NĀ HOA PAIO

El enemigo

LAS CARTAS DE MALIA DESDE CASA LO MANTENÍAN AL CORRIENTE.

… La gente está tensa, hay casi un cuarto de millón de militares en Honolulú… Jonah quiere dejar la universidad y alistarse. Y eso hace que mamá se vuelva pupule… La Funeraria Shirashi continúa cerrada… Papá no tiene trabajo…

Keo hundió la cabeza, sintiendo cómo la culpa se mezclaba con la nostalgia. Cerró los ojos y pudo oler el coral cubierto de algas. Percibió en sus manos el tacto de las canoas hechas de madera de koa. Estaba harto de la piedra. Los edificios, las calles, hasta el río parecía hecho de piedra.

—Yo también lo echo de menos —susurró Sunny—. Pero esto es lo que elegimos.

Keo pensó en lo miserables que eran, como algas. Pensó en lo deshidratado que se sentía, sin mar ni aire húmedo. Echaba en falta el sonido de voces suaves en su calle y el olor a jengibre.

Sunny pensó en su madre.

—No la salvé. Mi padre le hará pagar… por todo.

Ambos se preguntaron si se habían alejado demasiado de sus islas, si alguna vez podrían volver a sentirse a gusto. Por el momento, tenían lo bastante para mantenerse.

Otros músicos de jazz llegaron desde el Pacífico. Tahitianos con tiendas de telas en una bocacalle de Rue Cordorcet. Compañías de bailarines de Polinesia. Y, además, en el bar Halo siempre había estudiantes extranjeros.

Sunny se sentaba algunos días en un pequeño parque cerca del Sacré Coeur, observando cómo la luz del sol electrizaba el saxofón de Endo Matshuharu mientras Keo le enseñaba estructura melódica. Endo era un joven atractivo y sensible que hablaba de abandonar sus estudios de derecho y convertirse en músico de jazz. Ante lo cual, su tío, Yasunari Seiko, palidecía.

En el estudio de Etienne Brême seguían reuniéndose hombres para dormir, practicar o, simplemente, sentarse y limpiar sus instrumentos. A veces iban también gitanos, hombres oscuros y callados que engrasaban pistolas y rifles mientras Brême hablaba con entumecida prudencia de cómo su gente estaba siendo obligada a huir. También las mujeres se establecían allí, estudiantes, au pairs, aspirantes a estrella que habían llegado desde Tahití, Fiyi o Filipinas. Se adueñaron del estudio de Brême y se pusieron a realizar servicios de barbería, lavandería y cocina. El aire transportaba el aroma a extrañas especias por pasillos y escaleras hasta la calle, de modo que la gente solo necesitaba levantar la cabeza y olfatear para saber dónde podía encontrar a los «isleños».

Tras registrar los rincones y las hornacinas del estudio, las mujeres delimitaron la estancia con sábanas colgadas, como en las bodegas de los barcos. Bebían y bailaban y dormían con sus hombres en aquel espacio cavernoso que se asemejaba a una sala de baile adornada con redes y seres marinos. Y, relajadamente, permitieron que Brême las utilizara como piezas de su red de contactos.

—No seáis educadas —les dijo—. Los parisinos no entienden los buenos modales.

Con sus andares sinuosos, sus miradas negroazuladas, las mujeres se sentaban en los despachos de burócratas franceses, flirteando y haciendo cambalaches con visados de entrada o salida, cartes d’identité, documentos de trabajo, documentación para gitanos que no hablaban francés. Cruzaban las piernas y preguntaban inocentemente por consejos sobre el mercado negro, pedían más cartillas de racionamiento, información sobre los requisitos para cruzar la frontera.

En ocasiones se acostaban con empleados de inmigración para conseguir lo que Brême necesitaba. Se ponían a sí mismas en peligro y hacían cualquier cosa que él les pidiese. Los tiempos eran peligrosos, y todo el mundo estaba un poco loco.

Una noche, Sunny le entregó documentos falsificados a una mujer que le pagó con un broche de esmeraldas. La joya supuso cartillas de racionamiento extra para tres familias francesas cuyos hombres habían sido movilizados a la frontera norte. Mientras recorría tres kilómetros por un París cercado por vallas electrificadas para llevar una radio clandestina que iba a instalarse en una iglesia, se sintió sobrecogida ante la impresión de haber entrado en París por la puerta de atrás.

Antes de haber subido a la Torre Eiffel o haber visto el interior de la iglesia de la Madeleine, se había encontrado a sí misma empaquetando obras de arte en el sótano del Louvre. Apenas había vislumbrado las cúpulas blancas del Sacré Coeur antes de hacer recados para la Resistencia: entregando documentos falsos, grapando panfletos para imprentas clandestinas. La cruda energía de la ciudad, gente discutiendo sobre el comunismo y el fascismo en docenas de lenguas diferentes, e incluso el terror subyacente que se percibía en todos, la sacaron de su abstracción. Llegó de la calle temblando y con nuevos proyectos para combatir a los nazis.

No obstante, solo tenía que mirar a Keo para saber cuándo necesitaba estar a solas consigo mismo. Se llevaba la trompeta a los labios y se aislaba de la realidad para adentrarse en su caos particular. A veces regresaba de ese lugar y miraba a su alrededor, queriendo más, más dinero, más alabanzas.

—Trabajo día y noche, ¿no me lo merezco?

Esos pensamientos lo volvían déspota. A menudo, mientras practicaba, bajaba de pronto la trompeta.

—Ese maldito reloj hace demasiado ruido.

Sunny se llevaba el reloj, pero él seguía protestando:

—Se supone que no tenemos que «oír» el tiempo.

Sunny fue a una calle en la que la gente hacía cambalaches, y cambió el reloj por otro viejo, de arena, con la base de latón. Keo quedó satisfecho, ya que ahora el tiempo estaba bajo su control y las horas se paralizaban hasta que él le daba la vuelta al reloj.

—¿Recuerdas la palabra preciosa que utilizamos nosotros para decir «reloj de arena»? —preguntó Sunny—. Anahola. Medir la hora. El Tiempo dejado a un lado.

Aun así, había días en los que Keo la ignoraba y entregaba la mejor parte de sí mismo a la espantosa lucidez de su talento.

—Ya no siento que estés conmigo —dijo ella—. Ni siquiera cuando hacemos el amor. ¡Ni tan siquiera estás en la habitación!

Discutían acaloradamente. Sunny fumaba un Gauloise con una mano sujetando en una pose el codo de su otro brazo y toda su furia brotando en bocanadas de humo. Le daba la espalda a Keo y se alejaba de él sobre sus tacones altos, con una elegancia atroz. Y se iba de la habitación, dejándolo vacío. Más tarde, mientras él tocaba, se presentaba en el club con cara de profunda tristeza. Keo detectaba su colonia y daba por terminada la actuación, deseándola.

Tan ensimismado como estaba en su estilo de vida, tan ciego a todo lo que no fuese jazz, Keo no se daba cuenta de que estaba desperdiciando algo precioso e irrepetible. Algo que ella le ofrecía y que él apartaba a un lado.

Las calles de París se fueron vaciando cada vez más, y el aire se volvió virgen. Un hombre apareció colgado de una farola.

—Colaboracionista —murmuró alguien—. Lo han ahorcado los partisanos.

La voz de Dew de repente adquirió la cadencia de una chica:

—Corre la voz. Todas mis ganancias de póquer por un pasaje en tercera o cuarta clase, en cualquier clase y en cualquier barco que vaya a América. Y si eres inteligente, tú también vendrás conmigo.

Entonces Francia se rindió y, de la noche a la mañana, París se convirtió en una ciudad fugitiva. Incluso el paisaje desapareció. Los bulevares estaban desérticos, los días eran una sucesión de horas sin cambios. Por las calles solo se oía el ruido de botas militares y el crujido de los tanques. No se permitía salir por las noches. La gente permanecía en la cama, abrazados y completamente vestidos, preguntándose qué ocurriría a continuación. De madrugada aparecían hombres con botas negras y sedanes negros. Como recolectores entre una cosecha humana, a veces recolectaban durante toda la noche. Arrastraban a familias enteras a la calle. Ametralladoras apuntando. Llantos entrecortados. Y luego llegaba la mañana. Un cadáver de mujer sentado en un portal. La desolación de un pie de niño en su lúgubre calcetín. En el estudio de Brême, los hombres construían bombas caseras.

Cada día se enarbolaban nuevas banderas con esvásticas rojas ondeando al viento mientras bandas alemanas tocaban «Deutschland über Alles» y furgonetas con los techos cubiertos de antenas merodeaban por las calles intentando detectar radios y codificadores morse. Octavillas pegadas a las paredes anunciaban ejecuciones públicas de miembros de la Resistencia que habían colocado bombas en vías férreas o asesinado a oficiales alemanes. En represalia por cada comandante nazi, se torturaba y fusilaba a cuarenta civiles. Brême iba por las calles arrancando los carteles con el rostro totalmente inexpresivo, como algo hecho en un horno de alfarería.

Incluso derrotada, París reanudó su actividad, y la vida nocturna también se reanudó. Los clubes y los cabarets estaban llenos de gente. Detrás de las cortinas, agentes británicos con colonia de lima se sentaban a la mesa con gitanos que traficaban con armas. Los de la Gestapo aplaudían al mismo ritmo que la Resistencia. Todos ellos eran aficionados al jazz, y querían más. Al amanecer, los músicos, agotados, volvían a casa sin pases para después del toque de queda y se escondían en los portales al oír el sonido de botas militares.

Ese verano de 1940 la situación todavía era buena, por mucho que pensasen que era mala. Se podían conseguir cigarrillos en el mercado negro. Y también whisky y ginebra rebajados con agua. Sin embargo, cada noche que tocaba, Keo sentía como si hubiera algo agazapado en las sombras, algo horrible parpadeando. Incluso en sueños miraba hacia atrás por encima de su hombro. En la Holanda ocupada, otro músico, Freddy Johnson, el pianista negro, había sido arrestado. A los nazis les pareció demasiado sincero. El saxo y el percusionista que tocaban con él se habían escondido.

Un día, mientras la banda practicaba en un estudio que les habían prestado, la puerta fue arrancada de cuajo por hombres uniformados con cuero negro.

—¡Conciertos sind verboten! —gritó el jefe. Él y sus esbirros destrozaron todos los muebles, pero no tocaron a los músicos ni sus instrumentos.

—Son amigos —dijo Brême—. Era un aviso. El conserje de ese edificio es un collabo.

Días más tarde, el mismo hombre de la Gestapo se presentó en el estudio de Brême, terriblemente excitado, llevando consigo una grabación de Stan Getz que había sacado de contrabando de Suecia. Cuando Brême le dijo que Getz era blanco, el alemán maldijo, enfadado.

—Quédatelo. Yo solo colecciono músicos negros.

Brême negó con la cabeza.

—Estáis aniquilando a las que llamáis razas inferiores, y a ti sin embargo te encanta el jazz hecho por negros. ¿Qué lógica tiene eso?

—¿Lógica? —El alemán miró al suelo—. Solo hay locura. —Se acercó un poco más a él—. Ten cuidado, amigo mío. Estás atrayendo la atención.

Esa noche Brême le pidió a Keo que le acompañase a la hora de la cena. Cuando llegó, Brême estaba sentado con Yasunari Seiko, el antiguo cónsul japonés en Bélgica y ahora destinado al consulado en París. A Keo le sorprendió que ambos se conociesen.

—En estos tiempos nada es coincidencia. —Seiko sonrió—. Espero que tu novia y tú estéis bien. —Un sutil recordatorio de que había sido él quien había facilitado la entrada de Sunny en Francia.

Para entonces, Goebbels había prohibido el jazz en la radio y estaba intentando prohibir tanto el jazz como el swing en todas partes. No obstante, los alemanes aficionados al jazz (los industriales y los muy ricos) cada vez insistían más para que los músicos negros hicieran una gira por Alemania.

—Estaría muy bien —dijo Seiko— si tú pudieras realizar una pequeña gira. Ir a The Berling Hot Club, de hecho. Hay alguien allí que está esperando… unos documentos.

Keo lo miró fijamente.

—¿Alguien importante?

—Extremadamente —dijo Brême—. Los fans suplican que vaya Dew Baptiste. Si pudieras persuadirle para que fuese contigo, nosotros podríamos conseguirle un pasaje de vuelta a casa.

Esa misma noche, durante un bombardeo, Keo se tumbó boca abajo en el metro, inhalando escombros y escayola. En casa, despertó a Sunny.

—Esta noche me he encontrado en una estación de metro francesa siendo bombardeado por aviones ingleses. Y antes he cenado con un diplomático japonés y un espía gitano que quieren que vaya a la Alemania nazi porque alguien necesita documentación falsa. —Le cogió las manos—. Esta no es la vida que habíamos planeado.

—Esto es la vida —dijo ella—. Voy contigo.

—No. Tú te quedas aquí.

En Fránkfort y Hamburgo, los alemanes se comportaron de manera impecable. Trataron a Keo, Dew y su banda como si pertenecieran a la realeza. El Lili Marlene Club, en Fránkfort, estuvo lleno durante tres noches seguidas, el público pidiendo más y más, hombres y mujeres vestidos de fiesta, bebiendo champán y Armagnac. Sus gustos eran sobrios, más swing que hot jazz. «Sophisticated Lady». «Stardust».

Berlín fue más salvaje, las multitudes se abalanzaban de cabeza hacia la destrucción. En el exterior de los clubes, los estudiantes que escuchaban la música desde la calle bebían colonia y perfume barato. Algunos eran anti-nazis, «chicos del swing» que chillaban cuando Dew y Keo tocaban «Do You Know What it Means to Miss New Orleans». Y cuando el percusionista de Guadalupe enloquecía, se rasgaban las vestiduras.

Incluso el público de más edad se comportaba de manera imprudente. Los vasos volaban por los aires. Bebían champán y brandy directamente de la botella. Keo tuvo la sensación de estar ante una corona resplandeciente de joyas pero con la montura pudriéndose. Frente a los clubes, mujeres engalanadas de pieles y vestidos de noche se lanzaban sobre los miembros de la banda o les hacían señas desde Daimlers y Mercedes. Por primera vez en su vida, Dew puso reparos a irse con ellas.

Seiko había hecho que cosieran los documentos en el interior de las hombreras de una de las chaquetas de Keo. Una noche, de regreso a su camerino, descubrió que las costuras habían sido rasgadas y los documentos habían desaparecido. De camino hacia la frontera germano-francesa, tocaron una noche más en Stuttgart. A la tarde siguiente fueron llevados al tren, donde la banda se dividió en dos vagones.

Una tropa de soldados alemanes obligó al tren a detenerse en una pequeña población. Una hora después, llegaron varios sedanes negros con un grupo de oficiales nazis que llevaban la insignia de la Totenkopf, el Escuadrón de la Muerte de las SS. Se ordenó a todos los pasajeros que bajasen al andén. En ese momento, Keo decidió que admitiría su culpabilidad si le interrogaban sobre los documentos. Daría su vida por Dew.

Los soldados pusieron en filas a más de doscientos hombres, mujeres y niños, alemanes y franceses, que cruzaban la frontera para volver a sus hogares. Todos permanecían en pie, sosteniendo en alto su documentación, su visado. El comandante, paseándose por el andén, fue hacia un joven y le abofeteó repetidas veces. Los de las SS lo rodearon. Se oyó un pequeño estallido y uno de ellos cayó al suelo. El joven había disparado una pistola. Su cuerpo saltó y bailó al ritmo de las balas que le impactaban desde todos lados. Los miembros de las SS no dijeron ni una palabra.

A medida que oscurecía se fueron encendiendo focos que cegaban a los pasajeros, mientras los oficiales gritaban órdenes. Los soldados recorrían el andén de un lado a otro, con las metralletas apuntando a la gente; los focos destellaban en los cascos y hacían brillar las botas negras. Los pasajeros agachaban la cabeza. Mantener contacto visual significaba morir. Con aire despreocupado, los oficiales sacaban al azar a algunas personas de las filas, examinaban sus papeles y los abofeteaban o interrogaban. Algunas mujeres se desmayaban, y los soldados pasaban por encima de ellas.

Keo permanecía anonadado, con los dedos aferrando el asa de la funda de su trompeta. El comandante se detuvo ante él y chasqueó los dedos; un soldado le arrancó la funda de las manos, haciendo caer el instrumento al suelo. Hicieron lo mismo con el saxo de Dew. El comandante contempló en silencio los dorados instrumentos, y luego enfocó su linterna al rostro de Keo.

—No soy un fan de tu música Hottentot —dijo, en un perfecto inglés—. Pero siento curiosidad.

Casi con suavidad, deslizó su bastón de mando entre las piernas de Keo y lo levantó hasta apretarlo contra sus genitales.

—Dime, cuando produces ese ruido, esa cosa llamada jazz, ¿eso te excita?

Movió su bastón hacia delante y hacia atrás, como una caricia. El haz de la linterna bajó a la entrepierna de Keo.

—¿Te pone… cachondo?

Keo se concentró en el bastón, esperando sentir un dolor insoportable. El comandante se echó a reír y volvió a chasquear los dedos. Detrás de él, el soldado se puso rígido y apuntó su arma hacia el pecho de Keo. Oyó el océano dentro de su cerebro… Me he cagado en los pantalones. Vaya un último pensamiento más triste.

De repente, una sombra saltó del andén delante del tren y empezó a correr por las vías. Se oyó el martilleo metálico de las ametralladoras. Una anciana alemana que estaba a la izquierda de Keo cayó de rodillas, balbuceando. El comandante le habló en alemán, ayudándola con gentileza a incorporarse. La gente comenzó a rezar en voz alta.

Más allá de su propio olor nauseabundo, Keo percibió el sudor de Dew a su lado, fuerte y rancio. Podía oírle respirar como un perro que estuviera corriendo. El haz de la linterna se posó ahora sobre la cara de Dew. El sudor resbalaba por sus mejillas y colgaba como perlas de su pelo crespo.

El comandante se inclinó hacia él y enseguida volvió a echarse hacia atrás.

—¡Dios, vosotros, los de las razas de barro… APESTÁIS! —exclamó, cubriéndose la nariz con un pañuelo.

Un soldado pinchó con el cañón de su arma a un niño al que una mujer sostenía entre sus brazos. Un bebé muerto, probablemente acribillado a balazos, un mapa. Le arrancaron de un tirón el cadáver y le golpearon en el estómago. Ella reaccionó escupiéndole en la cara a uno de los soldados. De nuevo aquel martilleo. Un viejo fue empujado hasta que se puso de rodillas, y luego unos guardias lo llevaron a rastras a un camión, mientras miraba con sus ojos totalmente abiertos a Keo, suplicando que le ayudase. Una pareja pasó ante ellos, apuntados por pistolas. Cuando llegó el amanecer, más de sesenta personas habían sido obligadas a subirse a los camiones. Refugiados, saboteadores, inocentes.

A las ocho de la mañana los oficiales se fueron a desayunar, y luego regresaron, eructando y aburridos. Los pasajeros llevaban de pie más de dieciséis horas. Sonó un silbato. Los soldados comenzaron a gritar, ordenándoles que subieran a bordo. Dew y Keo se arrodillaron para recoger sus instrumentos. Luego avanzaron hacia el tren dando pequeños y dubitativos pasos. Subieron a bordo, se sentaron el uno al lado del otro, mirando fijamente hacia delante.

El tren tosió y roncó, se estremeció un par de veces, y después, lentamente, se movió hacia delante, mientras los soldados sonreían al otro lado de las ventanas y les decían adiós con la mano. Incluso cuando el tren aceleró y los árboles y los prados surgieron a ambos lados, ninguno de los dos se movió, ni siquiera se atrevían a pestañear. Más tarde, Keo oyó a Dew a su lado, sus dientes castañeteaban mientras sollozaba, pero siguieron mirando al frente.

Cuando pudo moverse, cuando finalmente se atrevió a hacerlo, Keo miró por la ventanilla. El día era nublado, y, sin embargo, el paisaje casi lo cegó. Vio vida, el puro milagro de la vida (sus antiguos reinos, sus vastos portales enjoyados) en el que cada ser humano estaba suspendido en su particular instante. Lo vio como si fuera la primera vez.

Estoy vivo, pensó. ¡Me permiten vivir!