, los festivales con cientos de banderas, las bodas, los asesinatos, ese es el teatro diario en el que se mueve el conductor de un rickshaw. La vida no tiene límites en lo que se refiere al horror. ¡Y, oh, la comida! Esa es su felicidad. Algunos días cuenta sus granos de arroz, pasando de puntillas por la cúspide de la inanición. Originalmente era granjero, ¿lo sabías? Los señores de la guerra lo sacaron de sus tierras. Vienen a miles a la ciudad, como hormigas. Sin esposas, sin hijos, como si tales cosas fuesen lujos. Duerme en el barro o sobre un montón de paja, espalda contra espalda con otros, en cobertizos para ganado propiedad de los dueños de los rickshaws.

¿Le has visto beber del riachuelo que atraviesa la ciudad? En Yao Shui Lane hay cuatro mil de ellos, sin velas, sin luz alguna, sin más agua que la de ese sucio riachuelo. Que también es su letrina. Cada día el conductor del rickshaw muere varias veces, en inundaciones, incendios, epidemias. Piensan de él que se ríe en los inviernos, porque a menudo lo encuentran congelado con una sonrisa. ¡Qué nombres más extraños le ponemos al dolor…!

Al conductor del rickshaw le encantan la primavera y el verano. ¡Calor! ¡Humedad! En medio de la basura, de la suciedad y de las moscas, encuentra a una mujer. Ve a su bebé gateando. Esa es su felicidad. La luz del sol. Un poco de arroz. Su familia a su alrededor, apiñados en la calle. ‘Auwē! De vez en cuando se hincha a comer hasta reventar. Su estómago encogido no está preparado para comidas abundantes (alubias, noodles, arroz pastoso).

¿Sabes? Al conductor de un rickshaw le cuesta un dólar americano al día tirar del carrito. Oh, no, no es su dueño. Comparte el rickshaw con otro hombre, en turnos de doce horas en las que trabajan hasta caer rendidos. ¿Has visto cómo corre y corre sin parar? Detenerse es arriesgarse a que le roben y le golpeen. La mayoría de los días, después de pagarle al dueño su tarifa diaria, no le queda suficiente dinero para comer. Se toma un cuenco de agua sucia, come tierra y sueña que es un bol de arroz. A veces engaña a sus clientes, les roba. Acecha a los blancos borrachos que salen de los nightclubs. Los tira al suelo para quitarles el dinero, les roba la ropa y los deja desnudos en la calle. A veces se queda quieto junto a ellos, oliendo la pomada con la que se han acicalado el cabello, su colonia de lima, olfatea su piel. A veces les arranca los dedos, o las orejas. ¿Puedes entenderlo? ¿Conoces los abismos del hambre?

El conductor del rickshaw es como una mariposa nocturna, una sombra. A la luz del sol mengua y mengua. Su carne es tan fina que el sol le quema las costillas. Sus pulmones están tan débiles que solo puede correr dos días de cada tres. ¿No te maravilla cómo es capaz de dormir tantas horas en canalones de desagüe, en las aceras o incluso de pie? ¿Entiendes que sea posible morir de pie? Conocí a un conductor de rickshaw, un hombre que poseía una gran imaginación. Vendió a su hija por una tetera. Se le reventó el corazón ante el gozo de beber. Imagina. Dijeron que sonreía estando muerto. Y no era una sonrisa de congelación, porque era verano. Sonreía porque era feliz. Nunca había probado el té de jazmín. ¡La maravilla! El conductor del rickshaw, padre de ma mère

Ugh tenía las mejillas húmedas. Suspiró y tocó la cabeza de Keo, que dormía.

—Así que ese es mi lado chino, mi lado pākē, mon ami. Un día te contaré cómo la hija del conductor del rickshaw abandonó al hombre del té de jazmín y navegó hasta Honolulú, convertida en una novia concertada por correo. Y cómo, en lugar de cumplir el compromiso contraído, se casó con un hawaiano que le enseñó lo que era el amor. Y la desesperación. Ahora, duerme… Cuando despiertes, los niños costureros te limpiarán los oídos, te arreglarán las uñas y te llevarán de vuelta al Hotel Jo-Jo.