XXXI
EL FINAL DEL VERANO

Septiembre llegó como una de esas resacas en las que no sabes distinguir qué parte es verdad y qué parte has soñado. Desperté del verano tan lejos de la Premium que las únicas noticias fueron las de los periódicos, notas de prensa editadas por algún becario mal pagado, probablemente una sombra de lo que de verdad ocurrió.

Por la prensa me enteré de que le dieron una medalla al cabrón de Velasco y encima fui yo quien le dio el empujón. Los titulares pregonaron la detención del peligroso capo internacional, el narco don Benito. Fue tal el éxito del intrépido policía Velasco que lo mismo acaban convirtiendo su vida en una teleserie basada en hechos reales. Entre los cargos contra la organización de don Benito, sumaron mi asesinato; mi cuerpo, el de Escalante mejor dicho, apareció unos meses después cerca del pantano de San Juan, en un pinar sembrado de cadáveres donde también encontraron al rapaz gallego que se rajó cuando los mexicanos asaltaron el Chamonix. Pobre chaval.

Alek tampoco tuvo suerte: ni recuperó a su viejo amigo ni superó su pasado. Probablemente Velasco se la volvió a jugar. Después de detener a los colombianos, la policía registró su casa y encontraron un montón de billetes de todos los tamaños cuya procedencia no supo explicar. Y también una pistola: la Glock 17 con munición de 9 milímetros Parabellum que mató a Jorge Régula. El gigantón polaco está ahora en prisión y en los periódicos dicen que en su declaración acusó al héroe Velasco de ser el asesino de Régula, pero nadie le creyó.

En cuanto a mí, la muerte me sentó fatal. Mi mujer me dejó y se quedó con los niños. Le conté toda la verdad de ese verano, Vicky incluida; no pude mentir más. Ella no me pudo perdonar. Al menos no tengo que pasar la pensión de divorcio, cobra la de viudedad.

Ahora vivo en Berlín, una ciudad con un montón de cosas que hacer cuando estás muerto. Los niños vienen conmigo una semana de cada mes. No estaba en condiciones de negociar nada mejor con mi mujer. Tengo sitio de sobra para ellos y les echo mucho de menos las otras tres semanas que no están. Al menos en Berlín las casas son grandes y baratas, de algo tiene que servir ser la única ciudad de toda Europa que tiene hoy menos habitantes que antes de la Segunda Guerra Mundial. Vivo en el barrio de Neukölln, en el antiguo Berlín occidental. Pago 400 euros al mes por un alquiler caliente, con calefacción, de un piso de tres habitaciones. Mi casa está muy cerca del viejo aeropuerto de Tempelhof, el edificio más grande del mundo hasta que se construyó el Pentágono. Cerró sus pistas hace algunos años y la primavera pasada volvió a abrir, transformado en el mayor parque de la ciudad. Cuando hace bueno, paseo con los niños por allí.

No sé si algún día volveré a pisar Madrid. Siempre seré el periodista que se fue de la lengua, el bocazas, el chivato. En España no existe un programa de protección de testigos: no te ponen una escolta, ni siquiera hay algo de dinero para que puedas buscarte una nueva vida. Al menos tuve suerte con el traslado, el propio ministro del Interior intercedió con el periódico y salí de la mesa de cierre con los pies por delante. Firmo bajo seudónimo como corresponsal en Alemania, como freelance. Al principio me pagaban a 120 euros la pieza. Después bajó a 90 euros y ahora son solo 60; si es una apertura a doble, sube hasta 100 euros, pero eso no suele pasar. Me publican tres o cuatro cosas a la semana: el periódico cada vez tiene menos páginas y no hay tantas grandes noticias en Berlín para el poco papel que el director dedica a la sección de Internacional. También escribo por mi cuenta un blog sobre libros. Tiene bastantes seguidores, pero es un esfuerzo aún más ruinoso: en el último mes, los ingresos por la publicidad de google ascendieron a la increíble cifra de 23 euros con diez céntimos. Prometí que no volvería a pisar una discoteca jamás, pero no lo cumplí. Aquí no es fácil para un español que no habla apenas alemán, así que completo lo poco que gano como periodista con un minijob: trabajo un par de noches a la semana de recogecopas en el Berghain Panorama, una discoteca gigantesca dentro de una antigua central eléctrica de diseño soviético, de los años de la RDA.

Me quedan varias incógnitas, las otras historias de aquel agosto que jamás aparecieron en las notas de prensa de la policía. No sé si Alek fue alguna vez mi amigo o solo me utilizó; si Velasco trabajaba también para los mexicanos, además de para la poli y para sí mismo; si Vicky me la jugó desde el primer momento o si alguna vez piensa en mí. Tampoco sé qué pasó con Ratón, el gato de Alek. Pero lo que más me preocupa es qué falló en mi cabeza para no salir huyendo de la Premium la segunda noche. Otro verano se acaba y aún no sé la respuesta.