KE ALANA

Despertar

HONOLULÚ, MEDIADOS DE LOS AÑOS TREINTA

Con el amanecer tiñendo el cielo de púrpura por encima de los montes Ko‘olaus, Keo subió por Kalihi Lane, en el lado occidental de Honolulú. Era una calle tan estrecha que si estiraba los brazos casi alcanzaba a tocar los setos de cada lado. Un mundo remoto, del que no se solía hablar, tan humilde que podía caerse en la tentación de odiarlo. Tenía miedo de no llegar jamás a conocer más lugar que aquel.

Casas de madera que eran pasto de las termitas, con los escalones de sus porches combados por el uso de generaciones. Estaban separadas unas de otras mediante vallas de alambre recubiertas de acalyphas escarlatas, calotropis púrpuras y allamandas doradas. En el aire flotaba el aroma del jengibre y la plumeria. Cada día Keo abandonaba aquella calle con la respiración entrecortada de un animal corriendo. Y cada noche regresaba.

Algunas noches sentía que podía sentir aprecio por aquella calle, le parecía hermosa bajo la luz de la luna. En los patios había gallineros, orquídeas desplegando su belleza plantadas en latas de manteca, la lágrima azul de las jacarandas. Y árboles de mango cubiertos de lianas, flores de jengibre colgando como joyas rosadas. En lo alto, las hojas descuidadas de las palmeras se extendían a lo largo y ancho de la calle, formando una suerte de techo abovedado, como un primitivo y largo vestíbulo que le condujera a un bosque poblado por tribus tímidas y amistosas.

A veces se quedaba muy quieto y escuchaba. Los ronquidos del señor Kimuro a su izquierda respondían a los del señor Silva, que sonaban aflautados, a su derecha. Sonaba el teléfono de Mary Chang, y al otro lado de la calle Dodie Manlapit se incorporaba en la cama. Oía el mar, escuchaba su llamada. Apoyaba la mano contra el tronco de un árbol. No he vivido. Al final de la calle, penetró en un patio minúsculo con un garaje en el que no había ningún coche, subió los escalones que llevaban a la caseta y se descalzó en silencio.

En la entrada, sentada en un taburete, Leilani, su madre, ya había comenzado su jornada. De brazos fornidos, piel color moca y sin arrugas, la cara suave como la de una niña, parloteaba por teléfono con la tía Silky, que hacía el turno de seis a seis en la Prisión de Mujeres de Palama.

—… escucha, chica, fue la fiebre escarlata, no el cólera, lo que se la llevó, nos pasaron muchas cosas en aquellos días. Nunca se incorporó. Lo único que hizo fue parpadear y morirse. Ahí fue cuando algún desgrasiao le robó el collar de cuentas de cristal. ¿Y qué te crees? ¡El año pasao Milky Carmelita se presentó en la boda de Pansy con ese mismo collar! ¡Oh, sí! Por poco me caigo muerta. Espera… Aquí viene mi hijo, el búho de medianoche.

Keo dejó la puerta de la nevera abierta para refrescarse mientras bebía guayaba directamente de la botella, luego la cerró y le plantó un beso a su madre en la cabeza al pasar junto a ella. Su hermano pequeño, Jonah, estaba tumbado en su diminuto dormitorio, cuyas paredes estaban cubiertas de guantes de béisbol y remos de canoa. Malia, su hermana, estaba en su propio cuarto, roncando en una silla, con una sobrecogedora mascarilla blanca en la cara y la cabeza tapada por completo con una suerte de gorra metálica con la que esperaba mantener bajo control su pelo encrespado.

En el otro cuarto estaba su hermano mayor, DeSoto, con unos días libres de su puesto en la marina mercante. Keo se quitó la camisa de camarero y los pantalones, los colgó con cuidado y se metió en la cama de abajo. Mientras oía los ronquidos entrecortados de su hermano, se cubrió el rostro con la almohada, dejándose arrastrar por la envidia y la frustración.

Ha cruzado el Pacífico siete veces. Ha visto la Antártida. Ha conocido mujeres en Java. En Manila. Yo nunca he salido de esta maldita roca. No soy más que un tipo que lleva bandejas…

Bien podría haber nacido ciego, pues la vista parecía no serle de utilidad. De niño lo tocaba todo con los dedos, sin confiar en lo que sus ojos le mostraban. Más tarde se pasó años caminando con la nariz levantada como un perro, confiando en su olfato. Cuando tuvo diez años, sus oídos se convirtieron en sus ojos; siempre giraba la cabeza, con una oreja hacia delante al detectar el sonido de algún rastro de vida. La gente pensaba que la cabeza no le funcionaba bien.

En 1921, cuando tenía once años, el taller de guitarras y ukeleles Kamaka abrió sus puertas en South King Street. Keo hacía recados después de clase, llevándoles té y cigarrillos a los empleados. Uno de ellos era sordo, un filipino que tenía su propio y particular método de conseguir la resonancia perfecta al construir un ukelele.

—Todo está en los dedos —decía, dando suaves golpecitos para sentir en sus terminaciones nerviosas las vibraciones de la caja de sonido.

Le tapó los oídos a Keo y le cogió los dedos para ponerlos en la caja de un ukelele con forma de piña. Luego rasgueó las cuerdas. Hizo lo mismo con otro ukelele con la típica forma de guitarra, para que Keo pudiera percibir la diferencia: los sonidos del que tenía forma de piña eran más melodiosos a causa del volumen interno de su caja.

—Los oídos humanos no siempre están afinados —dijo—. A veces los oídos están en las yemas de los dedos.

Cuando tenía doce, el sordo le vendió su primer ukelele por cinco dólares. Keo se sentó en la oscuridad y acarició el instrumento, escuchando a través de sus dedos. Entonces le llegó el sonido, vertiéndose en su interior como si fuera luz. En cuestión de semanas podía tocar cualquier canción con haberla oído una sola vez. Pero cuando pretendía ir más allá, intentando realizar salvajes variaciones en canciones isleñas como «Palolo», «Leilehua» o «Hawa‘ian Cowboy», su estilo era torpe y basto.

Keo no sabía cómo moderarse, cómo mimar su instrumento con delicadeza para que murmurara y resplandeciera. En lugar de eso, transformaba sus sonidos, corrompiéndolos y convirtiéndolos en exhalaciones quejumbrosas de la madera, tocaba con tanta intensidad que le salían callos en los dedos. No tenía a nadie que le guiase, para echarles el lazo a sus abruptas estridencias, a nadie que le ayudara a articular los sonidos.

A los quince encontró una radio desvencijada, la reparó y pegó con cinta la carcasa. Cada noche, mientras contemplaba la pintura gastada de las paredes y oía los exagerados ronquidos de su hermano, Keo movía el dial hasta que acertaba a localizar una emisora del continente cuya recepción siempre estaba recubierta de chirridos. Grupos corales. Conciertos. Música que denominaban «clásica». Al escuchar, sentía en su corazón la intensa llamada de una música que no podía entender. Unas corrientes eléctricas lo atravesaban con tanta fuerza que todo su cuerpo olía como si lo hubieran abrasado.

Del ukelele y la guitarra, el paso al piano se le antojó un desplazamiento a cámara lenta. De vez en cuando iba al Y, donde había bandas que tocaban para los soldados. El público era mayoritariamente blanco, con unos pocos soldados negros en un rincón. Keo se abría paso hacia el escenario para intentar observar a los músicos, cómo sostenían los instrumentos, cómo controlaban la respiración. Pero al ser nativo del lugar, y civil, los policías militares siempre lo echaban.

Una noche entró en un cuarto lleno de sacos de boxeo y guantes de cuero enmohecidos. Apestaba a sudor y serrín. Algo grande captó su atención en un rincón. Así fue como descubrió el Baldwin. Le quitó la lona sucia que lo cubría, abrió con un chirrido la tapa y limpió el polvo de las teclas. Después de aquello, varias veces a la semana se colaba en aquel cuarto y se sentaba al piano.

Al principio no le importaba cómo sonaba, solo cómo resonaban las teclas bajo sus dedos. El instrumento estaba desafinado, las cuerdas cubiertas de moho, los fieltros llenos de insectos. Aun así, conseguía tocar canciones casi reconocibles, cualquier pieza que hubiera oído alguna vez. Tocaba fragmentos de Bach y no lo sabía. Rachmaninoff. Ellington y Basie. Tocaba horas y horas, luego se obligaba a sí mismo a marcharse de allí y servir mesas en el Royal Hawai’ian Hotel. En su día libre, tocó el Baldwin durante toda la noche, hasta la tarde siguiente. No sabía lo que estaba haciendo. Brotó de su interior tal torrente de sentimientos que le sangró la nariz.

Cada noche, después de servir mesas, su unía a la banda en la Royal Hawai‘ian Monarch Room, rasgueando el ukelele y bailando el foxtrot con turistas ricas y solitarias. Era resultón más que atractivo, pero su piel oscura como la caoba parecía dotada de un aura que la iluminaba desde atrás, su presencia impecable se hacía notar, y las mujeres se sentían imantadas hacia él.

Keo aprendió a distinguir según el perfume que llevaban puesto qué mujer le arrimaría las caderas en busca de sexo. Sin que se percatasen, las guiaría por la pista hacia Tiger Punu, del que las mujeres nunca se cansaban, o Chick Daniels, el hermoso ídolo de las sesiones de tarde, el primer ukelele de la Monarch Room. O hacia cualquiera de los otros «hombres dorados» cuyos nombres tenían el encanto de lo exuberante: Surf Hanohano, Turkey Love, Blue Makua, Krash Kapakahi, los hermanos Kahanamoku.

Con sus piernas largas y perfiladas de músculos, paseaban por las playas de Waikiki riendo como dioses bronceados. Bañistas de día que enseñaban a nadar, a surfear, a remar, y cantantes de noche, los «hombres dorados» habían sido inmortalizados en películas de Hollywood, así que había mujeres blancas y ricas que venían en su busca. Al amanecer las dejaban durmiendo en sus suites y regresaban a casa, exhaustos, conduciendo furgonetas herrumbrosas. En los barrios obreros de Kalihi, Palama e Iwilei se sentaban en diminutas cocinas y contaban las propinas que habían obtenido. Keo se mantenía apartado de sus amigos. Las mujeres blancas le daban miedo. Se imaginaba que bajo aquella pálida sensualidad se escondía un apetito salvaje. Como si hubieran venido a coleccionar cabelleras. No sentía deseo alguno hacia ellas. En los últimos tiempos ni siquiera pensaba en mujeres. La sangre se le acumulaba en los lugares equivocados. Lo único que quería era tocar el piano, sentir las teclas bajo sus dedos.

Un día, sentado delante del Baldwin, una oficial voluntaria del ejército de Estados Unidos entró en el cuarto. Rubia y pálida, permaneció detrás de él, escuchando. La siguiente vez, llevó consigo una vitrola y algunos discos. «Avalon», «When We’re Alone». Keo reproducía cada canción casi nota por nota. A veces ella tarareaba canciones mientras él la seguía al piano, captando al paso la melodía y el tempo. Después tocaba la pieza entera desde el principio hasta el final.

Un día Keo encontró el piano afinado y limpio. Se sentó ante él, desconcertado. Mientras tocaba, la mujer cerró la puerta con llave, extendió algo en el suelo y le pidió que le hiciera el amor. Dijo que nunca lo había hecho con un nativo. Tenía treinta años y estaba divorciada. Él tenía diecinueve. Ella le dijo que sería una vez, solo una, para conocer la experiencia.

Keo observó cómo su pene oscuro e hinchado la penetraba, como si se adentrara en una concha aflautada, mientras una maraña de venas azuladas recorría los muslos de la mujer. Cuando llegó al orgasmo, pensó que el cerebro le había estallado y el cráneo se le había despegado con un chisporroteo. Moriría enloquecido, atrapado dentro de una haole[1]. Gritó, luchó por salir de ella, pero la mujer hizo algo con su mano y Keo volvió a sentir una erección. Estuvieron allí cinco horas, gimiendo y retorciéndose. Ni siquiera sabía su nombre. Nunca volvió a aquel cuarto. Para entonces ya no importaba, podía tocar acordes mudos en cualquier tipo de superficie, en las mesas de la cocina, en su bandeja de camarero, en las paredes de su dormitorio. Sus dedos tamborileaban incesantemente.

La luz de la luna incidía sobre colmillos babeantes. Unos dóberman se lanzaban contra una valla intentando alcanzarle. Keo les gruñó, haciendo que se volvieran locos. Al otro lado de la valla, el rocío convertía el césped en una alfombra de perlas. La fortaleza indo-persa de una heredera de estaño en el mar más allá de Diamond Head. Para levantar aquella casa más de doscientos hombres habían trabajado un año entero plantando los cimientos y excavando cinco acres de lava.

Había sido como observar la construcción de las pirámides: nubes de polvo, sol cayendo a plomo, la antigua caligrafía de hombres de piel oscura subiendo y bajando. La casa en sí había llevado varios años, y durante todo ese tiempo la heredera se negó a construir aseos para los obreros. Se veían obligados a aliviarse entre los escombros, a llevar pañuelos empapados en orina en la cara para no ahogarse a causa del polvo. La mujer llamó a su fortaleza Wahi Pana, «lugar legendario». Los nativos la llamaron Wahi Kūkae, «lugar para defecar».

Keo veía limusinas atravesando sus puertas, luces iluminando la casa principal, varias bandas de música. Todo lo que tenía que hacer era darles su nombre a los guardias: ella estaba esperando a sus «hombres dorados» del Hotel Royal. Comprobó el estado de sus zapatos de cuero de punta afilada y sus pantalones bien planchados. Recorrió el jardín con la mirada. No tenía nada que hacer allí. Lo que necesitaba no estaba allí. Se dio la vuelta, recordando a su madre, antes, planchándole los pantalones.

—¿Por qué vas allí? Esa rica wahine os come vivos, y se deshace de vosotros cuando se harta.

Su hermana, Malia, le había respondido con su inglés de salón bien estudiado:

—Mamá, así es como son las cosas con los haole. El truco está en utilizarlos a ellos mientras ellos nos utilizan a nosotros.

Esa era Malia, volviéndose tan elegante que ya no encajaba. Había comenzado a sonar como alguien que no era nativo pero tampoco del todo blanco. Alguien atrapado en medio.

Su madre, Leilani, dejó de planchar y la miró fijamente.

—Nena, si me vuelves a hablar así te meto esta plancha por el trasero. Te estás volviendo demasiado presumida.

Malia se echó hacia atrás como si estuviera dolida.

—Pero fuiste tú la que dijo que no se hablase más jerga local en esta casa. Que no hablásemos más como kānaka. Dijiste que aprendiésemos inglés de verdad.

Leilani meneó la cabeza.

—Cierto. Pero últimamente te estás volviendo demasiado perfecta para nosotros.

La voz de Malia se volvió suave y cansina. Mostró sus brazos llenos de costras.

—Mamá, mira esto. Sarpullidos provocados por uniformes de almidón barato. Camarera todo el día en el Moana. Y por las noches, bailando para los mismos turistas hapa-haole a los que les limpio los retretes a mediodía. ¿Por qué no iba a darme aires? Me los he ganado.

Malia, con su piel dorada, rayando en la voluptuosidad. Rasgos polinesios reunidos para componer algo que estaba muy cerca de la belleza. Hija única, nacida entre los dos primeros hijos varones, había sido «maldita» con el don del dinamismo y el ingenio. Tenía los cajones de su cuarto llenos de perfumes que había hurtado a los clientes del hotel. Tenía etiquetas de grandes diseñadores que había recortado de sombreros y vestidos y vuelto a coser en los suyos. Era un fraude, pero Keo la adoraba. Había algo en su hermana que lo tranquilizaba.

—Estoy orgulloso de ti —le dijo—. Llegarás a ser alguien.

—¡Tú! —Malia lo apartó de un empujón—. Un día hablas con la lengua de aquí y al siguiente con «auténtico» inglés. ¡Joder, decídete de una vez!

Keo sonrió. En sus años mozos se había esforzado para aprender inglés «auténtico». Leilani se había prometido a sí misma que aunque no tuvieran títulos universitarios sus hijos hablarían de forma educada, parecerían educados, y llevarían zapatos de verdadero cuero en lugar de zapatillas de goma. De todos modos, Keo siempre acababa por volver a la jerga nativa, pues así sentía que se mantenía en contacto consigo mismo.

Ahora dobló la esquina y abandonó la avenida Kalakaua, paseando por las playas próximas al Hotel Royal. Más allá se encontraba la base del ejército norteamericano, Fort DeRussy. Se acercó a la pista de baile al aire libre del club de oficiales para observar a las parejas que se movían en círculos. La banda militar, compuesta por soldados negros, tocaba sin mucho esmero «Body and Soul» y «You Are Too Beautiful» con una expresión de profundo aburrimiento en los ojos. Uno de los músicos se irguió de pronto y levantó su instrumento hacia lo alto, haciendo brotar de él un sonido similar a un sollozo. Las parejas dejaron de bailar y escucharon.

La canción aún resultaba reconocible, pero aquel tipo la tocaba como si quisiera desprenderse de su propio pellejo, como si estuviera completamente harto del mundo. No se mecía al compás, simplemente permanecía allí, aislado. Llegó un momento en el que el instrumento se volvió contra el músico, como si la canción y su talento libraran una lucha cuerpo a cuerpo. El músico tocó lento, luego rápido, hizo sonar la trompeta como si gritara, después como un susurro. La trompeta parecía maldecir, y luego se volvía dócil y familiar. Aquel tipo debía de haberse sentido demasiado expuesto. Finalmente, la canción se fue calmando y fluyendo en ritmos más suaves para que las parejas volvieran a bailar.

Cuando la banda se tomó un descanso, el tipo se internó en la playa con el sudor cubriéndole el rostro.

Keo se le acercó.

—Oye, has estado genial.

—Qué va. La genialidad no llega hasta aquí. No en esta jodida roca. —Se giró y lo miró con más atención, dándose cuenta de que Keo era nativo—. Eh, tío, lo siento. Creía que eras uno de los chicos de la base.

Keo se rio por lo bajo.

—No importa. ¿Eso era un clarinete?

El soldado lo miró de arriba abajo.

—Está claro que no tienes ni idea. Es un saxo tenor.

El soldado fue al escenario y volvió con el instrumento, que brillaba tenuemente, como un arma. Keo tocó la boquilla.

—Esa parte no importa demasiado —dijo el otro—. Aquí arriba —y pasó los dedos por las válvulas— es donde creas la música. —Se percató de la reverencia con la que Keo acariciaba el instrumento y del modo en que le escuchaba—. ¿Te gusta la música? ¿Tocas?

—El ukelele, la guitarra… el piano.

—¿Qué tocas al piano?

—Cualquier cosa. Lo único que necesito es escucharlo antes una vez.

—¿Lees música?

—No lo necesito —dijo Keo.

—¡Eh! Tienes mucho rollo para no saber diferenciar un clarinete de un saxo. Eso tengo que verlo.

Volvió al escenario y se inclinó hacia el percusionista, luego le indicó a Keo que esperase. Una hora más tarde estaban recogiendo los instrumentos.

—Vamos a tocar un poco en los billares de Pony, delante del Hotel Street. Solo chicos «oscuros». ¿Te apetece venirte?

Keo se sintió intimidado.

—No soy un profesional. Nunca he tocado con desconocidos.

Los de la banda se rieron amistosamente.

—Vamos a ver cómo se te da eso de escuchar. Yo soy Dew. Y este es Handyman.

Así fue como se convirtió en una rata de cuartel, siguiendo los fines de semana a la banda de Dew de base en base, Fort DeRussy, Schofield Barracks, Tripler Air Base, y después, en actuaciones improvisadas en la parte trasera de salas de billar y bares. Sin embargo, aún no se hacía el ánimo de tocar con ellos, atemorizado por la sensación de oscura nobleza que ofrecían, por la ferocidad con la que hacían sonar sus instrumentos.

—Así que esto es jazz.

—Jazz, ragtime, todo lo que sea incendiario —explicó Dew.

Keo acabó por adorar su jerga, sus nombres, incluso su mezcla de colores: una variación de negros, caobas, bronceados y amarillos que no se diferenciaba mucho de los nativos hawaianos. Contemplaba con atención la capa compacta de sudor iluminada por la luz que lograba atravesar el humo que cubría la sala, las gotas que resbalaban por aquellos rostros oscuros como perlas húmedas mientras uno de ellos tocaba su trompeta con elegancia y suavidad, hablando de sueños y reinos perdidos, de inocencia descarriada y honor. Otro tocaba los tambores, llevaba las canciones más allá con golpes ensordecedores y toques que se deslizaban hacia ritmos de tam-tam y locas fanfarrias, y luego lo unía todo de nuevo con pequeños roces, suaves caricias como de brocha de pintar.

Keo seguía el ritmo en las mesas, quería gritar, quería decirles lo que significaba para él estar allí, estar con ellos, liberado para siempre del silencio. Los otros le picaban para que se lanzase a tocar. Pero no estaba preparado, sabía que no era lo bastante bueno. No obstante, su amor por el ritmo y el tempo, y la síncopa, su incapacidad de expresarlo, provocaba que los demás le cogieran cariño. Lo adoptaron, lo llevaron consigo a salones de baile en los que grupos filipinos mezclaban ritmos latinos con los sonidos de las grandes bandas. Todavía no sabía leer música, no tenía forma de practicar o improvisar. Dormía con la radio pegada a la oreja, absorbiendo todo lo que podía, incluso en sueños.

Un día, seis hawaianos fornidos aparecieron tambaleándose por Kalihi Lane, cargando en brazos con un Steinway sin tapa y con varias teclas desaparecidas. Su padre, Timoteo, lo había encontrado en el vertedero detrás del Tanatorio Shirashi, donde trabajaba de conserje en jefe y reparador de ataúdes. Esa noche, después del trabajo, Keo se quedó con la boca abierta. Los filtros colgaban de los combados percutores, y su parte frontal, oscura y achaparrada, recordaba la cara de un bulldog al que le faltasen dientes.

Compró manuales y herramientas, y reparó las teclas y los percutores uno a uno. El olor a pegamento y barniz se le pegó a las manos. El vecindario oía los quejidos nocturnos del cepillo de carpintero, las virutas se enroscaban en el aire como endebles mechones de pelo. Su madre se sentó con el ceño fruncido ante el estropicio que afeaba su garaje.

—¿Por qué necesitas esto? ¿Por qué no te basta con escuchar la radio? Esas canciones bonitas que ponen en el programa de Hawai Calls.

Keo se mostró paciente.

—Mamá, voy a ser un músico serio. No uno de esos que tocan «Hukilau» para los turistas.

El serrín se posó en las mejillas de su madre.

—Entonces, ¿por qué no tocas música de kāhiko, de los antepasados? Música hawaiana de verdad, con calabazas y tambores de piel.

—Voy a tocar jazz.

—¿Qué tipo de música es esa?

Quería decirle que era como una confesión, como hacer penitencia, una manera de tocar que agotaba el genio y la locura del músico. Quería decirle que, después del jazz, cualquier otra música habría muerto.

Algunas noches, con su hermano Jonah pasándole los alicates y el cúter, trabajaban en el Steinway hasta el amanecer. Luego iba caminando hacia el océano. Y se bebía el agua en la que nadaba, se nutría y se sumergía. En aquellos momentos de quietud, nada le importaba. Tenía su sueño. Tenía el mar. Cumbres húmedas que ejercían un efecto tranquilizante en él, el tiempo desatándolo con manos saladas.