La habitación está forrada de plástico, está envuelta para regalo. Dentro hay un cubo lleno de ácido sulfúrico, una mochila con nueve kilos de cocaína y un idiota que se ha cagado en los pantalones, amordazado y atado a una silla con cinta americana. Yo soy el idiota. Yo soy parte del regalo. Pronto llegarán los colombianos y podrán cobrarse su venganza. Aún sigo vivo. Ahora mismo preferiría no estarlo.
«Para meter a alguien dentro del cubo antes tienes que trocearlo», decía hace un rato Velasco. «Para eso está el plástico, claro, para no mancharlo todo». Me balanceo para intentar soltarme pero solo consigo caerme de espaldas y darme un golpe en la cabeza. La cosa no mejora desde el suelo y, aunque consiguiese desatarme, no sé cómo podría escapar: la puerta está cerrada con llave y la única ventana, que también está tapada con plástico, tiene una reja.
Está anocheciendo y, a medida que la habitación se oscurece, me voy sintiendo un poco más muerto. «Chaval, no vas a salir de esta», me repito a mí mismo en voz alta para intentar darme valor, pero soy demasiado cobarde como para aceptar lo inevitable. Huelo mi mierda y es como si ese olor fuese el avance de mi propia e inevitable putrefacción. Soy un zombi, un muerto viviente.
—Lo siento, tío —me dijo Alek unas horas antes, cuando puso su mano sobre mi hombro mientras yo, horrorizado, contemplaba la habitación de plástico.
—Vaya, periodista, veo que has descubierto nuestra sorpresa antes de tiempo —se burló Velasco justo antes de darme un puñetazo que me partió el labio—. Joder, qué gusto, qué ganas tenía de soltarte una hostia.
Alek salió de la habitación, no lo volvería a ver. Fue Velasco quien se ocupó de empaquetar el regalo, de atarme a la silla y de dejar la cocaína en el cuarto.
—Pues nada, tronco, que ya nos veremos —se despidió y cerró la puerta con llave. Al rato escuché cómo los dos coches salían del chalé.
Pienso en mi mujer, y en los niños. Pienso en Vicky, y en la cara que tenía, tan tranquila, cuando Velasco llegó a buscarme. Pienso en el periódico. Esto va a ser lo más cerca que he estado de una exclusiva en casi un año. Con suerte, será otro el que la publique, el que cometa al menos tres errores de los que Velasco se burlará cuando lea la noticia. ¿Qué dirán los diarios cuando haya muerto? Probablemente nada. Tal vez ni se enteren, para eso está ahí el ácido, para convertirme en un desaparecido más, de los que se fue a por tabaco y no volvió. Velasco lo explicó muy claro: «Si no hay cadáver, no hay asesinato». Miro el cubo y recuerdo la conversación con el gordo cabrón: «El ácido está para deshacerte del cuerpo. Aunque si te pones en plan hijo puta, también puedes matar a alguien con ácido. Te tienen que haber hecho una putada muy gorda, eso sí». Pienso en el chavito mexicano, uno de los que arrasó el Chamonix, al que encontraron desangrado en una alcantarilla, con quemaduras de ácido, con la polla cortada y sin varios dedos en los pies. ¿Cómo de gorda era la putada que les hizo a los colombianos? ¿Más que cargarse a Jorge Régula? ¿Más que robarles nueve kilos de cocaína? «¡Mierda, mierda, mierda!», sollozo en el suelo mientras pienso en cómo puedo acabar con esto ya, sin esperar a lo peor.
No sé cuánto tiempo llevo aquí, pero hasta un idiota como yo es capaz de atar los cabos cuando le dan en la cabeza con ellos. Es cuestión de tiempo, los colombianos no tardarán en llegar. La cocaína, mi mierda y yo somos parte del mismo regalo, cortesía de Alek y Velasco; un final feliz en el que todos quedan en paz menos yo, que acabo muerto. Los colombianos se vengan y recuperan su coca, Velasco recupera su vida y Alek recupera a su única familia, a Velasco. El gordo cabrón es un hijo de puta, pero es su hijo de puta: lo más parecido a un amigo que el polaco gigantón ha tenido en los casi veinte años que lleva en España. En cuanto a mí, no solo interpreto el papel de tonto útil, de cabeza de turco. También soy el testigo molesto, el bobo que sabía demasiado, el periodista indeseable.