Después de la primera caña en la plaza de Olavide tomaron otra, y otra más. Velasco no volvió a intentar disculparse y con eso bastó para que Alek aparcase por un rato su cabreo y se centrase en pulir con su antiguo socio los detalles del plan para recuperar la cocaína y arreglar el lío con los colombianos. Tras varios dibujos en unas servilletas y algunas cervezas más, se fueron a comer a un italiano. Velasco intentó ligar con la camarera, Alek le rio las gracias y hasta se ocupó de pagar la cuenta.
Hacía mucho que no trabajaban juntos, más de seis años desde que el polaco gigantón decidiese abandonar la mala vida. Los dos habían cogido algo de peso desde aquella época, sobre todo Velasco, pero seguían siendo la pareja de hijos de puta más peligrosa de todo Madrid. Alejandro Escalante, el puto pinche güey, el chavito de Sinaloa, pronto tuvo oportunidad de comprobarlo.
—¡Ya, ya, carajo, párenle ya! Están pendejos. La violencia no lleva a nada.
Escalante sangra sobre el suelo del contenedor, está temblando y respira muy deprisa. Tiene la nariz reventada, las muñecas y los tobillos atados con cinta americana. Está empapado de gasolina.
—Violencia, dice el tío. —Alek habla pausado, exagerando su acento polaco—. Mira, chavito. A mí también me parece que tú estás siendo muy violento con nosotros. Te hemos pedido un favor muy educados y fíjate cómo estamos. Por tu culpa, que eres muy testarudo.
A Escalante lo cazaron saliendo del gimnasio. Un colega de Velasco les había contado que iba todos los días por allí. Esperaron en la puerta hasta que el chavito salió, sudado después de las pesas y la cinta de correr. Era una calle tranquila, así que bastó con que Velasco se acercase por detrás, le apuntase con su pistola en las costillas, le agarrase del brazo y le dijese un educadísimo «hola, ¿te acuerdas de mí?» para que Escalante accediese a subir a la parte de atrás del todoterreno. Allí lo esperaba Alek, que se ocupó de atarlo y amordazarlo con cinta americana para que fuese calladito hasta ese contenedor abandonado, a cuarenta minutos de Madrid.
—Tronco, vamos a acabar esto ya, que estamos perdiendo el tiempo con este imbécil. Es tan gilipollas que prefiere morirse antes que decirnos dónde está la farla, hay que joderse —dice Velasco, que le pega otra patada en las costillas, se aleja dos metros y saca un Zippo del bolsillo.
—¡No, no! ¡No chinguen! —Escalante se retuerce en el suelo mientras ve cómo Velasco enciende el mechero—. ¡Ya, ya les suelto lo que quieran, pero párenle ya, por favor!
Es casi imposible que Escalante salga vivo de ese contenedor abandonado junto a unas obras inacabadas en Seseña y él también lo sabe. Alek y Velasco llevan guantes, pero no se han molestado en cubrirse la cara; nadie puede estar tan loco como para dar una paliza así a un chaparrito del cártel de Sinaloa y después dejarle ir sin más. Pero Escalante ya no es capaz de pensar con frialdad y confiesa dónde esconde la cocaína. Le aterra morir quemado, aunque el destino que le espera es mucho peor. Alek y Velasco cierran el contenedor con un candado y dejan al chavito dentro: a oscuras, atado y amordazado. Velasco regresará dos días después.