HELE WALE

Salir al mundo con las manos vacías

El padre de Keo, Timoteo, recorrió su minúsculo patio regando las orquídeas con latas oxidadas de soja. Es su única forma de relajarse, pensó Sunny. Así es como mata el tiempo entre un cadáver y otro. Se fijó en sus ojos cuando miraba a su esposa y lo que vio en ellos era absoluta adoración. Sunny se sentía a salvo con aquella familia. Estar rodeada por una gente tan robusta y atractiva era como sentarse en una arboleda formada por troncos grandes y oscuros que la protegían.

A veces se sentaba con Leilani en el garaje, cantando y picoteando las populares frutas secas hechas al estilo chino mientras limpiaban ‘ahi, con los brazos y las piernas cubiertos de escamas de pescado.

—¿Te gusta cocinar con tu madre? —le preguntó Leilani.

Sunny pensó en la casa de su madre, de un limpio tan inmaculado que ella pedía permiso para tocar cualquier cosa.

—Mi madre nunca se relaja. Ha olvidado cómo hacerlo. —Hizo una pausa para desprender con la lengua pequeños trozos del tentempié de entre sus dientes—. La verdad es que mi padre la trata como si fuera una sirvienta. A veces, cuando ella empieza a decir algo, él chasquea los dedos para hacerla callar.

Leilani realizó un gesto de sorpresa.

—Sé que mi padre también sufre. Los médicos de la clínica le miran por encima del hombro, lo consideran un simple inmigrante. Me los imagino chasqueando los dedos cuando intenta decir algo.

En ocasiones Sunny convencía a su madre para salir de la casa, se la llevaba de compras a los almacenes Kress’s, a comer helado mientras pasaban la mano por las paredes de mármol negro de la tienda. O iban al barrio chino a por su comida favorita, pato asado, llevando el carrito de la compra por King Street casi como si volasen por los aires, pues sus ruedas de goma no hacían ningún sonido. Después su madre miraba el reloj y le entraba el pánico, se olvidaba de Sunny, se olvidaba de todo y regresaba corriendo a casa, a su vida de servidumbre.

Sunny pasaba cada vez más tiempo con Keo y los suyos, sintiéndose a gusto en aquel clan divertido y fuertemente unido en el que siempre había un momento para la risa, en el que cada miembro era una persona inquieta y llena de sueños, un grupo de gente que hacía que pareciera que las paredes de la casa vibraban. Les llevó recetas de su madre, sushi de calamar relleno, ‘ōpakapaka al vapor con jazmín.

Finalmente llevó consigo a su propia madre, y al verla con Leilani, el mutuo e instantáneo afecto entre ellas, Sunny sintió envidia. Ella había heredado el amor natural que sentía un hawaiano hacia otro, pero estaba diluido por la sangre de su padre. Se preguntaba si esa era la razón por la que se había sentido atraída hacia Keo. Más allá de su oscuro exterior, Sunny encontró luz, una luz fuerte y visible que indicaba quién era Keo: un hombre coherente y orgulloso.

Solo Malia se mantuvo apartada de ella. Sunny la irritaba, porque parecía invadir todas las habitaciones de la casa.

—¿Tan entretenidos nos encuentras? —le preguntó.

Sunny la miró fijamente, su vestido hecho en casa, su sombrero formal. Notó que cada vez sentía un mayor afecto hacia ella.

—En realidad, os envidio.

—Si le haces daño a Keo —dijo Malia—, iré a por ti.

¿Hacerle daño? Sunny se preguntó si alguna vez podría llegar a significar tanto para Keo como para poder hacerle daño, si acaso alguna mujer podría llegar a significar tanto para él. Sin embargo, siendo ella como era, con una confianza constante en sí misma, sin que necesitase autojustificarse o recibir la aprobación de otros, la lealtad de Sunny resultaba inquebrantable. Sus amigos de la universidad se reían de Keo: un camarero profesional y bailarín de foxtrot. En el escenario era brillante, pero en una conversación lo encontraban aburrido. Si no tenía su trompeta consigo, podía ser fácilmente ignorado. Sunny se alejó de ellos para siempre y se entregó por completo a Keo.

Tenían tan poca protección que parecían vivir con sus sentimientos a flor de piel. Keo comenzó a sentir una unión tan fuerte con ella que no tenía importancia si se tocaban o no. Él ya llevaba consigo su tacto. Sus sentimientos hacia ella se hicieron tan intensos que llegaba a experimentar temblores por todo el cuerpo, le parecía que podía fijar su mirada en cualquier objeto y levantarlo. Sentía que incluso si fallaba, Sunny seguiría allí, animándole, diciéndole que volviera a intentarlo, que había un futuro por el que vivir, toda una vida por delante.

Una noche, mientras practicaba en el garaje, con las polillas revoloteando alrededor de una bombilla desnuda, algo le sobresaltó. De repente visualizó a tres personas. Sunny y él, unidos por la figura que formaban los dos juntos, una figura de simetría perfecta que los dotaba de equilibrio. En ese momento lo comprendió.

—La amo. Amo a Sunny Sung.

Esa revelación le hizo volverse cauteloso y protector. Le hizo ser más considerado con los demás. Cada vez que ella sacaba a colación el tema de ir a París, él sacaba a su padre y cómo la marcha de Sunny lo desmoralizaría.

—Se sentirá aliviado —repuso en una ocasión Sunny—. Pero necesito ocuparme primero de mi madre y devolverle su vida.

—Sunny, ella tiene una vida. Y es la que ella quiere, o lo habría abandonado.

—Tú no lo entiendes.

—Quizá lo entendería si me lo presentaras. ¿No te parece que ya es hora?

—No podría soportar la vergüenza.

Keo hizo una mueca, como si el comentario le hubiese dolido.

—Me refiero a la vergüenza de presentarte a un hombre que dejó tirada a su hija y le causó la muerte a su primera esposa. Crecí tumbada en mi cama, en la oscuridad, esperando que viniera para entregarme a algún extraño. Él quería otro hijo, no a mí.

—Quiero conocer a ese capullo y mirarle a los ojos.

Sunny se negó, rechazando todos los argumentos de Keo y consiguiendo que se enfadase.

Hasta que una noche, Sunny se sentó en la cama.

—De acuerdo —dijo en voz baja—. De acuerdo.

Al dirigirse a la casa del padre de Sunny en Alewa Heights, Keo estaba tan nervioso que su sombra se movía delante de él. Al conocer por fin a aquel hombre, comprendió por primera vez que ser inescrutable era una habilidad táctica. Samchok Sung presenció los nervios de Keo sin mostrar más reacción que una mirada moderadamente vidriosa en los ojos, una mirada que borraba de su campo de visión todo aquello que le resultaba obsceno (pues para Keo era obvio que «obsceno» sería el calificativo con el que aquel hombre se referiría a él: inculto, insultantemente oscuro, como si fuera una enfermedad que estuviera consumiendo a su hija).

Con su pelo semejando un casco gris como el humo, su cara bronceada y atractiva, parecía casi occidental de no ser por los pómulos extremadamente anchos y los ojos rasgados. Estaba próximo a los sesenta, enjuto y fuerte, y era experto en taekwondo. Cuando Keo se le acercó e intentó estrecharle la mano, pudo oír que el corazón de aquel hombre latía con demasiada fuerza para algo que era humano.

Keo se había vestido intencionadamente de forma vistosa, con una camisa hawaiana y pantalones de lino, haciendo alarde de mal gusto para escapar a las críticas del buen gusto. Sin embargo, su dignidad congénita era tal que consiguió componer un semblante tan sereno que provocó que el padre de Sunny lo detestara a primera vista. Le habló con franqueza de su vida, de que servía mesas y tocaba la trompeta, aunque sabía que aquel hombre odiaba el jazz. Durante la comida, la madre de Sunny, Butterfly, sacó a relucir las habilidades de Keo para surfear y habló también de su familia, como si Keo fuese un aparato que estuviera intentando venderle a su marido. Habló sin parar hasta que el sudor le cubrió la frente y le cayó sobre los ojos, obligándola a cerrarlos.

Sin dignarse responder, el señor Sung manejó sus palillos para llevarse comida a la boca y masticó de un modo sobrecogedor. Keo se inclinó hacia delante para hablarle directamente, le preguntó sobre sus estudios médicos y sus tés de hierbas. El hombre dejó los palillos, colocó un puño a cada lado de su plato como si se aferrase a los barrotes de una celda, contempló el plato durante varios minutos y luego volvió a coger los palillos.

En mitad del silencio, Sunny se puso de pie de golpe, haciendo caer su silla hacia atrás por el impulso.

—¡Sí, papá, es kānaka! Yo también lo soy. Le quiero. Aunque tú me has enseñado que el amor significa ser castigado. Me has hecho odiarme a mí misma por todas las cosas de las que carezco. Pero Keo me ha enseñado que valgo, que no estoy condenada por el destino, que puedo elegir. Elijo mi propia existencia. Algún día abandonaré esta casa e iré donde encuentre bondad. ¡Y viviré y viviré, hasta el último día de mi vida!

Butterfly se cubrió la cara con las manos y empezó a balancear su cuerpo hacia delante y hacia atrás.

—Mamá, nunca voy a abandonarte. Te llevaré conmigo.

Esa noche, Keo se zambulló en el mar y braceó con rabia hasta que se sintió totalmente limpio. Horas después, cuando salió del agua, ella estaba allí y Keo pudo imaginar la discusión que había tenido con su padre.

—Lo he dejado todo atrás —dijo Sunny, cogiéndole las manos—. Voy a estar contigo allí donde vayas. Puede que lo pasemos mal, pero no me importa.

El año llegó a su fin y los dos penetraron en una especie de limbo, un tiempo de espera en el que buscaban señales. Keo habló con agentes navieros, les preguntó por el precio de un pasaje a San Francisco, de un tren que cruzase Estados Unidos de costa a costa, y de otro barco hasta Francia. Pero el precio era exagerado, les llevaría años de ahorro poder reunir aquella cantidad. Y ahora había otras cosas que requerían su atención. Honolulú estaba atestado de militares que invadían los prostíbulos. Los clubes estaban abarrotados. Cada noche Keo iba corriendo del Royal Hawai’ian al Rizal’s con su trompeta.

En diciembre de 1937, Dew Baptiste escribió a Keo pidiéndole que fuese a Nueva Orleáns. Las fábricas metalúrgicas estaban extendiéndose por el sur, y la gente ahora tenía más dinero para gastar, y Dew estaba formando una banda de jazz. Quería que su amigo hawaiano fuese el trompeta. Keo releyó la carta una y otra vez. La cuna del blues y del jazz. El hogar de Fats Waller. De Armstrong. La posibilidad de tocar en aquella ciudad, de caminar por las mismas calles por las que habían pasado esos hombres se convirtió en una obsesión. Sin embargo, Keo estaba aterrorizado.

—Debes ir. Debes ir —dijo Sunny, agitando la carta ante él, consciente de que sería espantoso perder una oportunidad semejante—. Te lo suplico como alguien con poco talento puede suplicárselo a alguien realmente dotado de talento.

Keo se quedó pasmado ante la honestidad de Sunny.

—No me iré sin ti.

—Yo te seguiré. En cuanto ahorre algo de dinero y me lleve a mi madre de vuelta con su familia. Eso te dará tiempo para asentarte allí.

—¿Y qué pasa con París?

—Keo. Nueva Orleáns está a mitad de camino.

—Júralo. Jura que te reunirás conmigo allí.

Sunny puso su vida entera a sus pies.

—¿Es que no lo ves? Necesito estar contigo. Si no aprovechas esta oportunidad, los dos moriremos aquí.

DeSoto le consiguió un pasaje como marinero en un carguero que iba a cruzar el Canal de Panamá, y sus amigos del Hotel Royal hicieron una colecta para él. Pero Keo perdió los nervios, les devolvió el dinero y canceló todos sus planes.

Malia se sentó junto a él en el banco del Steinway.

—Claro, puedes quedarte en casa. Y hacerte viejo tocando en fiestas y bodas…

Keo extendió sus dedos sobre las teclas.

—¿No te das cuenta de que estoy asustado? ¿Y si no tengo talento, y si no lo tengo? Sigo sin ser capaz de leer música como los profesionales.

—Nuestros antepasados cruzaron un tercio de esta tierra sin nada que les sirviese de guía aparte de las estrellas y las mareas. No mancilles su recuerdo.

—¿Irías tú? —preguntó Keo—. ¿Irías a Nueva Orleáns?

—Daría un brazo, te lo juro, daría un brazo por salir de esta roca. Pero yo no tengo tu talento. No estoy segura de qué es lo que tengo. —Su voz se volvió áspera—. Hermano, si no lo haces, ¿cómo podrás vivir con ello?

Una noche sus padres se reunieron con él, su madre sollozando, su padre apesadumbrado y con un ligero temblor en la garganta que le hacía parecer un niño pequeño.

—El mejor compañero de viaje es la verdad —dijo Leilani—. Es hora de que sepas unas cuantas cosas, Keo. Dieciséis de mis hijos murieron antes de DeSoto, Malia y tú. En aquellos días había demasiados problemas. A nuestra reina la habían metido en prisión. Los blancos robaban nuestras tierras. No teníamos comida. La tuberculosis agujereaba los pulmones… Pero la Diosa Madre vertió en mi vientre el maná y DeSoto nació con los pulmones de un toro. Luego nació Malia. Nosotros seguíamos pasándolo mal. Comíamos raíces, barro y piedras para llenar nuestros estómagos. ¡Nos convertimos en auténticos comepiedras! Esa es la razón por la que naciste tan oscuro, Keo. Estás lleno de tierra. De lava. Naciste casi ciego, tus ojos nadaban entre el barro por la cantidad de suciedad que yo había comido. Cuando años más tarde empezaste a ver no creías lo que tus ojos te mostraban, no te fiabas de tu vista.

Keo permaneció inmóvil, recordando cuando había empezado a ver y cómo nunca había confiado en lo que sus ojos le enseñaban, cómo mantenía la cabeza ladeada con una oreja hacia delante porque solo confiaba en su oído.

—La gente creía que eras retrasado —dijo Leilani—. Pero yo sabía que eras especial. Hay algo en ti que te dirige hacia el éxito. Veo a gente que se frota los ojos cuando tocas la trompeta. Consigues tocarles algo en su orgullo. Ahora te vas a ir, y me romperás un poco el corazón. Pero te vas para encontrar ese éxito.

Ambos lo abrazaron, y los tres juntos se balancearon adelante y atrás.

—Un año —dijo Timoteo—. Tanto si logras triunfar como si no. Un año, y luego vuelves a casa, hijo.

—Un año, papá, o quizá dos. Lo juro.

Horas más tarde se despertó al oír unos ruidos ahogados. Encontró a Jonah sentado en el garaje.

Su hermano levantó lentamente la vista hacia él.

—Mierda. Voy a echarte de menos, Keo.

Keo se inclinó hacia él y le dio un golpe cariñoso en el brazo.

—¡Eh! Jonah, recuerda que aquí hay mucha gente que te quiere, que están realmente orgullosos de ti. Eres un atleta, un buen estudiante. Vas a la universidad, y serás médico o juez. ¡Eres la esperanza de mamá! Si necesitas algún consejo, DeSoto siempre estará aquí para ti.

El otro negó con la cabeza.

—DeSoto siempre está de viaje. Tú eres el que me da consejos. Cuando estoy compitiendo, al béisbol, al fútbol o a lo que sea, siempre pienso: «¡Tienes que ser un ganador! ¡déjate el alma! ¡Keo está mirándote!»

Keo desvió la mirada, incómodo.

—Oh, Jonah…

Su hermano se puso en pie, moreno y musculado, diez centímetros más alto que Keo. Era físicamente temible, pero en realidad era generoso, poseía un gran corazón y parecía nacido para ser campeón.

Cogió a Keo y lo abrazó con fuerza.

—Vas a ver mundo. Es importante para ti, pero no te olvides: ¡vuelve a casa!

Su última noche con Sunny. Claridad, como si su minúscula habitación estuviera inundada de luz. Sus ojos brillaban como la antracita. Tenía los brazos extendidos, queriendo ralentizar el paso de las horas. Al principio no tenían prisas, recorrían el cuerpo del otro como si hubiera tiempo para rituales, para el roce de sus narices, el toque de las piedras, un golpe de kapa. Después sus respiraciones se volvieron más agitadas. Se palparon la piel con urgencia. Sunny le mordió el pecho a Keo, que respondió hundiendo su lengua en la oreja de ella, haciéndola desvanecerse.

Más tarde bailaban con pasos exagerados y cansados. Consumidos por la tristeza, bailaron hasta que no pudieron más. Keo la llevó de vuelta a la cama, sujetándola firmemente, deseando fundir su piel y exprimir su aceite. Luego se lo bebería para que se mezclase con su propia sangre. Lamió sus dientes, sus ojos, le mordisqueó el pelo. Le chupó los dedos como si quisiera robarle las huellas dactilares. Quería tragarse sus terminaciones nerviosas, los vasos sanguíneos de su cuello para poder sentir cómo se hinchaban y latían cuando tocase su trompeta en la distancia. Quería arrancarse el corazón y dejarlo con ella, enterrado en ella, para que sus latidos fueran los de ella.

Se tumbó a su lado y le dijo:

—Voy a cuidar de ti. Vamos a ver y a oír y a sentir todo lo que la vida nos ofrece.

Sunny permanecía muy quieta.

—Tú quieres, ¿verdad? —le preguntó Keo.

—Sí. Pero no puedo darle la espalda a… —A su madre. A la hermana que no había conocido.

—Sunny, me has salvado la vida. Me has rescatado y me has traído de vuelta al mundo. Pero no puedes salvar a todo el mundo. ¿Por qué necesitas hacerlo?

Ella suspiró.

—Puede que sea la culpa. En muchos sentidos tengo una buena vida, incluso privilegiada. Pero luego pienso en mi hermana, una minusválida. ¿Cómo vive ella? ¿Pidiendo limosna? ¿Vendiendo cosas en las calles? Algún día la encontraré. Tú me ayudarás, ¿verdad? La traeré a casa. Seguramente mi padre la querrá. Seguramente se sentirá avergonzado…

Keo la cogió por los hombros y la sacudió con suavidad.

—Escúchame. No puedes arreglar la vida de todo el mundo. No puedes deshacer lo que tu padre hizo. No puedes arreglarlo a él.

—No —repuso ella, con aire pensativo—. No puedo. Cuando era niña, mi juego favorito era poner toda mi habitación en orden, organizar todos mis juguetes, y colocarlo todo de manera perfecta, para que todo el mundo fuese feliz.

—Tal vez lo que necesites sea probarte a ti misma que no eres tu padre. —La hizo volverse de lado y la abrazó—. De ahora en adelante, prométeme que serás un poco egoísta.

—Lo prometo.

Cuando amaneció, Keo se vistió, con el semblante descompuesto. Sunny gimoteó por todo el pasillo, agarrándose a él para arrastrarlo de vuelta al dormitorio. Y cuando Keo se vistió por segunda vez, Sunny mantuvo una actitud formal y valiente. Solo la traicionaba el temblor de sus labios.

DeSoto le había encontrado un puesto de trabajador no especializado en un carguero que había salido de Singapur y se dirigía a Nueva Orleáns. Al subir al barco sintió que tenía las piernas de goma. Sus padres le dedicaron un gesto de despedida con la mano y luego enterraron el rostro entre las manos. Malia se mantuvo aparte, con aire orgulloso. Lentamente, como si el movimiento del barco dependiera de unas ballenas ancianas a las que fuera sujeto, la proa del inmenso carguero enfiló la bocana del puerto de Honolulú.

Los montes Ko’olaus aún eran visibles en el horizonte, a su espalda, a pesar de la sensación de que su archipiélago se hundía a gran velocidad, cuando el primer oficial explicó las normas del barco. No se permitían juegos de apuestas, ni alcohol. El acceso al puente de mando quedaba prohibido. Con el estómago dándole vueltas por el balanceo del buque, Keo se tambaleó por grasientas escalas metálicas, fregando cubiertas, poniéndoles aceite a las máquinas, y, cuando podía mantenerse erguido, raspando y pintando paredes cubiertas de suciedad. Lanzado de un lado a otro por la inclinación y el vaivén del barco, se pasó semanas sin fin de proa a popa y vuelta a empezar, mientras su cuerpo se iba acostumbrando a los temblores del carguero y su corazón a los martilleos de los motores diésel.

La mayoría de la tripulación hablaba malayo y chapurreaba inglés. Hablaban de novias, de familias, de sus pueblos de origen. Eran grandes apostadores y se saltaban las normas, jugaban al mahjong o al fan-tan a escondidas. La comida era asquerosa, sabía a basura que el barco hubiera ido recogiendo en sus viajes: sopa rancia de Penang, col sacada de algún canal de Bangkok, pechugas de pollo de Kowloon asadas con aceite de motor. Keo comió aguantándose las arcadas y mirando por encima de la mesa a sus compañeros de camarote.

Un tamil enjuto que entrenaba serpientes finas y delgadas para que se deslizasen por su boca y le salieran por el oído. Un tipo de Java con los ojos rosáceos, pálido como una vela, que aseguraba que tenía alas que le permitían volar hacia delante y hacia atrás. Un inglés y un australiano, ambos llenos de tatuajes, ambos callados y fieros. Un diminuto chino-hawaiano que se llamaba Hugh (pronunciado Ugh), un enano que hablaba una mezcolanza de jerga isleña, inglés y francés, y afirmaba ser clarividente. Le contó a Keo que lo había visto en un sueño, en una ciudad en la que había mujeres con pezuñas de cerdo y la cara azul que montaban a lomos de galgos. Keo se rio, y Ugh siguió diciéndole:

—Sí, mon ami. Un día te despertarás en ese lugar dejado de la mano de Dios. Llevarás puesto un esmoquin y jugarás a la ruleta, y acariciarás con tu mano el corazón roto de un extraño.

—¿Y dónde está ese lugar sin Dios?

—Ah… Shanghái.

Keo había salido de su isla y de su vida. Ahora el océano era su hogar, el océano era de lo único de lo que podía estar seguro. Por las noches, con las piernas extendidas sobre la cubierta en un intento de conseguir algo de equilibrio frente al mar agitado, Keo se limpiaba los labios, levantaba la trompeta y tocaba. Tocaba sin escuchar, sintiendo únicamente las vibraciones en sus dedos. Las ballenas oían su música y nadaban cerca del barco, respondiéndole, siguiendo su curso durante millas y millas. Cuando se marchaban, y sus sombras disminuían de tamaño bajo el agua como grandes ideas que se fueran disipando, en el interior de Keo surgía un gran vacío, como de algo que se derrumbaba.

Empapado tras haber estado tocando bajo una tormenta, entró una noche en el camarote y en la penumbra vio que Ugh abría su ojo izquierdo.

—Hawaiano. Te he oído tocando mientras dormía.

—Nadie puede oírme tocar. Ni siquiera yo mismo puedo.

—Yo oigo. Y veo.

Keo se acercó a él.

—¿Qué ves?

—Vida, una vida nueva.

Keo se puso de rodillas para que su rostro quedase a la misma altura que el de Ugh.

—¿Me ves tocar? ¿Ves que tengo éxito?

—Con el tiempo. Un día tocarás y producirás el sonido de los diamantes.

—Si fuera cierto… —Keo hundió la cabeza entre las manos.

—Pero pagarás por ello. Habrá dolor. Oh, bueno, ¿y qué es la felicidad? Vivir en estado de coma.

—Dime, ¿cómo debería prepararme?

Ugh giró la cabeza, que era más grande que el resto de su cuerpo, aunque a pesar de ello su rostro era perfectamente simétrico, como una moneda de Oriente.

—Deja que pase el tiempo. Este es tu renacimiento. Todo empezó en el mar, y también tú debes hacerlo así.

Después de eso, Keo tocó su trompeta sin descanso, vertiendo en ella todo lo que sabía y sentía, todo lo que recordaba e imaginaba. Tocaba en homenaje al filipino sordo del almacén de ukeleles y guitarras Kamaka, el hombre que le había enseñado a sostener cada instrumento en sus manos como si fuera un ser humano, a sentir los temblores de la madera cuando inspiraba y espiraba. Ahora sostenía su trompeta de ese modo, como si fuera un niño o su mascota preferida. Pasaron semanas y empezó a sentirse impaciente, deseó «escuchar» su trompeta y no solo sentirla a través de sus terminaciones nerviosas.

No tenía muy claro qué rumbo estaban llevando para cruzar el Pacífico, ni cómo llegarían finalmente a Nueva Orleáns. Una noche, mientras el tamil yacía en su litera con una pequeña serpiente deslizándose en el interior de su boca y luego reapareciendo con su lengua bífida por el agujero de su oído, y mientras el albino de Java colgaba del travesaño de la puerta flexionando sus omoplatos velludos, que en cierto modo se asemejaban a las alas de un pato, Ugh se sentó junto a Keo y le indicó en un mapa.

—Cuando seas viejo y vuelvas la vista atrás, debes saber dónde has estado. Mira, estamos recorriendo la costa de México hacia el sur, y nos detendremos aquí, en Manzanillo, para recoger provisiones. Luego continuaremos a puertos de Guatemala, El Salvador, Costa Rica. Y después atravesaremos el gran Canal de Panamá.

Keo miró fijamente el mapa. El mundo era tan grande que hacían falta muchas semanas para llegar a su destino. Y Panamá. En el mapa parecía fino como el tallo de una orquídea, y, sin embargo, separaba el océano Pacífico del océano Atlántico. ¿Qué detenía aquellos dos océanos? ¿Qué les impedía arrasar Panamá en su ímpetu por tocarse el uno al otro? No podía dormir, temiendo perderse el momento en el que abandonasen los mares en los que había nacido, temiendo que todo pasase en un suspiro. No obstante, su mayor miedo era llegar.

En las noches en las que no había nubes se quedaba en cubierta, preguntándose qué le depararía el futuro y hasta qué punto lo cambiaría. La nostalgia le invadía. Pensaba en Sunny, en las horas que habían pasado durmiendo el uno al lado del otro, mezclando sus respiraciones. Pensaba en su atractiva madre, con sus brazos húmedos de sudor por levantar peludos tubérculos de ñame. Y en su hermano pequeño, Jonah, frotando su tabla de surf con cera que cogía de los tarros de mermelada de su madre. Y en DeSoto, con su olor a mar, trayendo latas de lengua de Waitaki desde Auckland, o un diente de jaguar desde Davao. Y en Malia, con sus aires ingleses y sus ropas con etiquetas falsas.

Pensaba en su infancia, en los otros niños llamándole hōhē, cobarde, porque no podía nadar, y keike make, chico cadáver, porque su padre trabajaba en la funeraria. Recordaba haber pasado una profunda vergüenza por su miedo al mar, y por su padre, que olía a formol. Se pasó años sin besarle ni darle un abrazo. A veces el hombre lo miraba con una mirada tan triste que Keo pensaba que no podría soportar seguir viviendo. Pensaba que si no abrazaba a su padre, moriría. Aquel hombre al que no quería como padre le tocaba algo muy profundo en sus entrañas. Sin embargo, seguía estando aquel hedor horrible.

Una noche, cuando tenía diez años, algo le hizo despertar, la sensación de algo que le apretaba en la garganta. Se levantó y fue a la cama de su padre.

—Papá —dijo, sacudiéndolo para que despertase—. Enséñame a nadar.

Recorrieron las calles a medianoche hasta llegar al mar. Su padre se colocó flotando bocabajo, con una mano de Keo en cada hombro, y empezó a nadar mar adentro. Nadaba con tanta fuerza que Keo podía sentir cómo se le hinchaban los músculos. Surcaron aguas azules y poco profundas, luego aguas negras, cada vez más y más lejos del arrecife. Las olas los golpeaban, y algunos peces les rozaban las piernas.

Keo aguantaba el equilibrio, tragando agua de mar.

—¡Papá! ¡No hace falta que nades hasta China!

Timoteo se rio con tantas ganas que se sumergió. El chico se hundió, y su padre se hundió con él, dándole palmadas en el pecho para que se relajase. Al poco, el aire de sus pulmones los llevó lentamente a la superficie. Su padre lo sujetó durante un rato para que pudiera reunir energías.

—No es necesario temer nada, hijo. El océano es tu diosa. Escucha lo que dice. Ahora… intenta mover los brazos, así.

Y ambos nadaron, el uno al lado del otro, en la oscuridad de un mar entregado. Nadaron hacia la playa y de nuevo mar adentro, con las olas azotándoles, aturdiéndoles las mejillas. Había luz de luna y estrellas fugaces. Nadaron en círculos y luego flotaron boca arriba. Y cuando Keo dio muestras de fatiga, su padre cogió su pequeña mano en la suya, grande y poderosa, apretándosela, y tiró de él para que pudiera descansar su cabeza sobre su pecho. Al oír los latidos del corazón de su padre, que parecían truenos, Keo lo miró a la cara. Y vio su propia cara. La mano que cogía la suya era también suya. Era «su» corazón el que oía. Sintió en ese momento que podrían morir los dos allí fuera, que ellos eran los únicos dos seres vivos que importaban.

Keo sintió entonces que ya no era aquel chico cobarde ni sentía vergüenza por su padre. Durante semanas, nadaron en secreto cada noche. Keo se convirtió en un gran nadador, en un hombre cuya vía de escape sería el mar. Y el mar siempre le llevaría de vuelta a aquella noche en la que empezó a amar a su padre de una manera total y completa, aquella noche en la que ambos regresaron a casa de la mano, con el sonido de los pasos de las zapatillas de goma de su padre produciendo un eco acompasado con el de sus propias zapatillas.

De nuevo pensó en Sunny, que nunca se había bañado mar adentro con su padre, ni nunca había apoyado su cabeza sobre su pecho para escuchar los latidos de su corazón. Pensó en una chica joven tumbada en la oscuridad, esperando a que viniese su padre para entregársela a un extraño. Pensó en el futuro de ambos, en cómo ella yacería en la cama a su lado, en cómo él la obligaría a girarse de lado para abrazarla eternamente.