NUEVA BRETAÑA, 1943
Lluvia, lluvia incesante, mosquiteras pudriéndose, paredes cubriéndose de moho. A una chica la fusilan por intentar hacer señales a los aviones aliados. Se echan los cerrojos en las puertas, las ventanas se tapan con pintura; hay poco oxígeno.
Al agruparse al amanecer, alineándose para el recuento matinal en el exterior de cada barracón, solo la mitad de las chicas tienen la fuerza suficiente para mantenerse erguidas. Las manos a los lados, los pies totalmente juntos, cada chica se inclina por la cintura, aguantando la lenta cuenta de cinco. Otras se agachan o se apoyan en palos, desmayándose mientras los guardias gritan «BANGO».
Cuentan en japonés, «Ichi, nee, san, she, go, roku», las más fuertes ayudando a sus compañeras más débiles.
Soprendidas contando por otras, son azotadas, obligadas a permanecer de rodillas sobre palos de bambú durante horas. Cerca de ochocientas chicas habían sido llevadas a Rabaul, un bastión militar de más de cien mil hombres, la mayor base de suministros de Japón en su propósito de invadir Nueva Zelanda y Australia. Ahora apenas sobreviven quinientas chicas.
Las que tienen fuerzas suficientes se pasan horas inclinadas sobre pilas de lavar, frotando uniformes de soldados. No para de moquearles la nariz a causa del cloruro cálcico que echan en las letrinas. Algunos guardias se apiadan y les dan pieles de patata y zanahoria, o pedazos de pan mohoso. Uno de ellos les lleva colillas de cigarrillos y cerillas, a pesar de que están prohibidas.
—No todos somos malos —susurran—. Somos buenos, y malos, como en todas partes.
—Dejadnos ir —suplican las chicas—. Ayudadnos a excavar por debajo de las alambradas.
Un día, medio loca por el hambre, Sunny se enfrenta a un guardia.
—Nos habéis convertido en esclavas. Nos matáis de hambre. Os colgarán.
El hombre se le acerca.
—Estúpida. Pronto las gentes de todo el mundo estarán bajo las órdenes de los japoneses. —Le da una patada, haciéndola caer, y le patea el estómago y la cara hasta que se cansa—. ¡Bocazas! La próxima vez te corto la lengua.
Otras chicas se arrodillan y la atienden, algunas están tan delgadas que los harapos con los que se cubren cuelgan de ellas como de perchas. Todavía tienen por delante la tarea diaria: el recuento de las seis en punto, formar para «BANGO». Almuerzo de arroz grisáceo. El vaciado de los cubos utilizados como orinales, la limpieza de los barracones. Hacer cola para las letrinas. Para las que aún son capaces, hay «gimnasia semanal», trote en círculos por el recinto, balanceo de los brazos, doblar la espalda para ayudar a la circulación. Al atardecer, la «reverencia» vespertina a los guardias, a los oficiales de inspección. Y después otra vez la llamada para «BANGO».
—Ichi, nee, san, she, go, roku…
Entre las filas, las mujeres se susurran las noticias. Otro bombardeo aliado en Tokio, derrota de la Armada japonesa en el Mar de Coral. Derrotas en Corregidor y Midway. Un australiano en el campo de prisioneros de guerra tiene una radio casera escondida bajo su camastro, y una vez a la semana los hombres se reúnen para escuchar las transmisiones desde Australia. Semanas o meses más tarde las noticias llegan hasta el campo de las mujeres, situado a menos de un kilómetro de distancia. Ahora, una chica china, embarazada de tres meses, que sabe que será fusilada muy pronto, susurra las noticias.
—Los aliados han capturado Guadalcanal… ¡El Almirante Yamamoto ha muerto en Bougainville! Los japos han sido derrotados en Lae y Buna… Los soldados japos están muriéndose de hambre, se comen las botas… hay rumores de canibalismo.
Llenas de júbilo, las chicas se cubren la boca y ríen. Se ríen a la mínima oportunidad, en ocasiones con auténticas explosiones de alegría, y los guardias les apuntan con las bayonetas. Las palabras se han vuelto demasiado difíciles, las lágrimas demasiado habituales. La risa es su único desahogo. Sin ella, podrían suicidarse o matarse las unas a las otras. La risa lo expresa todo, la tristeza, el dolor, el amor, el odio. Sunny incluso se ríe cuando ve su propia cara reflejada en un trozo de cristal. Y luego se gira apresuradamente. Ha pasado un año desde que se miró en un espejo.
Y, puesto que son seres humanos luchando por sobrevivir, incluso por sobrevivirse las unas a las otras, las chicas se estudian entre sí: chinas, indonesias, malayas, coreanas, filipinas, euroasiáticas, mujeres blancas secuestradas de ciudades caídas en manos japonesas como Singapur o Hong Kong. Hay enemistad y roces entre ellas. Y en la total falta de privacidad (la desnudez en el barracón de las duchas, las letrinas rebosantes hechas con planchas de madera sobre bloques de cemento), se llega hasta el odio.
Las blancas (británicas, americanas, holandesas) son consideradas esclavistas, imperialistas, estúpidas y mimadas. Las euro-asiáticas, con su sangre mestiza, son tomadas por vagas y putas. Las indonesias, las malayas y las filipinas son ladronas e intrigantes, a veces espían para los guardias. Las coreanas son soplonas, avariciosas y despiadadas. Las chinas, en el peldaño más bajo, son consideradas escuálidas. Las pocas chicas japonesas que hay, antiguas prostitutas, son las peores de todas.
—Ojalá se mueran todas —llora Kim—. Todas son tan egoístas. Charo, la chica de Manila, esconde patatas en su colchón. Por las noches la oigo espantando a las ratas. Su-Su no comparte ni un cigarrillo, ni una mísera colilla. María robó un huevo y se lo comió crudo, incluso la cáscara, mientras nosotras babeábamos. ¡Un huevo! Han pasado años desde…
Sunny la abraza como a una niña pequeña. A sus veinticuatro años, comprende que eso será lo más cerca que esté de ser madre.
—¿No lo ves? —murmura—. Quieren que nos odiemos entre nosotras, porque eso nos debilita. Nos deshumaniza.
Sin embargo, en la crisis de cada barracón las mujeres se cuidan unas a otras y se abrazan. De hecho, Sunny ha presenciado actos de semejante ternura en estado puro que ha tenido que mirar a otro lado. A veces piensa que nunca ha amado a ningún ser humano con tanta devoción como en esos años encerrada allí. Intenta memorizar cada detalle, absorber cosas únicas de cada una de las chicas. Ella les entrega todo el amor y la humanidad que posee en agradecimiento por el milagro de su presencia allí con ella, por sufrir como ella sufre.
—¿Cómo sería si me viera obligada a soportar esto yo sola?
Hoy, mañana, podrían morir, pero hoy se miran unas a otras prometiéndose recordar eternamente. Las chicas de cada barracón se mantienen aisladas, controladas por distintos grupos de guardias. Pero cuando se agrupan para el recuento matinal y vespertino, y mientras realizan las tareas diarias, se comunican con gestos, susurran a través de las paredes. Descubren conexiones, coincidencias: ¡el mismo país, la misma ciudad, el mismo nombre! Aunque solo sea la misma forma de ojos. A veces se pasan una nota, una promesa escrita en un trapo.
«Resiste. Aguanta. Si escapo, encontraré a tu familia, les diré lo valiente que eres, y que estás bien.»
Sus voces se propagan en la oscuridad. Muchas son niñas, chicas secuestradas muy jóvenes (con once o doce años), que nunca han tenido una menstruación. Esto es todo lo que conocen. Para otras, algunas noches la tristeza se intercala con el recuerdo. La belleza de las montañas reflejándose en la superficie de los lagos. La hermosura de los pies descalzos sobre el asfalto caliente, de correr campo a través en compañía de buenos perros. Plantando en el huerto al lado de sus padres. Llorando en el pajar con un amante. La belleza de bendecir la mesa antes de una comida. El lujo del pensamiento. Sinfonías. Y la lectura de poemas. Hablan de vestidos soñados, de pelo aromatizado. Del gusto de la fruta fresca, del café. Lloran por el tacto añorado de un marido, de un prometido.
Sunny escucha, hablando menos que las demás, mostrando menos de sí misma, retrayéndose más y más.
—… Corrí calle arriba en mi vieja bicicleta Schwinn. Era de color azul metalizado y amarillo. A mi izquierda, la casa del señor Tashiro, con su amplio patio delantero y su nuevo Ford. A mi derecha, la de los Nanakoas, una familia atractiva y fuerte. El hijo es alto y flirtea conmigo, aunque solo tengo trece años. ¡Subo y subo por las colinas púrpuras! Hay casas escondidas detrás de palmeras y vallas de hierro. El tiempo se detiene. Si aguanto la respiración puedo oír cómo se abren las flores y dan fruto los árboles. Y el estrépito de los pájaros hace que las higueras rebosen de música…
»Arriba, arriba hacia los Montes Alewa, más despacio porque la carretera se inclina y me duelen las piernas, la sangre se me sube a la cabeza. A lo lejos, en lo alto, las montañas y los bosques, y abajo los valles verdes y el mar. El doctor Hong revisando el porche de su casa en busca de termitas. Trabaja con mi padre en la clínica, pero no lo invita a casa porque es coreano. Nunca me sonríe. Y allí delante, ¡mamá! De pie sobre la hierba. Una hawaiana muy guapa, muy hermosa. Huele dulce, como pakalana, las violetas chinas. Se vuelve y flota hacia mí…
»Ahora estoy en King Street, con unos amigos en un coche. Mirad, ahí está la sala de baile Casino, con gente bailando y música de jazz. Nos abrimos paso, con el aire prepotente de los gánsteres. Ahora me balanceo en la pista de baile. Hace calor. Ron y Coca-Cola. Alguien entre la multitud que me rodea me transformará, me salvará de mi vida. Me despierto para verlo de perfil a mi lado. Keo…
Sunny se gira en el lecho, gritando su nombre.