NĀ KA‘A KAUA

Maniobras de guerra

Un lento delirio de locomoción. Medio arrastrándola por la calle hacia su habitación, quitándole la ropa húmeda y con olor a almizcle. La tumbó en la cama y luego se colocó a su lado, sin querer nada más que eso, solo eso. Horas más tarde, cuando Sunny se despertó, Keo le lavó la cara y le dio de comer, temiendo hacer nada más, temiendo que la devoraría. Después cogió sus manos y la escuchó.

—Mi hermano, Parker, ha dejado la Universidad de Stanford. ¡Y se ha alistado en el ejército! Mi padre enloqueció, y destrozó toda la casa. Tiró a mi madre al suelo y le pegó… sin parar. No pude apartarle. —Sunny lo miró con un vacío en los ojos—. El cuchillo de cocina… frío en mis manos… Se lo clavé en la espalda. Estuve a punto de matar a mi padre, intentando protegerla a ella. Cuando los médicos le dijeron a mi madre que él sobreviviría, me miró y señaló hacia el mar.

Keo no podía tragar, su boca estaba apergaminada.

—DeSoto me encontró en vuestro garaje, en estado de shock.

—Pero… ¿cómo conseguiste venir a París?

—No fue como yo había imaginado. El dolor fue insoportable. Estuve en la cubierta, deseando morir. Y ella sigue sin estar a salvo de él. —Cerró los ojos y continuó—: DeSoto me vigiló, dormía frente a mi camarote en ese asqueroso carguero que no paraba ni un momento de crujir. En algún punto cerca de Yokohama, dejé atrás el dolor. La visión de tierra firme… ¡Estaba saliendo al mundo, estaba dirigiéndome hacia ti! Estuvimos en el puerto durante dos días, y luego navegamos hasta Shanghái.

Se incorporó, y cogió a Keo de la mano.

—Ahí es donde está ella, mi hermana, a la que nunca he visto. DeSoto me ayudó a buscarla, me llevó a una fábrica de seda. Encontramos a una chica llamada April Bao que creía conocerla. Se acordaba del pie zopo de Lili. Pero solo estuvimos allí tres días antes de que el barco volviera a zarpar. Así que le di a April Bao esta dirección.

Keo apenas pudo comprender todo lo que ella había hecho. Sintió que, al contárselo, Sunny estaba de algún modo evaluándole.

—DeSoto se quedó conmigo hasta llegar a Bombay, desde donde su barco regresó a Honolulú. Yo había salido de casa tan solo con doscientos dólares. Él lo pagó todo: el pasaporte, los visados, y el pasaje en otro carguero. En tiempos como estos, con tanta gente huyendo de un país a otro e intentando volver a su casa, no es tan complicado. Lo único que hace falta es dinero.

—¿Y desde Bombay…?

—Me puso al cuidado del capitán, un hombre amable que llevaba fotografías de sus hijos. Me encerró en un camarote para mi seguridad, y el primer oficial me traía la comida. Durante semanas me sentía horriblemente mareada, y no me enteré de cuándo atravesamos el Canal de Suez. Pero todas las noches la tripulación, hombres a los que no había visto, se sentaban frente a mi puerta y la arañaban con las uñas, susurrando las cosas que les gustaría hacerme. Lo que les habían hecho a otras. —Cerró los ojos—. Nunca había imaginado que a una mujer se le pudieran hacer cosas así. Cada noche, mientras ellos susurraban a través de la puerta, yo podía sentir que me estaban haciendo todas esas cosas. Fue una pesadilla… No recuerdo apenas nada hasta que llegamos a la costa de Italia. Me parecía un milagro haber sobrevivido.

Keo abrió y cerró los puños como si pretendiera moldear su dolor, su degradación.

—DeSoto le había escrito por cable a tu señor Seiko. Una pareja me estaba esperando en Trieste. Mi documentación tenía mal la fecha y la policía intentó detenerme, pero la pareja les dio dinero. Luego viajé en la camioneta de un carnicero, que vibraba tanto que sentía que me acribillaban los dientes. Luego Francia… La mujer coqueteó con los guardias fronterizos para que no se fijasen en mis documentos. Cambiamos de vehículo, nos llevó un viejo en un Fiat cubierto de herrumbre… y después de muchas horas, llegamos a París. Me quedé un rato fuera de tu club, aterrorizada. —Se llevó la mano al corazón—. ¡Y entonces oí tu trompeta desde la calle…!

Keo se desvistió y se deslizó al lado de ella, temiendo todavía tocarla, temiendo incluso respirar. Se miraron fijamente, como dos animales cogidos en una trampa. Luego, con aire pensativo, Sunny besó su frente, su mejilla, su pelo rizado. Todo era nuevo y debía ser lento. Besó sus labios, sus dedos acariciaron sus hombros color marrón. Suspiró, y volvió a quedarse dormida.

Keo se apartó un poco, notando una terrible presión en el pecho. Había recordado su cara, su belleza, pero había olvidado el impacto de su tacto: cómo se le aceleraba el cerebro, cómo se le erizaba la piel. Ahuecó la mano y la puso sobre el hombro de piel color miel de Sunny, y sintió el hueso que había debajo. Le levantó la muñeca, tersa e imperturbable. Hasta sus codos eran tersos. Su piel era como seda rosácea.

Examinó uno de sus pechos, el pezón marcado, como si fuera un objeto que nunca había visto. ¿Por qué algo tan suave le hacía querer llorar? ¿Por qué hacía que su erección resultase algo vulgar? Puso sus manos sobre los dos pechos y notó que los pezones se endurecían, a pesar de que Sunny seguía dormida. Inhaló el aire que había entre su pelo, en sus oídos, sus axilas, aire que olía a sal, a óxido y a hembra. La abrazó, dejando que toda ella se filtrase en sus sentidos.

A mediodía, Sunny despertó teniendo antojo de todo, de un baño, de una comida, de Keo, principalmente de Keo. De que cubriera su cuerpo con el de ella como una segunda piel. Horas más tarde, envueltos en las sábanas, Keo la hizo sentar sobre su regazo y le quitó las capas de tela que la cubrían. Un polen blanco tapaba la ciudad; era la primera vez que Sunny veía la nieve. Extendió sus brazos, atrapando y probando los copos mientras la luz del sol recorría la calle acompañada de unos atronadores acordes. De algún lugar les llegaba el agónico eco de unas campanas y el llanto ahogado de un niño.

Él sabía que en las afueras de la ciudad desfilaban los reclutas, incómodos en sus nuevos uniformes. Granjeros apesadumbrados veían cómo sus caballos eran requisados. En oscuros confesionarios algunos curas entregaban documentación falsa a polacos, judíos y gitanos. Pero en aquel instante, allí mismo, ellos dos estaban a salvo. De repente la vida tenía un sentido, una luminosidad. Casi dolía mirar.

—Nuestro sueño se ha hecho realidad.

—Espero que no se vuelva contra nosotros —susurró ella.

Ahora medían la mañana, la tarde y la noche mediante el lujo extremo de despertarse, mediante la lentitud con que se fundían el uno en el otro. Los relojes no tenían utilidad alguna, las horas transcurrían sin planificación. Cada mañana, Keo realizaba incursiones a los comercios del mercado negro y regresaba con melones, quesos, croissants calientes, tartes Tatin. Y paquetes de auténtico café, y cigarrillos. Tiritando, metían la comida bajo el edredón, bebían y masticaban, y se tumbaban sobre las migas. Y de nuevo se convulsionaban y se quedaban dormidos juntos, para despertar con manchas de mermelada y tartes Tatin chafadas.

Algunos días Keo tocaba para ella, y su música era tan emotiva, tan rica en vibratos, que Sunny la podía sentir en sus huesos, en el interior de su cráneo. La música se adhería a la habitación como joyas colgantes. A medida que él entraba en calor, la habitación también se calentaba. Sunny recordaría durante toda su vida aquel lugar, en la quinta planta del edificio, tras subir una escalera de caracol que olía a mantequilla rancia. La propia habitación era un cubo inclinado, con un balcón ruinoso que sobresalía de la torturada fachada del bloque. Estaba llena del borboteo furtivo de cañerías oxidadas, y caudales de moho bajando por las paredes. Y recordaría la felicidad extrema de estar al fin con él allí, segura de que la guerra nunca los alcanzaría. Segura de que aquellos días, y aquella ciudad, incluso los sonidos de su brillante trompeta, durarían para siempre, nunca acabarían.

Keo estaba tan conmovido que sintió un dolor físico. Había días en los que su corazón parecía incapaz de bombear su sangre, como si no pudiera soportar hacerlo. Otras veces bailaba en su cuna hecha de costillas. De vez en cuando, Keo se despertaba y encendía una vela para mirar fijamente a Sunny. Como llevada por un impulso místico, Sunny se giraba, abría los ojos y tiraba de él hacia sí. Keo era tan tierno y refinado como le era posible.

Pero no siempre estaba seguro de que eso fuera lo que ella quería. A veces notaba que ella se echaba a un lado, como si quisiera observar su eyaculación desde una cierta distancia. Cuando ella misma era la que se acercaba al orgasmo, parecía aterrorizada, como una mujer a la que fueran a fusilar. Sus ojos se ensanchaban y se quedaba boquiabierta. Keo empezaba a ir más despacio, a frenarse, y ella se aferraba ferozmente a él. Luego venían los espasmos, el vocerío, y su cuerpo fundiéndose con el de él.

La llevó a bailar a cabarets elegantes, a La Lune Rousse, Le Lapin Agile, guaridas de los comerciantes del mercado negro y de los ricos. Los desconocidos los miraban intentando descifrar qué eran. Keo, impecable y oscuro en su traje de noche, con los labios llenos de cicatrices como los de un gánster. Sunny, vagamente oriental en los ojos, con el pelo negro cortado como el de un paje y la piel dorada y pálida. Pero había algo más en ella, algo sensual en sus labios gruesos, en sus caderas y sus pechos redondeados, una indefinible mezcolanza de sangres. No se parecían a ninguna otra pareja, lo cual los hacía en cierto modo vulnerables.

Dew le dio la bienvenida a Sunny como a una hermana. Ella le trajo recuerdos de una isla cálida y chillona donde él era aún un recluta pletórico de confianza. Sunny llenó las paredes de la habitación de Keo con hojas de ti, que había llevado consigo como un amuleto para el viaje, y viejas pinturas de jengibre antorcha y heliconia. Les preparó té de jazmín con pequeños pétalos flotando en la superficie. Descalza, les cocinó comidas de piña enlatada y cerdo y arroz del mercado negro. Y les enseñó a bendecir la mesa en hawaiano:

—Pule ho‘omaika‘i i ka papa ‘aina. ‘Amene.

Los llevó a pasear por la ribera del Sena solo para estar cerca del agua, de cualquier agua. En los puestos de pescado del mercado negro regateaba mientras acariciaba los atunes. Les hacía correcciones cuando hablaban en francés, los llevó a hacerse la pedicura y cortarse el pelo, y encontró iglesias en las que aún funcionaba la calefacción y podían sentarse durante horas. Fue como un bálsamo repentino en aquellos días locos que se aproximaban con hambre y estruendo.

A veces Sunny se olvidaba de lo que había ocurrido. Se despertaba entre sueños sin saber dónde se encontraba. Escuchaba con temor por si surgía de pronto la voz de su padre, y entonces acababa de despertarse del todo y recordaba… hundiéndolo en su espalda… abriéndole la carne

Lloró, acordándose de la hoja del cuchillo hundiéndose y la exclamación de su padre, como si se hubiera olvidado de algo. Recordó cómo levantaba los brazos en el aire como si pretendiera echar a volar. Y recordó también haber pensado que la sangre era del cuchillo, no de su padre… El metal envejece, se cansa. ¿Podría sangrar también? Y la boca de su madre. Su silencio. El dedo de su madre señalando. Diciéndole que se fuera makai, hacia el mar, hacia el mar y hacia el mar. Lejos, más allá del mar. Ni siquiera la abrazó.

En esos momentos Sunny no sentía odio, sino horror. Horror ante lo que le había hecho a su padre. Ante lo que él le había hecho, durante tanto tiempo, a su madre. Principalmente, estaba horrorizada ante lo que los hombres podían hacerles a las mujeres porque eran físicamente más fuertes. Entonces se volvía hacia Keo, vislumbrando su gran espalda, sus brazos musculosos, y empezaba a apartarse. Pero él, en su sueño, extendía los brazos hacia ella, con las manos cálidas como si le llevase un rayo de sol. Ella roía y se tragaba el nombre de su padre.

Ahora la ciudad era un hervidero de personas haciendo recados psicopáticos. Los banqueros escondían lingotes de oro en cofres, y enterraban los cofres en tumbas. Los comerciantes de pieles cambiaban armiños y martas cibelinas por quesos Brie. La gente tomaba sucedáneos de café hecho de bellotas y luego recorría los parques públicos persiguiendo a los cisnes y estrangulándolos para arrastrarlos a casa. En los tejados, junto a los cañones antiaéreos, había trampas para palomas.

A cambio de productos frescos, el conserje compartía a su esposa con el verdulero. Dos veces por semana, se quedaba silbando en el pasillo mientras su mujer y el otro tipo fornicaban junto a una jaula donde los conejillos de indias eran cebados. Sunny los oía chillar. Algunos días no había movimiento, tan solo un inquietante silencio. La gente se sentaba detrás de las cortinas mientras los aviones de reconocimiento sobrevolaban París. El mal tiempo y la falta de equipo suficiente mantenían lejos a los alemanes.

Al principio no quería reconocer lo que estaba a punto de suceder. Como si estuvieran de vacaciones, arrastraba a Dew y a Keo a las galerías de arte para ver los cuadros de Velázquez, de Tiziano y de Vermeer. Se colocaba delante de obras de Braque y de Picasso y les explicaba que el cubismo reducía las formas naturales a formas geométricas abstractas. Entraban en Notre Dame y se quedaban mirando el rosetón del crucero septentrional, un torbellino de luz, un caleidoscopio de doce metros de diámetro.

—¡Jesús! —susurró Keo—. Es jazz visual.

En la iglesia de la Sorbona escucharon la «Toccata y Fuga» de Bach. Profundamente conmovido, Keo se envolvió con sus propios brazos y recordó que Ugh le había dicho que Bach había sido el genio del jazz de su época.

Después de unas cuantas semanas, Sunny colocó un caballete y lienzos, y pintó por las mañanas, temprano, mientras él dormía, y por las tardes cuando él estaba tocando en los clubes. Pintaba sin descanso horas y horas. Algunas mañanas, Keo la observaba con los ojos entrecerrados, y la mano con la que sostenía el pincel se le antojaba un bailarín que tejiera colores en sus días.

Antes de que ella llegase, la habitación había parecido una cripta para sus huesos cansados. Ahora palpitaba en el caos: la paleta goteando, lienzos medio extendidos, trapos arrugados rígidos por la pintura. Envuelta en un viejo kimono, con el pelo recogido en un moño, Sunny se inclinaba sobre los lienzos con la mirada aguda de un tirador, y realizaba cientos de pinceladas oblicuas. En cuanto terminaba uno, lo colocaba de cara a la pared. Con el tiempo, en cada rincón de la habitación había lienzos amontonados, redondeando las esquinas.

—No los mires —dijo—. Son horribles.

Un día, Keo les dio la vuelta y los examinó de cerca. Todos estaban pintados con la técnica cubista. Un tropel de cuchillas de afeitar volando en formación. Una cabeza cortada como un pastel. Cuñas que se elevaban, cubos hechos trizas. Pirámides de globos oculares. Un hombre explotando y deshaciéndose en cuadrados de carne, estrangulando a un niño sonriente.

Keo se echó hacia atrás, soltando el aire lentamente.

—¡Demonios!

—Bueno… ¿qué esperabas?

Le costó encontrar las palabras.

—Una vez Dew me dijo que nunca tocase una nota frontalmente. Que nunca lo mostrase todo. Que siempre intentase mantenerme oculto. —Acarició los bordes de un lienzo y continuó—: Sunny, aquí no hay nada oculto. Pintas tu rabia. Machacas el tema a muerte.

—Sé que soy mediocre —dijo ella, con voz suave—. Todo se reduce a la furia.

Keo la cogió entre sus brazos.

—Lo siento. Te quiero tanto que no sé cómo mentir.

Ella siguió pintando, pues necesitaba aquel caos, el movimiento, protegerse contra sus demonios. Y la pintura era algo que podía controlar, mientras que el resto de sus vidas parecía cada vez más irreal. París cambiaba día a día, como una ciudad demasiado rápida para quedarse en el recuerdo. En los clubes y los cabarets, la gente continuaba emborrachándose hasta perder el sentido. Pero los rostros resultaban anodinos, como si estuvieran hechos de cera. Había gente que parecía carecer de rasgo alguno, que intentaba no atraer la atención. Entre la multitud siempre había miembros de la Gestapo que fingían ser daneses o noruegos.

—¿Cómo puedes tocar para ellos? —preguntó Sunny—. ¿Sabiendo quiénes son?

Keo se encogió de hombros.

—No somos políticos. Solo tocamos para gente a la que le gusta el jazz.

—Sí sois políticos. El jazz es una celebración de la libertad. ¿Te has olvidado de aquella chica, de Gilda? ¿No escuchas las noticias?

Sunny había empezado a seguir el avance de Hitler por Europa. Durante los ensayos, se paseaba de un lado a otro delante de la banda, sintiendo una vaga repugnancia ante la masculinidad de todo aquello: hombres entreteniendo a hombres que mataban a otros.

Keo trató de razonar con ella.

—No hay alternativa. O tocamos o nos morimos de hambre. Algunos de esos alemanes son buena gente. Nos traen licor y cigarrillos, a veces consiguen que nos contraten.

La voz de Sunny se suavizó.

—Keo, en todos los países que Alemania ha invadido hay trenes que salen cargados de gente. Nadie sabe adónde los llevan.

—Son rumores. La gente está histérica…

—¿Qué sabes tú de la histeria? ¿Del terror? No ves nada aparte del jazz.

Keo se echó hacia atrás, como si ella le hubiera golpeado.

—Los hombres os sentáis en los clubes y tocáis vuestros instrumentos creyendo que estáis a salvo porque a algún nazi le gusta vuestra música. Cuando Hitler haya terminado con los polacos y los judíos y los gitanos, empezará con lo que llama «razas de barro». Tú. Y yo. ¿Has pensado en eso? —Paseó la mirada por las caras negras y marrones que poblaban el bar: hombres de Guadalupe, de Argelia, Rhodesia, Fiyi—. Dios mío, seréis blancos fáciles cuando entren los tanques.

Cuando Sunny hablaba así, Keo se apartaba, viendo una vertiente mordaz de ella que le asustaba: la parte de ella que necesitaba desafiar a la autoridad y arreglar el mundo. Pensaba en el padre de ella, y en lo que Sunny había hecho para defender a su madre. No creía que ella se viera a sí misma como a una heroína. Lo que pasaba era que no sabía cómo huir de los problemas.

Sunny encontró trabajo como ayudante de escaparatista en el centro comercial Trois Quartiers. Un día, mientras vestía un maniquí en uno de los escaparates, vio a una chica gitana envuelta en harapos y bufandas pidiendo limosna en la calle. La chica se acercó al cristal, señaló el maniquí calvo y medio desnudo y se echó a reír. Sunny bailó un tango con él, mejilla con mejilla, salió acto seguido del escaparate y se sacó del bolsillo un puñado de francos, preguntándose cómo podría dárselos a la chica. En ese momento se acercaron dos hombres con chaquetas de cuero y pusieron a la chica contra la pared. Sunny vio que movía los labios. La chica sacudía la cabeza hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás.

Uno de los hombres extendió su mano como si le estuviera pidiendo la documentación. Ella se encogió, intentando cobijarse de algún modo. El tipo le golpeó en la cara. El otro la agarró del pelo y la hizo caer de rodillas. Los dos continuaron gritando, y ella continuó moviendo la cabeza. Mientras se la llevaban a rastras, Sunny gritó a través del cristal, y como no la escuchaban, lo golpeó con la cabeza calva de madera del maniquí. Más y más fuerte hasta que se volvieron.

Uno de ellos regresó hacia el escaparate, llevado por la curiosidad. Sunny agitó los brazos y movió la cabeza en un gesto negativo, señalando a la chica. El hombre no podía oír lo que decía, pero la veía mover los labios con el rostro encendido de rabia. Le dijo algo a su compañero, indicando con un movimiento de la cabeza a Sunny. El otro se detuvo y luego negó en silencio. El primero se acercó aún más al escaparate y agitó su dedo hacia ella, como una advertencia, después los dos se llevaron a la gitana. Para cuando Sunny salió a la calle, ya habían desaparecido.

—Lo he visto —dijo—. Y no he podido hacer nada.

Keo le dio un tirón del brazo.

—Nunca vuelvas a intervenir así. Podrían haberte arrestado.

Ella se giró hacia Etienne, escandalizada.

—En nombre de Dios, ¿cómo podemos ignorar lo que está ocurriendo?

—No hay sitio para Dios —contestó Etienne—. Apenas hay sitio para la vida.

Se sintió atraída por Brême, sintiendo una afinidad con él porque también tenía mezcla de sangres. A veces se sentaba en su estudio y escuchaba discos de viejos cantos nativos mientras él la miraba atentamente, tratando de descifrarla. En un principio le había parecido fresca y felina con sus movimientos delicados y sus ojos rasgados. Luego vio en ella destellos de un temperamento fuerte, de una mente dura y aguda. Una inteligencia casi amarga. Etienne se preguntó durante cuánto tiempo podría Sunny aguantar la vida de Keo.

Para cualquiera excepto los propios músicos de jazz y sus parejas esporádicas, parecía una vida repetitiva e indolente. Y Sunny le parecía una mujer destinada a algo mejor que aquello. Había algo en ella que necesitaba estar haciendo cosas, necesitaba rescatar a alguien, redimirse. Y eso era lo que Sunny no podía ver: lo mucho que Keo la necesitaba, que ella lo educase. Ella pensaba que él poseía talento, que no necesitaba a nadie, que se dejaba llevar por su trompeta. Pero lo que Brême veía era a un hombre nacido con un talento tan raro y frágil que podía extinguirse rápidamente, porque Keo carecía de confianza en sí mismo.

Ella recorría su estudio, maravillada ante su colección.

—Corot. Utrillo, ¿es un original? Gauguin, nunca me ha gustado. Renoir… ¡Oh! Hiroshige.

Él la iba siguiendo, impresionado.

—Sabes bastante de arte.

—Sé un montón de arte —repuso ella—. He estudiado libros, he memorizado cuadros. Por desgracia, eso es lo que mejor hago.

—¿Has probado a pintar?

—Oh, como pasatiempo. Es decir, sin intentarlo en serio. Lo he reducido a un hobby, y así nadie espera que pinte algo excelente —dijo, sonriendo filosóficamente—. No me compadezco de mí misma, Etienne. Hay cosas peores que no tener talento. Si solo consiguiera descubrir qué he de hacer en la vida, me sentiría satisfecha.

—¿Estuviste preparándote para… medicina?

—Eso terminó. Mi vida ahora me pertenece. Quiero hacer algo que merezca la pena.

Etienne se quedó pensativo.

—Tengo algo que podría interesarte. Dame un poco de tiempo.

Una noche, el aseo de hombres del Chat Noir Café fue arrasado a balazos: la cada vez más amplia Resistencia había arrinconado allí a un espía alemán. Después, Dew se enteró de que los músicos negros que habían estado tocando en Copenhague habían sido encerrados en campos de prisioneros de guerra. La gente estaba desapareciendo por todas partes. Era abril, y Hitler predecía que tomaría París en mayo. Los hombres se reunían en el estudio de Brême y hablaban de volver a casa.

—Marchaos —dijo él—. Antes de que acabéis escondiéndoos en las alcantarillas.

—¿Y tú qué? Están acorralando a tu gente.

—Tengo cosas que hacer aquí.

Se habían preguntado si Brême sería un simpatizante nazi. Los «daneses» alemanes entraban y salían de su estudio, cambiando a Ella Fitzgerald por Sidney Bechet, o escuchando a Count Basie toda la noche. Keo había descubierto que la realidad era muy distinta, que Brême era uno de los gitanos partisanos que trabajaban contra la Ocupación. Los gitanos conocían el campo, traficaban con contrabando y dominaban el arte de la invisibilidad.

Una noche, en el bar Halo, Brême se sentó con Sunny.

—He estado pensando. Mi padre trabaja en el departamento de restauración del Louvre. Me pregunto si… ¿trabajarías sin que te pagasen, aunque quizá te podrían dar cartillas de racionamiento extra? —Sunny le dedicó toda su atención—. Lo que te estoy preguntando es si te gustaría ayudar a salvar las obras de arte.

Siguieron hablando durante horas, en un rincón del local.

—No puedes decírselo a nadie —dijo Brême—. Nunca. Si lo haces, puede que te peguen un tiro. Yo le explicaré a Keo todo lo que pueda.

Desde 1938, el Louvre había trasladado sus tesoros más preciados en varias ocasiones. La primera había sido después del Acuerdo de Múnich, cuando Europa parecía al borde de la guerra. Los cuadros fueron llevados al sótano del museo, y la operación estuvo tan bien planeada que solo llevó veinte minutos guardar las obras más importantes detrás de muros a prueba de bombas que una vez habían sido bodegas de vino de Enrique II y Catalina de Médicis. Se tardó otros diez días en envolver todos los cuadros. En cuanto la amenaza de la guerra se redujo, se desempaquetaron y regresaron a su sitio original. El museo reabrió sus puertas en siete días.

La siguiente crisis se había producido en 1939, cuando Hitler invadió Checoslovaquia en marzo y Polonia en septiembre. Para entonces, el Louvre había ido trasladando con sigilo sus obras maestras (los Rembrandt, Da Vinci, Delacroix) fuera de París, a châteaux de propiedad privada en el campo. Para ese segundo estado de alerta, se había llamado a legendarios transportistas de antigüedades que habían llevado los sarcófagos de los faraones desde Egipto al Museo Británico, y puertas esmeralda del ancho de habitaciones enteras desde las selvas mayas al Prado. Hombres cuyas manos eran delicadas como las de los eunucos, y otros cuyas espaldas y hombros eran grandes como los de los luchadores.

Se seleccionó a cincuenta de ellos, junto a media docena de expertos chinos en aparejos de bambú, el arte medieval de amarrar palos de bambú con tiras también de bambú para crear andamios fuertes y flexibles sin un solo clavo. Durante toda una noche, aquellos obreros chinos permanecieron descalzos ante un cuadro de Veronés de diez por doce metros que pesaba tres toneladas, discutiendo tranquilamente cómo lo escalarían, cómo le sujetarían las poleas y lo descolgarían.

Más tarde, diez de los transportistas caminaron hacia atrás por el museo, dirigiendo a los compañeros que cargaban con las tres toneladas del cuadro, guiándolos a cámara lenta a través de la puerta de salida más amplia del edificio. Después un camión se adentró en la noche para llevar aquella obra maestra a un lugar seguro en el campo. Entonces los chinos volvieron a sentarse ante otra obra inmensa, meditando sobre cómo reorganizar sus andamios de bambú, quizá recordando las leyendas de los padres de sus padres sobre los tiempos cuando no existía el papel, dos mil años antes, y sus antepasados escribían su literatura y su historia en aquella hierba que ahora se llamaba bambú pero que antes se había conocido como hierba de jade parlante.

A continuación, la gigantesca Venus de Milo y la Victoria Alada de Samotracia fueron bajadas de sus pedestales con la ayuda de los enjutos y gráciles chinos y sus andamios. Con los pies desnudos, realizaban pliés y arabescos, como si escalasen por el aire alrededor de las esculturas, bajando palancas y poleas, izando cuerdas. Las estatuas fueron envueltas y metidas en cajas, tumbadas de lado y deslizadas por los pasillos e introducidas en camiones. Luego, en los amaneceres fríos los chinos desmantelaban en silencio sus andamios, enrollando las tiras de bambú y colocando los palos uno junto a otro. Después se sentaban y contemplaban los muros desnudos del museo, imaginando, en el interior de los recuadros de mugre que habían quedado en las paredes, las pinturas que habían salvado.

Ahora, en los primeros meses de 1940, ante la inminencia de la invasión de Hitler, las obras maestras menores estaban siendo guardadas (Ingres, Corot, Chagall). Brême invitó a Sunny a unirse a un grupo reducido, formado mayoritariamente por esposas de restauradores y conservadores del museo que se habían unido al ejército en un intento desesperado de salvarlas de los nazis, con su manía de destruir todo arte «decadente».

Vestida con un mono gris, una redecilla en el pelo y una mascarilla de gasa, Sunny se arrodilló en el sótano del Louvre con docenas de mujeres, supervisadas por expertos. Los cuadros más pequeños eran sacados de sus marcos y enrollados, mientras que los lienzos que medían más de un metro eran empaquetados intactos. Primero, cada uno de ellos era envuelto cuidadosamente con trapos gruesos. A continuación se ponían virutas de embalaje, para acolchar cualquier posible golpe. La tercera capa consistía en asbesto, para prevenir un incendio; y después, para evitar daños por agua, se añadía tela asfáltica, la última capa. De vez en cuando las mujeres interrumpían su labor, se hacían a un lado y se frotaban los ojos, estremecidas por la emoción. Cada paquete era finalmente introducido en cajas de madera sobre tacos también de madera para evitar las vibraciones al ser transportado al campo.

Cada noche durante semanas, Sunny se inclinó sobre las cajas de embalaje con la espalda dolorida y los dedos hinchados a causa de los constantes pinchazos de las virutas. Tenía los brazos y las muñecas llenos de sarpullidos por la irritación de la tela asfáltica, lo que le hacía acordarse de las rozaduras causadas por las piñas en los veranos que había pasado en las fábricas de enlatado. Nunca se quejó. Cada una de esas noches entró en el Louvre con los sentidos tan activados que se sentía ebria.

Cuando volvía a casa al amanecer, agotada, Keo le daba de comer y la llevaba a la cama. Se quedaba dormida intentando contarle los cuadros que había tenido en sus manos, la textura de las pinturas que había tocado. Intentó explicarle lo que significaba para ella, cómo nunca antes se había sentido tan necesaria. Tan viva. Se preguntaba qué otra cosa a lo largo de su vida podría compararse con aquello.

Ahora el Louvre estaba cerrado al público. Con todos los cuadros puestos a salvo, los conservadores y empleados comenzaron a limpiar y abrillantar, fregando paredes y suelos de mármol que no se habían fregado desde hacía décadas. Sunny se movía despacio, concentrándose en cada losa de mármol, cada azulejo que formaba parte de un mosaico, arrodillándose y restregando las finas juntas que había entre ellos con pequeños cepillos. Frotaba como un penitente, con la cabeza inclinada, la cara tan cerca del suelo que podía sentir las frías exhalaciones de la piedra.

Cada día se movía con mayor lentitud, rezando por que la guerra no llegase, por que pasase de largo, para que ella pudiera continuar allí eternamente. Un día ya no quedó nada que limpiar. El Louvre se cerró para todo el mundo. Sunny atravesó sus puertas y salió bajo una débil lluvia, caminando hacia atrás lentamente hasta que su reluciente fachada cupo en su mano.