NUEVA BRETAÑA, 1943
Está sentada, acariciando esa cosa marrón, dura, de bordes dentados como una pieza de cerámica rota.
Kim levanta la mosquitera y se arrastra a su lado.
—¿Qué es?
Sunny lo sostiene en sus manos ahuecadas como si fuera un premio. Luego lo presiona lentamente hasta que sale de él un líquido sucio. Cuando empieza a ablandarse, perciben su aroma casi rancio. La boca se les hace agua. Inclinan sus cabezas para inhalar todo ese aroma. Y cuando está lo suficientemente blando, Sunny lo parte en dos y le da la mitad a Kim, que se la lleva a la nariz y suelta un gemido de placer. Entonces, con mucho cuidado, lo deslizan entre sus dientes rotos y mastican. Mastican durante horas, recordando. Mastican hasta que solo les queda saliva. Luego permanecen sentadas oliéndose los dedos, el aroma medio olvidado de la cáscara de naranja. No se lavarán las manos en varios días.
Dos barracones más allá hay seis mujeres inglesas y holandesas, capturadas cuando Japón tomó Hong Kong. Una de ellas, enloquecida por la tortura sufrida, mordió a un oficial japonés, y al amanecer, delante de todas las demás prisioneras, la ejecutaron cortándole la cabeza.
Ahora Sunny recuerda el aire húmedo y pesado y las moscas cubriéndole los párpados como lentejuelas. Recuerda al oficial con la mano vendada, el teniente Matsuharu, y su uniforme inmaculado. Recuerda a la mujer inglesa de rodillas, con las manos atadas a la espalda. Fuera de sí y medio ciega, alzó su cabeza llena de magulladuras y se echó a reír. La vida ya se había escapado de su cuerpo, y todo lo que quedaba era una cáscara que respiraba por la fuerza de la costumbre. Sunny vio que el teniente estaba rabioso. No era su cuerpo lo que él quería destruir, sino aquella risa de superioridad.
Debía de tener la misma edad que Sunny. Había rumores de que había estudiado en la universidad, de que era un caballero. Pero había visto demasiadas batallas. Se le creía loco. En un año les había cortado la cabeza a diecinueve chicas. Los guardias decían que era un adicto a aquel tipo de ejecución. Cuando pasaban demasiadas semanas sin que le cortasen a nadie la cabeza, se deprimía. A veces, paseando entre los barracones del campamento de mujeres, veía un cuello y se detenía. Se decía que incluso cuando se dirigía a sus superiores estudiaba la longitud y el grosor de sus cuellos.
Sunny recuerda sus ojos, el brillo de ébano de sus pupilas cuando se inclinó hacia el cuello de la inglesa. Lo recuerda desenvainando su espada como si tal cosa, sin levantarla ni blandirla. Dio la impresión de que solo se la pasaba a la mujer por los hombros.
Ahora, tres semanas después, Matsuharu llama a Sunny a su oficina. Ella se limpia con una esponja, se peina, alisa su ropa patética y desastrada. Afrontará su final con dignidad. Las otras chicas lloran y la abrazan.
Kim no llora, la abraza casi con formalidad.
—Si tú vas, yo te sigo.
Las palmeras susurran bajo la luz del sol y Sunny se siente cegada por la repentina claridad de las cosas. Escoltada por guardias, sale del recinto de barracones en dirección a la oficina del teniente.
—No voy a suplicar. Por encima de todo, seré elegante.
Matsuharu la saluda con una cortesía letal. Ella mira a izquierda y derecha en busca de la espada. Ahí está, en su funda. El teniente la hace sentar, le ofrece té, sin mirarle nunca el cuello.
Sunny se pone en pie de un salto, llorando.
—Gommen nasai! Gommen nasai! ¡Lo siento!
Al entrar, ha olvidado realizar la reverencia ritual. Ahora cumple con las formalidades, con la cabeza agachada, contando despacio hasta cinco. El teniente chasquea los dedos, impaciente. Sunny vuelve a sentarse y él le pasa una bandeja con cuencos de porcelana: crujientes rodajas de tapioca frita, galletas de sagú, piña. La lengua de Sunny se transforma en su corazón y se llena la boca hasta que no puede tragar.
—¿Qué nombre te han dado? —le pregunta. A todas las chicas les han dado nombres japoneses.
—Moriko.
—¿Y eres…?
—… padre coreano… madre hawaiana…
Está aterrorizada, pero también distraída. Esta es la primera vez que lo ha visto de cerca, sin su gorra militar. Hay algo en él que le resulta sorprendentemente familiar.
Matsuharu habla con suavidad, con voz culta. Ha oído que Sunny ha estudiado y que vivió en París.
—Yo estudié en la Sorbona. —Sonríe y comienza a recordar: Montmartre, el surrealismo, Dada. Los cruceros de recreo navegando al atardecer por el Sena. Un extraño baile llamado Java. Mujeres extranjeras, lenguas extranjeras. La tan cacareada falta de educación de los franceses.
Sacude la cabeza y le pregunta:
—¿Y qué queda de ese orgullo y despotismo burgués?
Mientras habla, da delicados golpecitos en su mano vendada, donde la inglesa le mordió. Luego se sacude un poco de caspa invisible de los hombros. Sus manos nunca están quietas. Sunny sospecha que el oficial está a punto de sufrir una crisis nerviosa. Cae la noche y el teniente cierra las cortinas. Enciende velas, con la mirada fija en los rincones de la estancia.
—… Fernet Branca en los cafés franceses… debatiendo sobre Trotsky, sobre Freud, el Ciné Liberté…
Se olvida de que ella está allí, habla con monotonía durante horas y horas. Al oír el estallido de una bomba, va a una ventana y retira un poco la cortina. De repente, se vuelve hacia ella.
—¿Por qué dejaste París? ¿Te reclamaron como a mí? ¿Te obligaron a entrar en combate, a ensuciarte, a participar en una carnicería humana? ¡¿Y bien?!
Sunny tartamudea al explicarle que dejó París para encontrar a su hermana en Shanghái y llevarla con ella a Honolulú.
—Quería conocerla. Reunirla con nuestro padre. Quería darle una vida decente…
Matsuharu se inclina hacia delante y la abofetea con fuerza en la cara.
—Tú querías. Tú querías. Mujeres occidentales. Tan libres, tan consentidas.
La abofetea de nuevo, tirándola de la silla. Se inclina hacia ella y la sigue abofeteando sin parar hasta que Sunny pierde el conocimiento. Luego se sienta en su silla y su mente divaga de nuevo, recordando. Chicas francesas en Bugattis. Castaños del color del ámbar en las Tullerías, al atardecer. Y después, un día, su tío Yasunari Seiko diciéndole que debe regresar a casa, a Tokio, y luchar por el emperador.
Al amanecer suenan las sirenas. Aviones aliados, el silbido de las bombas. Sunny ha permanecido toda la noche en el suelo, observándole, escuchando sus desvaríos. Ahora el teniente cuenta las explosiones. Acaricia su espada. Después de un rato, le indica la puerta. Los guardias la empujan con los rifles de vuelta a su barracón. Tiene la cara inflada por los golpes, los ojos tan hinchados que casi no puede abrirlos. Y, sin embargo, su mente está encendida en llamas, su cuerpo entero canta. Sigue con vida.
Mientras cruza el campamento, ve gigantescos arados allanando el terreno de instalaciones bombardeadas, prisioneras enterrando cadáveres. A lo lejos, palas mecánicas excavan la tierra en las colinas que rodean Rabaul. Pronto se construirá una fortaleza subterránea con hospitales, búnkeres y barracones.
Por la noche las chicas no paran de hablar en susurros.
—¡Esto significa que las cosas están cambiando! Los guardias dicen que habrá kilómetros de túneles subterráneos. Los japos se esconderán ahí durante años, nunca se rendirán.
—¿Y qué pasará con nosotras? —pregunta Kim en la oscuridad—. ¿Nos llevarán a los túneles? ¿Nos dejarán en libertad?
La pregunta las asusta, las persigue hasta en sueños. Mientras comen raíces y rebuscan en los colchones de chicas que han muerto ya por si encuentran pieles de zanahoria, se preguntan: ¿qué pasará con nosotras?
Y siempre está la sed, una sed terrible. Las tuberías son bombardeadas y se corta el suministro de agua fresca de los riachuelos de las montañas. Los pozos están protegidos por guardias. Una noche, en mitad de un sueño inducido por la sed, Sunny gime. En el sueño, el teniente Matsuharu la abofetea y luego le da agua en un vaso de cristal. Están en un parque con terrazas, y suena música. Se despierta asustada.
Por las noches las chicas salen de detrás de sus mosquiteras, revoloteando como polillas moribundas alrededor del camastro de Sunny.
—Por favor, Sunny, háblanos otra vez de tu novio. ¿Por qué te dejó?
—¿Y sufriste?
—¿Y cómo… cómo lo encontraste de nuevo, tan lejos de casa?
Ella niega con la cabeza, quiere silencio, que la dejen en paz. Pero tres de esas chicas morirán pronto, puede oír el agua que tienen en los pulmones. Las ilusiones, los sueños, son todo lo que les queda.
Se da la vuelta para mirarlas. Suspira. Y, con voz suave, maternal, comienza:
—En casa, en Honolulú, ansiaba una vida más grande, más rica. Pero era una cobarde. Por eso amé a Keo. Él era valiente. Un día cogió su trompeta y se adentró en el mundo, como un explorador, y me allanó el camino. Con el tiempo le seguiría. Pero primero él fue a una ciudad que es sagrada para los músicos. Era pobre, se fue con muy poco, trabajando en un barco para pagarse el pasaje. Después de muchas semanas y de parar en muchos puertos, por fin llegó a Nueva Orleáns. ¡Imaginaos el terror que sintió! Un isleño cruzando el Pacífico, entrando por primera vez en una gran ciudad…