Alek ha tenido una tentación: dejar a Velasco en manos de esos cuatro encapuchados tan simpáticos que lo han encerrado en el maletero de un Volvo, que ellos se ocupen de su venganza, pero da la vuelta y regresa al chalé. Alek se miente a sí mismo, intenta convencerse de que la verdadera razón por la que va a jugarse el tipo para rescatar de una muerte probable al mismo cabrón que le ha traicionado es que aún no ha recuperado la merca de los colombianos. Es una excusa ridícula: Alek sabe que su antiguo socio ya ha vendido los nueve kilos de coca. Ha contado los fajos de billetes que se llevó del escondite, debajo del cenicero de la chimenea: hay más de 300.000 euros, demasiado para Velasco. No hay nada valioso que rescatar del maletero de ese Volvo, pero no puede dejarlo ir.
Cuando llega al chalé, los encapuchados aún están registrando la finca. Alek se acerca sigilosamente hasta el Volvo e intenta abrir el maletero. Está cerrado, necesitará otro plan. Vuelve a su todoterreno y espera allí. Los encapuchados salen al rato del chalé. Abren el maletero y puede ver que Velasco sigue esposado en su interior. Se montan en el coche, arrancan. Alek los sigue.
A diferencia de Velasco, Alek no ha nacido para esto. No es nada personal, solo negocios; pero cuando lo personal se mezcla con los negocios, Alek siempre falla. Por eso nunca aceptó dar una paliza a un amigo cuando trabajaba como cobrador; de esos encargos se ocupaba Velasco.
—¡El mamón de Velasco! —exclama en voz alta mientras conduce su todoterreno tras el Volvo.
Hacía mucho que no pasaba por esa casa, pero la visita le ha hecho recordar aquella vez en la que el cabrón de Velasco le salvó la vida. Nada personal, solo negocios. Probablemente también lo hizo por puro interés: para demostrar algo, porque nadie en Madrid puede tener más huevos que él o porque sabía que no encontraría otro socio mejor en toda Europa. A saber. Lo bueno de Velasco es que es previsible, piensa Alek: es un cabronazo egoísta que siempre hará lo que más le convenga en cada momento y eso también tiene sus ventajas.
Alek tiene ya un plan para librarse del marrón de los colombianos, y el primer paso consiste en rescatar a Velasco. El Volvo llega a su destino: el garaje de un chalé en Alcorcón.
—¿Policía? Sí, llamo para denunciar el secuestro de uno de sus agentes. No es ninguna broma. Tome nota, que le digo el número de placa y la dirección exacta.
Alek da un par de detalles más para que quede claro que la llamada es en serio. «Los tipos que lo han secuestrado llevan un Volvo, apunte la matrícula también. Es la BDZ 234576». Cuelga el teléfono de la cabina y se aleja unos metros mientras espera el desenlace. La poli no tarda en llegar: dos Citroën Picasso con las sirenas en silencio. Llaman al videoportero. No hay respuesta. Los polis vuelven a insistir mientras uno de ellos telefonea con su móvil, intentando conseguir el permiso para poder entrar por las malas. No hace falta. A los pocos minutos, se abre la puerta del garaje y un tipo en una moto Honda y otros cuatro en el Volvo intentan huir. El de la moto consigue escapar. Va con el casco puesto pero Alek reconoce perfectamente esa Honda. Es un modelo tuneado, pintada con llamas: la CBR 1000 Fireblade de Georgi el búlgaro. Los del Volvo tienen peor suerte. Uno de los coches de la policía bloquea gran parte de la salida, el Volvo embiste con fuerza pero no tiene metros suficientes para coger impulso y abrirse camino, no puede salir. Los polis encañonan a las cuatro torres, los esposan y entran en la casa. Diez minutos más tarde, Alek puede ver a Velasco, con el albornoz ensangrentado, que entra por su propio pie en una ambulancia que acaba de llegar. La calle se ha llenado de curiosos y Alek se hace pasar por uno de ellos. Velasco lo ha visto, le mira a los ojos y hace un gesto con la mano, como si fuese un teléfono.
—Sí, mamonazo, tú y yo tenemos que hablar —murmura Alek.
La ambulancia enciende la sirena y arranca.