QUE ASÍ INVADE

Dichosa claridad de la aurora,

cuerpo radiante, amoroso destino,

adoración de ese mar agitado,

de ese pecho que vive en el que sé que vivo.

¿Dónde tú, montaña inmensa siempre presente,

viajador continente que pasas y te quedas,

playa que se ofrece para mi planta ligera

que como una sola concha, fácil queda en la arena?

¿Voy?

¿O vengo?

Ignoro si la luz que ahora nace

es la del poniente en los ojos,

o si la aurora incide su cuchilla en mi espalda.

Pero voy, yo voy siempre.

Voy a ti como la ola ya verde

que regresa a su seno recobrando su forma.

Como la resaca que arrebatando el amarillo claro de playas,

muestra ya su duro torso oscuro descansado, flotando.

Voy como esos redondos brazos invasores

que arrebatan las algas que otras ondas dejaron.

Y tú me esperas, di,

dichoso cuerpo extendido,

feliz claridad para los pies,

playa radiante que destellas besando

la tenue piel que pasa sobre tu pecho vivo.

¿Me tiendo?

Beso infinitamente

ese inabarcable rumor de los mares,

esos siempre reales labios con los que sueño,

esa espuma ligera que son siempre los dientes

cuando van a decirse las palabras oscuras.

Dime, dime; te escucho.

¡Qué profunda verdad!

Cuánto amor si te estrecho mientras cierras los ojos,

mientras retiras todas, todas las ondas lúcidas

que permanecen fijas vigilando este beso.

Tu corazón caliente como una alga de tierra,

como una brasa invencible capaz de desecar el fondo de los mares,

no destruye mis manos

ni mis ojos cuando apoyo los párpados,

ni mis labios —que no se purifican con su lumbre profunda—,

porque son como pájaros, como libres marinas,

como rumor o pasaje de unas nubes que avanzan.

¡Oh ven, ven siempre como el clamor de los peces,

como la batalla invisible de todas las escamas,

como la lucha tremenda de los verdes más hondos,

de los ojos que fulgen, de los ríos que irrumpen,

de los cuerpos que colman, que emergen del océano,

que tocan a los cielos o se derrumban mugientes

cuando de noche inundan las playas entregadas!