Progresar lentamente
¿Qué recordaría de su llegada? La niebla en el delta del río. La luz del sol incidiendo sobre los mocasines. El olor a creosota y a cebo de pesca. Donde el gran Misisipí se estrechaba, grupos de niños negros saludaban desde los márgenes. Detrás de ellos, las marismas, chabolas deformadas como arañas sobre pilares inestables.
Después, el puerto de Nueva Orleáns, cargueros amamantando un muelle inmenso, hombres cajún y criollos izando mercancía con grúas de aspecto sobrecogedor. Más allá de los muelles Keo imaginó el engaño y el glamour de una gran ciudad. Y, aún más intimidante, las salas de música llenas de hombres de jazz esperando a ponerle a prueba. Hombres que habían cambiado la historia de aquel lugar, hombres de cuyos pulmones brotaba una música genial. Hombres que habían nacido allí, que pertenecían a aquella ciudad. Recogió su bolsa desgastada y la funda de su trompeta y bajó por la pasarela.
Unos negros que limpiaban una embarcación de pesca le indicaron el camino hacia Storyville, el corazón del reino del jazz. Cuando ya se alejaba, uno de ellos le gritó:
—Eh, oye, antes de que toques jazz, o rag, o lo que sea que toques, ¡será mejor que te consigas algo de ropa nueva! Así como vas, se reirán de ti y te echarán a patadas.
Keo llevaba una camisa hawaiana de flores estampadas y un traje azul marino que, después de las semanas pasadas en alta mar, se había vuelto de un púrpura iridiscente oxidado. Mientras recorría Canal Street se dio cuenta de que los blancos miraban fijamente su rostro oscuro y sudoroso y su ropa. Se internó por callejones estrechos sobre los que sobresalían balcones como piezas de ganchillo, en los que había gente que intercambiaba cigalas y ostras y achicoria formando escenas que le resultaban tan familiares que se detuvo, paralizado, sumido en la nostalgia.
A través de puertas entreabiertas vislumbró estancias con techos profusamente decorados con escayola. Y jardines que más parecían junglas, en los que el musgo colgaba como mechones de pelo azulado. Todo estaba impregnado de un fuerte olor a jazmín y gardenias. Siguió caminando, temiendo detenerse. En algunas callejuelas las paredes estaban empapeladas con anuncios de JAX y DR PEPPER. Y en varias ventanas había carteles pintados a mano: MAL DE OJO. CURACIONES DE MAL DE OJO. Y había prostitutas con la piel de color miel y rasgos hispanos que intentaban atraerle con señas.
Lo que Keo quería no era sexo. Quería sentarse en el salón de alguien y contar por dónde había viajado y todo lo que había visto. Quería tener entre sus manos una taza de algo caliente, y decir lo solo que se sentía, y que tenía apenas quince dólares en el bolsillo. Un cuarterón de rasgos atractivos que tocaba el peine le dijo que se encontraba en el Vieux Carré, en el Barrio Francés. Eso estaba en la parte delantera de la ciudad, cerca del río. Storyville estaba al norte de Rampart, en la parte trasera de la ciudad.
—¡Cuidado! El Diablo vive allí arriba. Cuando oscurece, te corta con un cuchillo.
El sol se deslizó hasta hundirse en el Misisipí, tiñendo los callejones de un tono azul rosáceo, y de algún lugar llegó la suave jerga de una mujer y el olor de ostras fritas. Keo caminó en círculos mientras a su paso los anuncios de neón se encendían e iluminaban la penumbra, luego se tumbó encogido en un banco y se quedó dormido. Al amanecer se adentró por las calles de Storyville, recordando su historia, los hijos que había engendrado: Buddy Bolden, King Oliver. Pasó ante locales que Dew había mencionado como auténticas leyendas: la Sala de Baile Tuxedo, el Frenchman’s. ¡Mira! El Mahogany Hall y el Lulu White’s Bordello, uno al lado del otro en Basin Street. Keo se sentó en una esquina para absorberlo todo con calma.
Rancios olores a cerveza y orín. Postigos que crujían y rostros que se asomaban con un bostezo. Keo sacó su trompeta, colocó la boquilla y comenzó a tocar con cautela. Para eso era para lo que había ido hasta allí. Eso era lo que sabía hacer. Tocó primero escalas, luego melodías simples. Y después interpretó con su trompeta todo su viaje a través del Pacífico.
Un hombre con el pelo que parecía charol y polainas de color rosa dejó caer una moneda en la funda abierta de su trompeta.
—Eso está bien, chico. Cuéntalo despacio.
Entonces tocó más alto, hablando de su propia ciudad, de sus orígenes, de los colores del amanecer asomándose por encima de los Ko’olaus, de sus vecinos roncando en Kalihi Lane. Habló de los campos de ñame y de los bosquecillos de bambú. De mares arcanos, de los perfiles antiquísimos de los arrecifes de coral. Perdido en su ensoñación, se olvidó de la hora que era y del lugar en el que se hallaba. Al mediodía, el sol hizo que todo pareciera descolorido. Tal vez no había tocado tan mal, pensó al ver una pequeña multitud a su alrededor: un chico que hacía recados, un cartero, un carnicero con un delantal que le lanzó una moneda de diez centavos.
Keo se puso en pie y guardó la trompeta.
—Estoy buscando a alguien en Perdido Street. Dew Baptiste.
El cartero se echó a reír.
—¡Vaya! Precisamente a ese. Es un proxeneta. ¿Te debe dinero?
—Estoy aquí para unirme a su banda. He venido desde Honolulú.
—¿Ho-no-vu-dú? ¿Qué clase de sitio es ese? ¿Dices que eres un trompetista… o un brujo?
La gente se rio y le indicaron un edificio decrépito calle arriba.
—Dew no vuelve a la vida hasta media tarde. Si lo despiertas ahora, te matará.
Keo se compró un sándwich, se sentó en la calle y se durmió. Cuando se despertó, Dew le palmoteaba en la espalda y daba saltos a su lado.
—¡Hawaiano! Sabía que vendrías. Lo sabía. —Se echó un poco hacia atrás para mirarlo bien y le preguntó—: ¿Quién te ha vestido así? Tenemos que sacarte de la calle.
Lo llevó hasta el segundo piso del edificio, por unas escaleras que crujían como si fueran a venirse abajo y apestaban a vómito y a perfume rancio.
—Por ahora te quedarás conmigo. Usaremos la cama por turnos.
Seguía teniendo un aspecto gallardo e inmaculado, con un traje perfectamente planchado y una corbata, pero Keo se preguntó cómo podía permitirse tener una banda si vivía en una habitación tan minúscula como aquella. Todo lo que había era una cama pequeña, una silla y una cajonera de madera contrachapada.
Dew le hizo tomar asiento y lo examinó de arriba abajo con una mirada calculadora.
—Escucha. El simple hecho de que hayas venido hasta aquí me dice un montón. Eso demuestra que tienes ese «algo». Al menos, espero que aún lo tengas. Ese «algo» es lo que no será ni pisoteado ni espoleado. ¿Lo pillas?
Keo pensó que sí, aunque no estaba seguro.
—Hay muchos tipos con talento que se pasan a lo comercial: bandas con nombre, cuerdas melódicas, toda esa porquería de swing universitario. Yo quiero jazz. Quiero sonidos que no se repitan, cosas que se esfumen sin dejar rastro. Quiero tener una multitud pidiendo más a gritos. Para llegar hasta ahí, vamos a tener que realizar unos cuantos sacrificios.
Keo se inclinó hacia él, escuchando con atención cada una de sus palabras.
—Lo que estoy diciendo es que te olvides de dónde duermes o cuándo comes. De lo único que tienes que preocuparte es de tu trompeta. Tengo planes, hawaiano. ¿Cuánto dinero tienes?
—… Unos catorce dólares.
Dew se dobló de la risa.
—Da igual, vamos a quemar esa ropa de payaso. —Le lanzó una bata y añadió—: Y después quiero oírte tocar.
Pasaron toda la tarde tocando, con Earl Hines sonando de fondo en la vitrola. Cuando Keo hacía sonar la trompeta demasiado fuerte, o empezaba a dejarse llevar, Dew bajaba el saxo y le decía:
—Chico, olvídate de esos alaridos. Cuando te llegue el turno, solo tienes que cubrir un poco mi tono, oscurecer mi talante.
—O sea, ¿quieres moderación? —dudó Keo.
Dew sonrió.
—Quiero… poesía. Quita los dientes de tu trompeta. Haz como si esa cosa fuera la entrepierna de tu chica.
Keo se sintió deprimido, temiendo que Dew hubiera sobrestimado su talento.
—No, no —le dijo Dew—. Solo necesitas más práctica.
Durante una pausa, le contó a quiénes había logrado reunir para la banda. Honey Boy Lafitte, que era medio ciego, pero todo un maníaco al piano. Slow Drag Madeira, que volvía a tocar el bajo después de haber dejado la heroína. Slamming Sonny Dunlow, que desgarraba baterías por todo Storyville. Dew al saxo. Y Keo. Y tal vez más tarde un trombón o una tuba.
—Había pensado en llamarnos Dew Baptiste’s Persuasion Jazz Band. Suena realmente bien.
Entrando otra vez en materia, tocaron los acordes iniciales de «Honeysuckle Rose», llevando el estribillo adelante y atrás. Después de diez minutos, Keo redujo su fuerza para dejar que Dew entrase. Al contemplar cómo su mezcla de sangres (africana, hispana y criolla) había conformado unos pómulos altos y una nariz prominente y grande, Keo empezó a vislumbrar al verdadero Dew Baptiste.
Dew había tocado con grandes bandas en Chicago, en St. Louis, en Kansas City. Podía borrar ciudades del mapa con su saxofón, pero no era eso lo que pretendía. Su tono era profundamente personal, su entonación sutil, demasiado llena de matices como para combinarse bien con otros saxofonistas. Había abandonado todas las bandas porque no le gustaban las normas que establecían.
—¿Quién dice que el tempo siempre tiene que ser el mismo? —preguntó—. ¿Quién dice que si el jazz comienza lento, tiene que permanecer siempre lento? ¿O que si comienza rápido, tiene que volar? ¿Quién dice que los acordes siempre tienen que cuadrar entre sí?
Keo lo vio ahora como un auténtico hombre de jazz que creaba sus propias reglas y sus propios ritmos. Incluso si eso significaba tocar a solas en una habitación diminuta, produciendo notas tan puras que eran como agujas atravesando la piel.
De repente, Dew pasó a otro tono, caracterizado por un lento aumento del ritmo. A medida que avanzaba en el tema parecía ir experimentando una terrible ansiedad, como si no fuera a ser capaz de encontrar una salida. Pero siempre la hallaba y, casi como en un truco de prestidigitación, volvía a casa, y sus notas se mantenían inmaculadas y puras. «… you’re confection, goodness knows, Honeysuckle Rose…»
Más tarde, enfundado en un traje hecho a medida (a la medida de Dew, que era más alto que él), con zapatos abrillantados hasta parecer espejos, con su pelo rizado alisado con gel, Keo se adentró en Storyville. Encontró una maravillosa variedad de tonos de piel: amarillos, ricos caobas, castaños rojizos, marrones como el visón, distintos tipos de té. Suaves negros con destellos azulados y también uno de un majestuoso ébano (este caminando hacia ellos en un traje blanco, con polainas blancas). Mujeres del color de la miel les sonreían, balanceando las caderas. Daba la impresión de que Dew las conocía a todas. Guio a Keo a través de corrientes de calor y almizcle, sin dejar de arengarle como un padre:
—Esta ciudad es seductora y traicionera. Algunos intentarán engancharte para que te quedes aquí. Regla número uno: la heroína te matará. Con un porro ya vale. Regla número dos: las putas te pasarán enfermedades. Confórmate con las que yo traigo.
—Dew… me han dicho que eras un proxeneta.
Dew se echó hacia atrás, riéndose.
—Diablos, hasta Sachtmo empezó llevando a unas cuantas chicas.
Bastante después de medianoche, llevó a Keo a un club con un escenario diminuto en el que tocaba una banda desharrapada.
—Al trompeta lo llaman Buda.
El tipo tenía la piel de un amarillo marcado y estaba calvo, con unos ojos rasgados y penetrantes. Los labios eran blandos y atrofiados como pétalos heridos, y en sus mofletes colgantes se distinguía un cansancio inmenso. Su cuerpo era tan enorme que la trompeta parecía minúscula en sus manos. Antes incluso de que se la llevase a los labios, Keo ya sentía miedo. El Buda sonrió, sacó una lengua áspera color magenta, y la movió obscenamente en dirección al público.
Eran cinco: trompeta, saxo tenor, guitarra, bajo y piano. Era una banda que tocaba de oído, sin partituras, sin arreglos memorizados. Uno de ellos decía el nombre de una canción y empezaban todos a tocarla, deslizándose hacia el estribillo, improvisando por turnos, sin que ninguno le metiera prisa a otro. El Buda ignoró a sus compañeros durante las primeras tres canciones, y luego, a mitad de «Sweet and Lovely», se adelantó un par de pasos y chasqueó los dedos, esperando su momento. Como si le supusiera un gran esfuerzo, se llevó la trompeta a los labios y emitió sonidos nerviosos y llenos de imperfecciones que a Keo le dolieron en las entrañas.
Contempló cómo iba y venía, acercándose al estribillo y volviendo a alejarse. Entendió que aquel tipo no estaba tocando el estribillo, ni tan siquiera la canción. Estaba tocando algo semejante a una emboscada a la canción, tocando los colores en los que se camuflaba mientras planificaba la emboscada. Luego pasó a tocar el río Misisipí, con parejas bailando, manteniendo sexo en una barca, una joven prostituta ahogándose, una chica cuyo rostro era dulce y encantador. ¡Ahí estaba! Otra vez el estribillo. Pero lo tocaba de manera trágica, soplando en la trompeta como si él fuese el río. Y aquella chica.
—¡Dilo, Buda! ¡Dilo!
En aquella pequeña estancia, la gente aporreaba las mesas, se ponían en pie y gritaban. El grandullón seguía tocando, encendiendo el local con una locura acusadora y con la trompeta casi desaparecida en su enorme y pastosa tripa. Se lanzaba y fintaba, tocando ahora suave, íntimo, sus sonidos rozaban los diques del río, escotes blancos como magnolias, y partían la niebla que cubría el delta del Misisipí. Dulce y encantador, sí. Cuando el público creía que estaba a su lado, que le había captado y podía anticipar lo que iba a hacer a continuación, de repente sus sonidos se volvían ragtime (viejos, rígidos, resaltando las notas octava y decimosexta) y luego se deslizaba a los ritmos suaves y lineales del swing.
Lo hizo con tal brillantez que el público le perdonó por haberse emborrachado con aquel solo interminable. Entonces apartó la trompeta de sus labios, con un balanceo de montaña desmoronándose, y el resto de la banda tocó a su alrededor para concederle un descanso. Alguien empujó una silla para que pudiera sentarse, pero el Buda ignoró el detalle, se frotó la cara, que estaba adquiriendo una tonalidad púrpura, levantó sus brazos de gigante, inhaló y volvió a tocar. Sus ojos se tiñeron de un rojo brillante, como si su corazón estuviera explotando. Aún mantenía un tremendo control, su ritmo aún tenía integridad. El público seguía oyendo fragmentos de «Sweet and Lovely» brotando de sus pulmones. Seguía contando una historia, muchas historias, y seguía ascendiendo hacia el clímax.
Keo estaba paralizado. Tenía delante un músico de jazz de primer orden, un milagro físico (igual que un gran atleta), alguien dotado casi de un control y un registro sobrehumanos, un hombre de un tamaño casi monstruoso que podía elevarse y oscilar como un ángel. Allí había un músico que noche tras noche se arriesgaba a matarse a sí mismo porque no podía ni quería parar. Algún día tendrían que sacarle los pulmones de la trompeta. Finalmente, el Buda bajó arrastrándose del escenario, echando humo y despidiendo un horrendo olor a sudor. Keo agachó la cabeza, completamente sobrecogido.
Fuera, en la calle, se pasó las manos por la cara.
—Nunca tocaré como él.
—Tú no quieres tocar como él —le dijo Dew—. Es un jodido adicto a la heroína, ¿lo pillas? Además, tú tienes tu propio estilo, y también es salvaje. Solo tienes que tomarte las cosas con más tranquilidad, hipnotizarte a ti mismo hasta la idiotez.
—Eh, tío, habla claro para que pueda entenderte.
Se sentaron en otro bar y Dew bebió pink gin como un dandi, con sus elegantes dedos terminados en uñas azules. Habló ahora con voz suave y firme, muy despacio para que Keo pudiera seguirle.
—Mira, imagina que eres un viejo que se ha pasado la vida leyendo libros. Ahora tienes que reunir todos esos libros y leerlos al revés hasta que puedas reproducir tu mente en el momento de tu nacimiento. Vacía. Limpia. Lo que queremos tener es tu premente.
Keo se inclinó hacia delante, intentando absorberlo.
—Hawaiano, todavía piensas que el jazz es música. Es cualquier cosa menos música. El jazz es jazz, ¿lo pillas? Cuando estás tocando, perdido en tu propio paisaje, produciendo sonidos que nunca habías oído, sonidos que quizá nunca vuelvas a producir, lo que importa no es si esos sonidos son buen jazz o mal jazz, sino si deberían ser escuchados. Tienes que empezar a pensar en ti mismo como en una especie de guardián de sonidos.
Keo dio un trago, pensativo.
—Quieres decir… tengo que preguntarme a mí mismo: «¿merecen estos sonidos ser escuchados? ¿no merecen ser escuchados? ¿solo merecen ser…?».
—Asumidos. Exacto. Son decisiones que tienes que tomar en décimas de segundo. —Dew habló despacio para enfatizar sus palabras—. Ahora, ¿y si estás ganduleando, experimentando, y emites un sonido que podría conducir a algo que quizá sea brillante? Pero es algo que podría minar tu autoestima, porque probablemente nunca serás capaz de igualar ese sonido. ¿Qué haces entonces?
Keo negó con la cabeza.
—Mira. Eso es lo que tienes que resolver cuando estás tocando. Ese es el dilema moral. Y tienes que resolverlo de antemano. Con el jazz lo que ocurre es que se encuentra bajo una amenaza constante de extinción. No puedes dejarte llevar por el sentimentalismo. No puedes repetirte. Tienes que ser siempre frío y distante. Distante hasta de ti mismo.
Keo lo miró fijamente.
—Tío, ¿cómo consigues ser tan listo?
Dew meditó un momento y luego respondió:
—Mi padre y mi madre entregaron sus pulmones al algodón. Eran aparceros. Antes de morir, mi madre me dijo: «Nunca te rajes. Nunca te rindas. No seas el último de la fila.» Así que me fui al norte y encontré a algunos héroes que me enseñaron cómo pensar.
Keo parecía tan asustado que Dew trató de consolarlo.
—No soy tan listo. Cometo errores. Habrá noches en las que pienses que me odias. Querrás matarme. Y habrá noches en las que te aplastaré con mi saxo. O lo hará el percusionista o el bajo. Pero habrá otras noches en las que serás tú quien nos aplaste a los demás. Noches en las que sacarás música de tus entrañas. Lo tienes, Hawaiano, simplemente acuérdate de eso.
De vuelta en la calle, Dew le ofreció una chica, una belleza color mostaza. Keo rechazó la oferta y Dew se fue con dos de ellas. Keo se tumbó en la cama y soñó con un mar sorprendentemente quieto; ahora era la tierra la que se movía bajo sus pies. A mediodía, Dew lo despertó y le hizo levantarse.
—Venga, vamos a enseñarles algo de música a estas cuatro paredes.
En los últimos años de la década de los veinte, los músicos de jazz más ambiciosos habían dejado Nueva Orleáns para irse a Chicago, a St. Louis o a Kansas City. Ahora, el final de la década siguiente, la de los treinta, había traído una resurrección del interés por el jazz original, el jazz seminal de Nueva Orleans, sin la seductora suavidad de las grandes bandas. Era el jazz de hombres rudos e implacables que resollaban y cometían errores, guiados por el hambre y a veces por la genialidad.
La Dew Baptiste’s Persuasion Jazz Band poseía el sonido auténtico. Comenzaron su andadura lentamente, tocando en pequeños bares de la Perdido Street a cambio de bebida y comida. Las prostitutas que conocían a Dew llevaban a sus clientes a ver las actuaciones. Los fans de Slow Drag Madeira fueron a verlos. Otros fueron llevados por su curiosidad al haber oído que el trompeta era un brujo que había venido de un lugar llamado Ho-no-lo-lo.
Cuando su popularidad aumentó, empezaron a cobrar un porcentaje de la entrada al local. Entre actuaciones, practicaban todo el día y se separaban por las noches para acudir a sus respectivos trabajos. Para cuando les llegó la oportunidad de tocar un fin de semana entero en el Moulin Rouge, al otro lado del río, en Algiers, una multitud hacía cola para verlos.
A veces la gente que se deslizaba por el suelo bailando interrumpía su baile, hipnotizada por Honey Boy Lafitte, medio ciego pero estelar al teclado. O se detenía al ver el modo en que Slow Drag abrazaba su bajo y extraía de él acordes maduros y perfectos que brillaban como rubíes. Dew y Keo tocaban complicadas piezas conjuntas, realizando improvisados contrapuntos. Y luego Dew se lanzaba con su saxo, produciendo elegantes y profundos sonidos, siempre nivelándose y disminuyendo a un gemido final.
Keo aprendió a ser parco con la trompeta, pero en su interior seguía teniendo aquella necesidad de gritar, y de vez en cuando Dew le permitía hacerlo. Algunas noches se llevaba la trompeta a la boca y hacía una pausa, llenando el local de una sensación de espera semejante al temor. Echaba la cabeza hacia atrás, con la trompeta cubriendo su cara, y tocaba media docena de estrofas, todas con ardiente intensidad. A veces lo que producía no era sonido, sino algo más allá del reino del sonido, tal vez una nueva forma de controlar su respiración. Y otras veces lo que tocaba era trágico y coherente.
La mayoría de la gente jamás había oído hablar de Honolulú. Solo sabían que Keo procedía de una isla muy lejana. Pero cuando tocaba de aquel modo, les recordaba a los negros el amargo éxtasis de su historia, su presente, todavía inclinándose ante el hombre blanco, todavía arrastrándose. Lo que Keo contaba a través del sonido de su trompeta era la verdad: prostíbulos en las callejuelas de la ciudad, y prostitutas haciendo la calle, y cuadras de Storyville en las que yacían niñas de doce años, y mansiones a las que solo los ricos tenían acceso… porque ¿de qué otra manera podía una chica negra ganarse la vida?
Su trompeta traía los ecos de desfiles en las calles, de bandas de Dixieland, de pretenciosas bandas desfilando, sonidos de otras épocas, sonidos que dolían, sonidos sucios, el blues. Y el llamado «hot blues», el génesis del jazz. Traía a la memoria los sonidos que King Oliver sacaba de sus entrañas, con su ojo tapado. King Oliver había sido el mentor de Louis Armstrong, el padre fundador del jazz, y había muerto sin dientes, trabajando de portero en una sala de billar. Keo tocaba y gritaba, hablándoles a los negros de un orgullo desenfrenado, del hecho de que habían sobrevivido a su historia y le habían dado al mundo aquella cosa única y genial llamada jazz.
Una noche, tocando las últimas notas sollozantes de un solo, se tambaleó, cegado por el sudor, con la camisa y los pantalones chorreando, y los zapatos empapados como si hubiera pisado un charco. Realizó un ardiente lamento que subió y subió de volumen, y la gente levantó los brazos en una pantomima de claudicación. Entonces, bajó de golpe, dejando congelada en sus rostros una mueca de incredulidad. Cuando terminó, con la cabeza gacha y la trompeta colgando a un lado, el aplauso fue ensordecedor.
Agotado, Keo se quedó allí inmóvil, pensando: «No lo he hecho tan bien como el Buda.»