Tras una eternidad en silencio, el ruido de un coche llega hasta la habitación de plástico y mi corazón se dispara. El motor se apaga. Tengo la oreja derecha pegada al suelo desde hace horas porque no me puedo mover y con ella escucho los pasos lentos de alguien que arrastra algo pesado, como un fardo o un saco. Como un cadáver. La puerta se abre.
—Joder, periodista, vaya olor a mierda —dice Velasco con un hombre a sus pies—. Mira, te presento a Alejandro Escalante. Dale las gracias, que te va a hacer el favor de tu vida.
El puto pinche güey está desfallecido. Lleva dos días sin agua, encerrado en un contenedor abandonado bajo el sol de agosto en el secarral de Seseña. Está al borde del desmayo y delira con la cara enrojecida y los labios resecos. Velasco me desata.
—Dame tu cartera y sal de la habitación, lo que viene ahora no te va a gustar.
Obedezco a medias y desde el umbral de la puerta veo cómo Velasco se pone unos guantes de plástico, guarda mi cartera con toda mi documentación en el bolsillo del chavito, saca una navaja, le corta la lengua y la tira al cubo con ácido. Vomito mientras escucho los alaridos de Escalante, que paran solo un instante, cuando Velasco sumerge su cara en el ácido. Su rostro se quema entre gritos.
—Te dije que salieses, joder. Venga, vámonos.
—Mira, periodista, vamos a hablar claro —me dice Velasco mientras conduce en la noche—. Si te he salvado el culo es porque voy a ofrecerte un trato. Sé que eres un soplón, te vi en la comisaría. —Velasco desvía sus ojos de la carretera y me mira—. Por cierto, gracias por hablarle de mí al inspector.
Me quedo callado mientras froto mis manos dormidas que ahora hormiguean después de tanto tiempo atado. Intento encajar las piezas. Velasco sabe que será el primer sospechoso si yo muero. No sé por qué le toleran sus excesos en la comisaría, pero está claro que matar a un periodista es otra cosa. Después de lo que le conté al inspector, Velasco no se puede permitir que muera. Todas las pistas, desde Vicky hasta mi madrugada en la comisaría de Canillas, conducirían hacia él.
—Es muy fácil —continúa Velasco—. Tú ahora estás muerto. Alek cree que estás muerto y los colombianos, dentro de un rato, también lo creerán. Yo creo que te interesa morirte con tanta gente empeñada en matarte, ¿no? Solo te pido tres cosas: que me cuentes dónde está don Benito, que te calles la boca sobre mí y que sigas muerto una temporada más; yo me ocupo de arreglarlo todo con el inspector.
Sigo en silencio. La autovía está casi vacía a esta hora y miro hipnotizado las líneas de la carretera, como si todo esto no fuese conmigo. Velasco continúa hablando.
—Sé que tienes un papel que te dio Alek, con la dirección de la casa donde se esconde don Benito y varios nombres y teléfonos de su organización. Me lo contó Vicky. Cuando lleguemos a tu casa, me tienes que bajar ese papel. Y no te preocupes, que no me vas a volver a ver jamás. Tu mujer tampoco se tiene que enterar de lo de Vicky, ella no dirá nada, yo me ocupo de eso también. Tú solo haz lo que te pido y no te preocupes de nada más.
—¿Y si no lo hago? —contesto al fin con la voz noqueada.
—Pues tú mismo. Si no hay trato o lo incumples, que sepas que los colombianos sabrán de ti, de tu mujer y tus hijos. No creo que sea tan difícil de decidir. Tú verás si prefieres pasar por muerto o morirte de verdad.