XXV
TÚ Y YO TENEMOS QUE HABLAR

Velasco llega tarde.

—Qué pasa, tronco, cómo estás.

«¿Que cómo estoy, pedazo de hijo de puta?», piensa Alek.

—Bien, estoy bien. Siéntate, anda.

Son las doce del mediodía en una de las terrazas de la plaza de Olavide, en Madrid.

—Un par de cañas, por favor.

Ayer la conversación telefónica fue tensa y eso que solo hablaron del sitio y de la hora. Ninguno se fía. Los dos han venido con su pistola. El camarero sirve las cervezas mientras Velasco juguetea con una aceituna, el muy mamón, como si no hubiese pasado nada. Hay un silencio incómodo, al menos para Alek, que se pone a mirar la plaza para comprobar que nadie los espía. La terraza está casi vacía a esta hora. Todas las mesas están libres salvo una, en una esquina. Dos señoras con pinta de oficinistas fuman mientras se toman el almuerzo: Coca-Cola light con pincho de tortilla. Desde la terraza, Alek también puede ver el parque infantil que hay en la plaza: niños blanquitos juegan en los columpios mientras sus chachas latinoamericanas, algunas de ellas de uniforme, charlan, pasando de los niños. No hay nada sospechoso en toda la plaza salvo ellos dos. Sigue el silencio un rato más hasta que Alek rompe el hielo.

—¿Dónde coño están los nueve kilos?

—Tío, te juro que yo no… —habla Velasco sin siquiera mirarle a los ojos.

—Para, Velasco, para. Mira, no sigas. No me jodas más, que ya somos mayorcitos —interrumpe Alek.

—Vale, vale. Lo siento, pero ya no los tengo. Se los vendí a un pinche güey, al chavito Escalante.

—Pues tenemos que recuperarlos.

—¿Y cómo coño quieres que lo haga? Ni siquiera tengo ya la pasta. Alguien me la robó el otro día. —Velasco hace una pausa y por primera vez mira a Alek a la cara—. Por cierto, ya me han dicho que un tipo con acento extraño llamó al 091 para avisar de dónde estaba. Gracias por salvarme el culo.

—¿Sabes ya quiénes eran esos tíos?

—Georgi el búlgaro y cuatro más: los macarras de las puertas de los garitos de la Isabel Duro, unos mierdas. Pensaban que aún tenía la coca y querían darme el palo.

Alek se queda callado mientras juguetea con la pistola en su bolsillo. Acaricia el gatillo. Bang, estás muerto. Fantasea con disparar mientras mira a su antiguo socio en silencio.

—Tío, lo siento —dice Velasco con voz compungida.

—Mira, que no —explota Alek—. Que ya te he dicho que no me jodas más con tus gilipolleces. Te lo voy a dejar clarito. Esta es la última putada que me vas a hacer en tu puta vida porque después de que lo arreglemos no quiero volver a verte nunca más. ¿Te enteras? Que tengas claro que si el otro día te salvé el culo es porque tengo que recuperar lo de los colombianos.

—Vale, todo claro. —Velasco respira hondo. Ya sabe de qué va la reunión—. ¿Y yo qué gano?

—Pues dos cosas, tío. Que no te mate y que no les cuente a los colombianos quién coño les jodió. ¿Te parece poco?

—Vale, genio. ¿Y qué coño les vas a decir entonces? ¿Que la coca se la llevó Maradona?

Alek ya lo ha pensado, se ha pasado toda la noche dándole vueltas. Es la clave para que su plan funcione.

—No te preocupes por eso, que ya sé quién se va a comer este marrón. ¿A que cuando te fuiste de juerga dando el cante no estabas solo?