Huir
Atravesó corriendo la estrecha calle de Montmartre en la que vivía como si nunca la hubiera visto, como si tuviera que memorizar todos sus detalles. Se detuvo ante la fachada cubierta de moho de su edificio y sintió el deseo de abrazarla, de abrazar cada uno de los peldaños combados de los cincos pisos que llevaban hasta su habitación. Se aseó y cogió a Sunny entre sus brazos.
—¡Oh, Sunny! —susurró—. ¡Cuánto te quiero!
Medio dormida, ella se giró hacia él.
—Quiero casarme contigo. Hoy. Quiero que tengamos hijos.
Sunny se sentó, repentinamente alerta.
—Nos vamos a casa. Al diablo con el jazz, me haré conductor de autobuses en Honolulú.
—Keo, ¿qué ha pasado?
Él negó con la cabeza, incapaz de describirlo.
—No puedo volver —dijo ella, en voz baja—. Acuérdate.
—Sunny, el cerco se está estrechando.
—¿No podríamos mudarnos a Suiza?
Keo pasó su mano por el hombro de Sunny.
—Es un desierto para el jazz.
—¿Y España?
—También allí hay guerra. Hay en todas partes.
Se pasó días mirando por la ventana, pensando en las parejas de ancianos inocentes a los que había visto arrastradas a los camiones. El bastón de mando entre sus piernas. La O del cañón de la metralleta apuntándole al pecho.
Seiko mantuvo su palabra y consiguió un pasaje para Dew en un barco que zarpaba de Marsella. Dew les suplicó que se fuesen con él y, después de una noche bulliciosa y triste en el estudio de Brême, se marchó. Keo se deprimió tanto que se pasó varios días sin poder tocar.
—No cruzaré otra vez la frontera —le dijo a Seiko—. No soy un héroe, les habría dado tu nombre.
Seiko le complació, y a partir de entonces le asignó tareas sencillas. Pasó bastante tiempo con Keo y con Sunny, pues tenía la impresión de que necesitaban a alguien mayor a su lado en el que pudieran confiar. Sunny le habló de Lili, la hermana a la que nunca había conocido. Se preguntaba cómo sería su vida.
—Si es guapa, probablemente esté en un prostíbulo de Shanghái —dijo Seiko, y sus palabras fueron como bofetadas—. Si es minusválida, como dices, estará pidiendo limosna en las calles. —La cogió de la mano y añadió—: Perdóname. No debes engañarte. Si la buscas, se te romperá el corazón.
—Una persona debe tener esperanza —lloró Sunny—. Abandonar la esperanza es un acto de avaricia. Es deshonroso.
Un día frío y luminoso encontraron el estudio de Brême convertido en un caos. Sus valiosos cuadros habían sido acuchillados, las sillas, destrozadas, y su relleno, desparramado. Los músicos y sus mujeres se reunieron, esperándole como si fueran hijos aguardando el regreso del padre. Una semana más tarde, casi helados, empezaron a quemar cosas en la chimenea, periódicos hechos trizas, redes de pesca, los marcos de los cuadros. Una mañana aparecieron dos gitanos romaníes en la puerta, con sombreros oscuros de fieltro y perfiles que traían a la mente la imagen de águilas planeando sobre las corrientes de aire. Levantaron los tablones del suelo y sacaron armas para meterlas en bolsas de lona.
—¿Dónde está Brême? —les gritó Keo.
Los gitanos bajaron la mirada. Hicieron un gesto de negación y se santiguaron.
La quema continuó: colchones destripados, somieres de madera, souvenires. Lo quemaron todo. Lo único que quedó fue el recuerdo de un espacio puro e inviolable. Pronunciaban su nombre, el nombre de la persona que había sido su fuente de coherencia, que los había unido a todos. Cada uno en su lengua materna, rezó por él. Después se dirigieron hacia ciudades portuarias, hacia la frontera española, hacia cualquier lugar en el que pudieran encontrar barcos que se dirigiesen a su tierra natal.
Sunny empezó a soñar con una mujer que la llamaba pidiéndole ayuda. Se despertaba llorando por su madre. Y comenzó a comprender que Keo y ella podían desaparecer en cualquier momento.
A veces, le observaba cuando él estaba dormido, con sus labios sanguinolentos y cubiertos de costras de tanto tocar, de no saber cómo parar. Tocaba sus mejillas oscuras y suaves, sus largas pestañas, recorría la barba incipiente de su barbilla. Ya no tenía empleo ni proyectos, a excepción de los recados que Seiko le encargaba… Nuestras vidas dependen de una trompeta. Algunos días se sentía enloquecer, celosa de aquel instrumento. Pensaba en destrozarlo contra el suelo, o en donarlo como metal para la guerra. Pensaba en cortarle los labios a Keo mientras dormía. Después tendría que cuidar de él, y así obtendría toda su atención. Sin él, sentía que no tenía nada por lo que vivir, ninguna causa que la guiase.
En las Navidades de 1940 los americanos recibieron la orden de abandonar Francia. Los dos fueron a la embajada americana y encontraron una lista de espera de varias semanas, y todos los barcos se dirigían directamente a la Costa Este de los Estados Unidos. Yasunari Seiko les dijo que podía ayudarlos a salir, pero que llevaría tiempo.
—Mientras tanto, tenemos muchos proyectos.
Empezaron de nuevo a hacer recados para él, cambiando joyas en el mercado negro por medicinas. Fotografías de carné en el interior de un paquete de cigarrillos en el Café de Flore. Documentación falsificada cosida en el interior de una boina. Sunny se movía como una profesional, sin pararse nunca, sin mirar atrás. A veces pensaba en lo que pasaría si la cogían, si la interrogaban. Entonces sabría de qué pasta estoy hecha realmente.
A principios de primavera llegó un paquete con tantos sellos que resultaban casi ininteligibles. Los censores alemanes lo habían abierto y vuelto a cerrar de manera descuidada, de modo que parte del contenido estaba a punto de caerse. Un tarro roto de ciruelas. Una muñeca de porcelana con la cara destrozada en pedazos. Una carta manchada y arrugada de la chica de la fábrica de sedas, April Bao, que había localizado a la hermana de Sunny en Shanghái. Ella, Lili, sabía algo de inglés, pero no lo suficiente como para escribir. Había bordado el vestido de la muñeca para Sunny. Y rezaba porque algún día pudieran conocerse.
April Bao contaba en su carta lo mal que estaba la situación. Las tropas japonesas y las chinas se enfrentaban en las afueras de Shanghái. Toda una manzana de casas había sido bombardeada y había miles de muertos. Había alemanes, y rusos, judíos y también muchos franceses. A Shanghái lo llamaban el París de Oriente. Se preguntaba si criaban gusanos de seda en París. ¿Vendían los farmacéuticos corazones de tigre para curar el cólera? ¿Llevaba la gente mascarillas por la calle? ¿Qué modas había en París? Le preguntaba a Sunny si podría enviarle un tubo de pintura de labios, y una prenda de encaje para Lili. El resto de la carta había sido tachado por los censores.
Sunny se quedó sentada, apretando la muñeca rota contra su pecho. Por la noche la metió bajo la sábana, como un bebé. No le contó nada a Keo, necesitaba absorber aquella nueva información y tomar una decisión. Quería estar segura cuando se lo dijera.
Una noche le mostró la muñeca.
—He encontrado a mi hermana, a Lili.
Keo gritó y se llevó la mano a la boca. La rodeó con sus brazos y la hizo sentarse sobre su regazo mientras le leía la carta.
—He estado teniendo sueños —dijo Sunny—. Creía que era mi madre. ¡Era Lili, pidiéndome ayuda! Necesito sacarla de Shanghái y llevarla a algún lugar seguro. O de vuelta a Honolulú.
Keo lo entendió. O pensó que lo entendía.
—Sunny. Shanghái está casi al otro lado del mundo.
—Ya he recorrido medio mundo para estar contigo.
Con paciencia, Keo trató de explicarse:
—Eso fue hace más de un año. Ahora Italia ha entrado en la guerra, el Mediterráneo está cerrado. Tendríamos que navegar rodeando África, lo que serían cinco o seis semanas más…
—La gente lo está haciendo.
—Es muy peligroso.
—La vida es peligrosa. Keo, he estado viviendo para mí misma. El egoísmo tiene que acabarse aquí.
Keo se quedó pensando por la noche, intentando ser racional. Por la mañana había tomado una decisión.
—Solo hay una forma correcta de hacer esto. Volvemos a casa como marido y mujer. De ese modo tu padre no podrá hacerte nada. Y es lo que yo quiero. Vamos a la embajada, nos apuntamos a una lista de espera para un barco a Nueva York. Luego cogemos un tren a la Costa Oeste y otro barco desde allí a Honolulú. Seguro. Podría llevarnos meses. No hay otra manera de hacerlo. Una vez que estemos en casa, comenzamos a mover todo el papeleo necesario para sacar a tu hermana por los canales apropiados.
Sunny lo miró fijamente.
—Para entonces estará muerta.
Discutieron durante varios días.
Mientras Keo tocaba en los cabarets, Sunny recorría las calles, ignorando el toque de queda, pensando en su hermana. Una noche se guareció en las sombras de un club para observar a Keo en el escenario, su rostro oscurecido con el éxtasis de tocar y sus ojos mirando más allá del público. Algo la golpeó por dentro y la sobrecogió. En ese momento comprendió que Keo nunca sería capaz de entregarle a ella tanto como le entregaba a su música. Ella nunca podría competir con su trompeta.
Lo observó durante tres noches seguidas, y luego, en casa, mientras él dormía. Sunny movía los labios como si estuviera rezando. Un día, al amanecer, desenvolvió un rubí de Burma que una mujer le había cambiado por cartillas de racionamiento. Fue a la escalinata del Sacré Coeur, llena de enjambres de comerciantes del mercado negro, y buscó a uno al que ya conocía. Fue una mañana tras otra, regateando hasta que dio con la oferta correcta. Pagó una cantidad exorbitante para conseguir estar de las primeras en una lista de espera para un pasaje en un barco. Después preparó su documentación.
—Llévame a bailar —le suplicó una noche a Keo—. Solo quiero abrazarte y bailar.
Vestidos con sus ropas más elegantes, bailaron tangos, valses, pasodobles. Keo ni siquiera sabía lo que estaban bailando, sus pies seguían a los de ella. Esa noche los ojos de Sunny estaban tan abiertos que toda su cara parecía haberse reducido a sus ojos. Desprendía calor, su cuerpo brillaba. Keo la abrazó, pensando: Nunca ha estado tan hermosa. No podría añadirle nada, ni tampoco quitárselo.
Cerraron todas las salas de baile, bailando rabiosamente, destructivamente. Más tarde, cuando se desnudó para él, su pasión poseía aquella misma desesperación furiosa. Al amanecer, mientras él dormía, ella se sentó a su lado llorando, luego le acarició la cara, cogió la muñeca de porcelana y salió. En Brest, embarcó en un carguero que realizaría una larga travesía hacia los Mares del Sur de China.
Keo se levantó poco después del mediodía, con los pies doloridos e hinchados. Había una nota pegada al espejo. Se acercó a ella lentamente.
Contrapunto de disparos. Haces de luz formando triángulos. El zumbido de bombas lejanas. Recorrió calles en las que todo el mundo parecía necesitar una ambulancia. Prostitutas hambrientas que realizaban su trabajo en los callejones aceptaban margarina como pago. Niños que vivían entre la basura. Una ciudad que se convertía en un recuerdo. Quizá París nunca había sido algo real para él: solo un contexto mientras tocaba su trompeta y esperaba a Sunny. Ella le había hecho salir al mundo, lo había salvado de la tentación de darse por vencido. Le había ayudado a madurar, a definirse a sí mismo como hombre.
Sin embargo, Keo sabía que un hombre se medía por su disposición a cargar con responsabilidades sobre sus hombros. Su mediocridad había defraudado a Sunny, y en ese sentido Keo sentía que se había defraudado a sí mismo. En sus momentos más oscuros, pensaba que tal vez no existía ninguna hermana. Tal vez Sunny solo había querido librarse de él. Se mentía a sí mismo para no tener que admitir que había dejado sola en el mundo la única cosa que había querido proteger.
Se encontró con Seiko y le ofreció todo su dinero, incluso su trompeta, a cambio de un pasaje en un barco, en un carguero.
Seiko negó con la cabeza.
—¿Shanghái? Nunca la encontrarás allí. No estarás preparado para un lugar como ese.
Aun así, Keo había sido amable con su sobrino, Endo. No todo el mundo en París lo había sido. Ahora el muchacho se había marchado, obligado a volver a Japón y unirse al Ejército Imperial Japonés. Para mostrarle su gratitud, Seiko aceptó a regañadientes ayudarle.
—No obstante, las listas de espera son interminables. Hay miles de judíos que buscan refugio en Shanghái. Todos los demás países les han cerrado las puertas.
Metió a Keo en una de las listas. Y, mientras tanto, seguía habiendo recados que hacer.
—… una familia escondida en la Rue Margot, el niño necesita penicilina. Y necesitamos vender este reloj de oro. Y tenemos que hacer una copia de esta foto…
Ahora incluso los mejores cabarets estaban medio vacíos. Había menos músicos, y menos instrumentos que tocar. Los tambores eran destrozados por las Juventudes Hitlerianas Francesas, que se abrían paso por la ciudad haciéndose notar. Los pianos se rompían y los afinadores estaban presos. La iluminación de muchos clubes consistía en velas o generadores alimentados por hombres agotados que le daban a un pedal colocado en el sótano. Algunas noches Keo subía solo al escenario con la esperanza de que alguien se le uniera. Tocaba como un hombre poseído, ejerciendo tanta presión sobre la boquilla que se le abrían los labios y la sangre en ocasiones la resbalaba por la barbilla. Tocar con menos intensidad era privarse.
Una noche, haciendo un solo de «I Got a Right to Sing The Blues», se lanzó a una persecución de sí mismo estrofa tras estrofa, en largos glissandos ascendentes y descendentes que requerían unos pulmones y un control sobrehumanos. Se sentía tan solo, tan despojado de todo, que no podía parar, ni siquiera podía bajar el ritmo. Siguió adelante, subiendo el registro hasta un Do y luego, increíblemente, a un Fa.
Sintió que el pecho se le contraía tanto que los pulmones se le quedarían marcados para siempre. Intentó subir el tono aún más, pero la nota que buscaba no existía. Las mujeres chillaron al ver un halo azul de electricidad saliendo de su pelo. Los alemanes le ovacionaron. Cegado momentáneamente, Keo se desmayó. Cuando recuperó el conocimiento, un oficial alemán le pasaba un trapo de tela aromatizada por la cara. Vio sus dedos pálidos y delgados recubiertos de vello rubio.
Keo le obligó a apartarse a puñetazos y se incorporó laboriosamente. Sintiéndose insultado, el alemán volvió a su mesa y reunió a sus amigos. Alzaron sus vasos en el típico saludo a Hitler. Todo el público se puso en pie de un salto y respondió al saludo. Keo levantó su vaso y, con actitud ceremonial, vertió su contenido al suelo. Los alemanes salieron del local y, en el silencio que siguió, alguien empezó a reírse.
Keo se giró hacia los presentes.
—¡A vosotros, franceses, que os jodan también! Sois unos bastardos engreídos que os comportáis como si esta guerra no tuviera nada que ver con vosotros.
Su actitud se volvió más descarada y agresiva. Esa misma semana, de pie en la barra, zancadilleó a un oficial alemán y se echó a reír. Los contratos con los clubes comenzaron a disminuir, pues los propietarios se volvieron recelosos. Keo se ofreció voluntario para realizar más recados para Seiko, llevó mapas, una navaja y una pistola del calibre 38 a un piloto inglés cuyo avión había sido derribado y estaba escondido en una carnicería. Se sentó toda la noche junto al piloto, bebiendo brandy de contrabando entre cuartos traseros sudorosos de ternera colgados del techo.
—Podría estar tendiéndote una trampa para entregarles a la Gestapo —dijo—. ¿Cómo puedes saber que soy de los buenos?
El piloto hizo una mueca.
—Porque todavía no me has matado.
Se pasó siete horas ayudando a un grupo de partisanos a tomar las huellas dactilares de dieciocho gitanos que habían sido masacrados y enterrados en una tumba poco profunda.
Tocaba con cualquier músico que pudiera encontrar, en dormitorios, en una panadería, en una capilla. Su vida se redujo a los recados y pasear de un lado a otro por su habitación, esperando el pasaje para Shanghái. Algunas noches se quedaba sentado en la oscuridad. Si tan solo hubiera sabido cómo estar al mismo nivel que ella. Había permitido que su vida se le escapase, la había malgastado. ¿Qué era lo que le faltaba? Había querido experimentarlo todo, aprenderlo todo. Y sin embargo eso era lo que faltaba: se dio cuenta de que no había aprendido lo bastante, no había sido lo bastante rápido.
El cansancio se volvía pesado; brotaba de la incapacidad de saber. ¿Qué debería haber hecho para salvarla? Eso lo atormentaba. Sunny lo había abandonado todo para venir junto a él. Y luego había abandonado incluso la ínfima seguridad que él le aportaba, su vida juntos, para ir más allá, a otro extremo del mundo. Nunca lo he entendido. Hay algo en ella que tenía que sacar a la superficie.
Comenzó a reunir cartillas de racionamiento ilegales, engullendo huevos y filetes que obtenía en el mercado negro para mantenerse fuerte para el viaje. Para evitar el aspecto de un fugitivo o de alguien desesperado, se lavaba los calcetines, la ropa interior y las camisas en el lavabo, y luego, a falta de una plancha, las alisaba aún húmedas encima de la cajonera. Abrillantaba los zapatos con la cara interior de la sábana, recordando el horror de su madre hacia las sábanas, una vieja fobia hawaiana de ser envuelto en una mortaja como los muertos. Los pantalones los planchaba doblándolos cuidadosamente bajo el colchón. Su salud y su aspecto exterior se convirtieron en una obsesión. Pero a veces, al ver su reflejo en algún escaparate, Keo veía a alguien que parecía estar medio loco, a un hombre atrapado en el torbellino.
—Estás espantoso —le dijo Seiko—. Relájate. Aprende a tener una cara que no refleje tus sentimientos.
Keo practicó a mantener una expresión engañosamente anodina. Cuando se cruzaba con oficiales alemanes, bajaba la mirada, hundía los hombros en actitud dócil, y anhelaba saltarles encima y arrancarles un ojo y pisotearlo hasta oírlo explotar bajo su pie.
Intercambió cigarrillos por una pastilla de jabón bueno y, de camino a casa, se encontró delante del Louvre. Seguía sin haber sido educado para apreciar la belleza de las cosas (las grandes óperas, las grandes obras maestras de la pintura), pero en aquel momento agachó la cabeza al recordar toda la frágil belleza que había sido sacada de aquel lugar, parte de ella perdida para siempre. Imaginó a Sunny empaquetando aquellos tesoros, pensó en la noche en la que él mismo ayudó a transportarlos en camiones fuera de la ciudad. Entonces se había sentido agradecido. Por un efímero período de tiempo, había formado parte del fluir de la Historia. Había sido un pequeño fragmento de ese flujo.
Cada vez estaba más inquieto, deseaba estar en alguna otra parte, luchando, y no sentado en una habitación. Quería un arma, no una trompeta, algo que pudiera montar, apuntar y disparar. Se concedió un mes más. Si para entonces Seiko no le había conseguido un pasaje, cruzaría los Pirineos para llegar a España, se uniría a los ingleses o a los holandeses y lucharía con los Aliados. Llegaría a Shanghái en un barco militar. Llegaría…
Una noche Seiko llamó a su puerta, encendió la luz y se sentó.
—He sido requerido en Tokio.
Había conseguido pasajes para los dos, acompañando a uno de los últimos grupos de refugiados hasta Shanghái. Keo lo agarró por los hombros, y antes de que pudiera hablar, Seiko lo cogió del brazo.
—Debemos irnos. Ahora. Hay un tren nocturno a Burdeos. —Keo se agachó para sacar su maleta de debajo de la cama. La presión de Seiko en su brazo aumentó—. Ahora. En este mismo instante. Me he enterado de que tu nombre está en su lista. ¿Entiendes lo que eso significa?
Keo dirigió una mirada a la habitación y luego salió, dejándolo todo allí. Su ropa, su trompeta. En cada esquina y cada vez que se cruzaban con alemanes, ponía en su cara una expresión insulsa, casi como si estuviera aburrido. En su pasaporte falso figuraba la expresión visa de sortie y un nombre que sonaba indonesio. Con unas gafas de cristal grueso y un maletín gastado y estropeado, logró hacerse pasar por un exportador de caucho que volvía a su país, a Yakarta.
En Burdeos, se abrieron paso entre la multitud, presentaron sus documentos y subieron a bordo del barco. Keo permaneció en cubierta, aferrado a la borda; aún podían ir por él. Aguantó la respiración hasta que empezaron a alejarse de tierra firme. Notó que la brisa aumentaba y que el barco se adentraba en el Atlántico en dirección sur, hacia la costa de España. Después la larga circunvalación de África. Probablemente sigamos la misma ruta que Sunny. Por las noches se despertó gritando su nombre.
Dos semanas más tarde, en Dakar, miembros de agencias de socorro subieron a bordo con medicamentos y prendas más ligeras de ropa para los refugiados. A medida que el clima cambiaba, también lo hacía el vestuario y la apariencia física. Keo vio lo pálidos y lo demacrados que estaban los refugiados. Empezó a escuchar, a comprender lo que habían vivido en los guetos y en los campos de prisioneros. Algunos se encontraban tan mal que nunca se movían, solo miraban fijamente el océano. Otros volvían a la vida como si lo hicieran por primera vez.
Una mujer se cortó el pelo en cubierta, y arrojó los mechones por la borda. Se deshacía de su antigua vida, decía. En un rincón, la gente se encontraba frente a frente con alguien que parecía muerto. Ellos vivirían, porque Shanghái les había abierto las puertas. Keo pensó en sus amigos, los gitanos romaníes, para los que no se había abierto ninguna puerta.
Una vez más, se encontró navegando hacia lo desconocido, como un hombre que intentase llegar a la esencia de las cosas. Algunas noches se quedaba en cubierta durante horas, pensando en Sunny, que le había enseñado cómo sufrir. Antes de ella, Keo no había conocido el verdadero dolor.
Una noche Seiko se sentó junto a él.
—Si la encuentras, tienes que estar preparado. Es una chica adorable, pero… inquieta. Algunas mujeres siempre van de un lado a otro.
Keo quería decirle que se equivocaba, que él no sabía nada de Sunny. Quizás ella le había enseñado el dolor de un corazón roto y la desazón (su marcha había sido como encontrarse a sí mismo despellejado, con la carne cruda y al aire), sin embargo también le había enseñado a ser un hombre. Ella había sido su testigo.
Las heridas de sus labios estaban cicatrizando, pero echaba de menos el dolor, hasta echaba de menos las pequeñas costras que siempre tenía que quitar de la boquilla de la trompeta. A veces sus dedos se curvaban alrededor del asa de la funda de su instrumento. Entonces bajaba la mirada, sorprendido al ver que la funda no estaba allí. De noche se dormía toqueteando válvulas imaginarias, recordando el tacto de la trompeta en sus manos como si fuera una mascota elegante y rígida, echando de menos el frío metal de su campana. Sin ella se sentía paralizado. Tocar era el único modo que tenía de entender las cosas.
Semanas más tarde, en Ciudad del Cabo, miembros de agencias de socorro volvieron a subir a bordo con médicos y suministros. Los ojos y la piel de la gente variaban lentamente a medida que iban hacia el este. Los continentes se iban filtrando en Keo, nuevas lenguas, nuevos aromas. El barco surcó aguas del océano Índico e hizo escala en Calcuta. Luego se adentraron en el estrecho de Malaca y más adelante en el Mar del Sur de China.
Mientras subían por la costa de China, Keo permaneció en cubierta, temblando. Allí delante estaba Shanghái, y Sunny. Y lejos, a su derecha, en el interior del Pacífico, la tierra donde había nacido.