La aséptica sala de interrogatorios tiene poco más que una mesa, un par de sillas y un espejo gigante en la pared. Es la segunda vez en mi vida que piso una comisaría para algo que no sea renovar el DNI. No soy precisamente un sospechoso habitual, pero lo del espejo ya me lo sé de las películas. Resulta inquietante imaginar si habrá alguien detrás, y cuando entra el inspector, el mismo tío con el que ya hablé hace unas semanas, después del tiroteo en la Premium, tengo la sensación de que no estamos solos. Intento tranquilizarme, en los últimos días veo fantasmas por todas partes.
—Periodista, ¿quieres un café?
No soy muy aficionado al género negro, pero el truco del poli bueno también me lo sé.
—No quiero café. Quiero hablar con un abogado y que me expliquéis qué hago aquí a estas horas.
—Va a ser solo un momento y no te hace falta ningún abogado. No estás acusado de nada. Siento las prisas, pero teníamos que hablar contigo cuanto antes por tu seguridad.
No he regresado a la comisaría por propia voluntad. Dos agentes de la policía sin uniforme pasaron por casa a las cuatro de la madrugada. Llamaron a la puerta, me sacaron de la cama y me dijeron que tenía que acompañarles, que eran de la Udyco, la unidad de drogas y crimen organizado de la policía. No me dieron otra opción. Les pedí ver antes sus placas, apunté los números y le dejé el papel a mi mujer con algunas instrucciones más: un pequeño protocolo de seguridad que he creado por si me pasa algo. Ella me dio un beso como si me estuviesen llevando a un paseíllo y me fuesen a fusilar. Yo la intenté tranquilizar, pero supongo que mi cara de susto no ayudó.
En el coche, un Peugeot anónimo, sin identificaciones policiales, me arrepentí de haberle dado ese papel a mi mujer: no quiero que mi familia pague por mis errores. Después de 20 minutos, llegamos a la comisaría de Canillas. Fue un alivio saber que de verdad me llevaban allí.
—Sabemos que un capo colombiano muy importante está en Madrid, un tipo muy peligroso. Le llaman don Benito y es el jefe de los narcos para los que trabaja Aleksander Kowalski, tu amigo el polaco —me dice el inspector.
—¿Alek? ¿Vais a por Alek? Pero si Alek no ha hecho nada. El peligroso de verdad es el loco de vuestro compañero, el cabrón de Velasco. ¿Es que estáis ciegos?
—Eso no es cosa nuestra, no somos asuntos internos. Y el polaco también nos da igual. Si tenemos a cuatro agentes de la Udyco haciendo turnos escuchando tu móvil desde una furgoneta para cubrirte las 24 horas no es para pillar a un macarra de discoteca.
—¡Pero cómo que no es asunto vuestro! ¡Joder!, ¡esto es un escándalo! ¡Fue Velasco el que se cargó al colombiano del piso de Tres Cruces!, ¡a Jorge Régula!
—¿Tienes alguna prueba de eso?
—Me lo ha contado Alek.
El inspector guarda silencio. Se rasca una ceja.
—Lo miraremos, pero lo del piso de Tres Cruces es lo de menos. Vamos a por los colombianos. Ese tío, don Benito, es peligrosísimo, periodista. No te haces una idea. Si lo cazamos aquí, hasta Obama nos hace la ola. Debes tener mucho cuidado en los próximos días. No salgas sin el móvil que te dimos bajo ningún concepto. La cosa puede ponerse muy fea.
—Y tanto que sí —murmura Velasco al otro lado del espejo.