A la mañana siguiente mandé a la familia al pueblo con los abuelos. «Allí estarán más seguros», me repetía a mí mismo. Y es cierto que me aterraba perderlos, pero no era esa la única razón por la que convencí a mi mujer para que se marchase el fin de semana con los niños, porque yo tenía mucho trabajo «con lo del reportaje de investigación». Los llevé hasta el autobús y nada más salir de la estación llamé a Vicky para quedar esa noche.
Probablemente aquella fue la mayor de todas las estupideces que cometí ese mes de agosto, pero no culpo a nadie de mi error; ni siquiera me arrepiento. En realidad, follarme a la camarera de la Premium con su culo tatuado fue también mi último acto libre antes de morir. A partir de ese momento, las principales decisiones sobre mi vida las tomarían otros por mí.
Fue una de esas noches que compensan la resaca. Vicky libraba y ni pisamos la Premium. Fuimos a cenar al Asiana, un restaurante de comida asiática-peruana que está en la travesía de San Mateo. Me lo había recomendado Pere, el crítico gastronómico del diario; además del consejo, Pere tuvo que llamar al chef para que nos colase porque el sitio está de moda y, si no reservas un par de días antes, es casi imposible cenar un viernes allí. Está escondido en un sótano dentro de una tienda de antigüedades, en lo que antes fue un secadero de jamones. Nos sentaron al lado de una cama balinesa, en una mesa apartada e iluminada con luz muy tenue. Pedimos el menú degustación: choritos a la chalaca, kimuchi de zamburiñas, ensalada vietnamita de pollo, tiradito de corvina, spring roll de cerdo ibérico con langostinos, satay con coco y lima, cazuela de chupé balinés y curry verde con carrillera y verduras al wok. Vino blanco de rueda para beber y, de aperitivo, dos pisco sour. De postre, souflé de chocolate. Vicky no se apañaba con los palillos, así que pidió tenedor y cuchillo al camarero. Esa noche, después de pasar por la comisaría de Canillas, no me atreví a apagar el móvil. Sabía que ellos estaban allí, grabando la conversación, por lo que durante la cena me porté como un perfecto caballero, como si fuésemos solo buenos amigos y nada más. A la tercera indirecta no correspondida, Vicky se tomó mi distancia como algo personal, como un desprecio por mi parte ante su indudable atractivo; esa noche estaba espectacular, con un vestido sin mangas de color rojo vino. Así que decidió jugar fuerte y al tercer plato se levantó. «Voy al baño». Y después de dar tres pasos dio la vuelta y regresó para susurrarme al oído: «¿Por qué no vienes conmigo? Tengo un antojo antes del postre».
Mi incomodidad por sentirme espiado por la poli terminó justo ahí. El resto de la noche ya todo me dio igual y me olvidé de que llevaba el móvil, de que nunca estábamos realmente solos. Sabía que la furgoneta de la poli estaba frente al restaurante, con seguridad habían visto entrar a Vicky. De alguna extraña manera, me excitaba saber que el puto madero que estuviese de turno a esa hora, al que imaginaba como un gordo con la pinta de Velasco, pudiese escucharnos en el baño.
Después de los dos postres salimos por Malasaña. Fuimos a La Realidad, en la Corredera Baja de San Pablo. Más tarde nos pasamos por Chueca, por un sitio que nunca me acuerdo de cómo se llama, y acabamos cantando en el Toni2, un piano bar donde los camareros llevan pajarita, saben cómo servir un gin-tonic y siempre se merecen la propina. Nos emborrachamos como adolescentes en el viaje de fin de curso y a las seis de la mañana dejamos de dar la nota y nos fuimos a su casa.
Vicky vive en la calle Casino, por Lavapiés, en uno de esos apartamentos minúsculos que se pueden visitar sin que sea necesario cruzar la puerta de entrada. Follamos en la cocina, en el salón y en el dormitorio sin salir del mismo sofá cama. No había otra habitación; y allí mismo, agotados, nos quedamos dormidos con las persianas bajadas para evitar la luz del amanecer.
Ding, dong. Alguien llama al timbre de la puerta y me despierta. Vicky también se despereza. Cojo mi móvil para mirar la hora pero no consigo encenderlo. Mierda, se ha acabado la batería.
—Voy a ver quién es —me dice Vicky, que se pone las bragas, se levanta, se tapa con una bata roja con letras japonesas y va hacia la puerta mientras yo recupero mis calzoncillos bajo el sofá cama—. ¿Quién es? —pregunta.
—Soy yo.
Vicky abre la puerta antes incluso de que me dé tiempo a poner cara a esa voz. Entra Velasco mientras me hago pequeño sobre las sábanas con mis ridículos calzoncillos estampados. Vicky no parece ni incómoda ni sorprendida. Da un pico en los labios a Velasco, que la agarra del culo como si yo no estuviese delante.
—¿Qué pasa, periodista? Ya sabía yo que andarías por aquí.
—Yo… tío… ¿Cómo estás?
—Bien, tronco, bien. Venga, cuerpo escombro, vístete, que he quedado con el Alek. Te vamos a invitar a una barbacoa en un chalé de la sierra para celebrar lo bien que te portas. Te va a encantar.