XXIII
EL MISMO LUGAR, LA MISMA HORA

La octava mañana después del asesinato de Jorge Régula, Alek también se levanta con resaca, pero ese día madruga, tiene algo pendiente en un chalé de Las Rozas. Coge su chupa de cuero, su pistola Tokarev, su chaleco antibalas y su todoterreno. A pesar de sus protestas, esta vez Ratón se queda en casa. En una venganza, el gato sobra.

Alek aparca en el cruce y camina doscientos metros hasta la puerta de la casa de Velasco, pero no llama al timbre. Conoce este chalé como si fuese suyo. Hace unos años pasó una temporada escondido aquí, viendo porno y jugando a la PlayStation hasta que se calmó aquel lío con el hermano de Isabel Duro. Sabe que una de las ventanas de la parte de atrás, la de la cocina, cierra mal, y también que Velasco es tan descuidado que seguro que no la ha arreglado. Bingo. Alek se cuela dentro del chalé mientras su involuntario anfitrión ronca en el piso de arriba.

La casa está tan desordenada como siempre, pero Alek sabe dónde buscar: la chimenea. Aparta las cenizas y los troncos a medio quemar y levanta una rejilla de acero haciendo palanca con el atizador. Debajo está el cenicero de la chimenea. Lo saca con cuidado para no hacer ruido y mete la mano en el agujero. Todo sigue en su sitio. En el fondo, hay un cajetín grande y alargado: el baúl del tesoro. Está lleno de fajos de billetes, pero no hay ni rastro de la coca. También hay munición de 9 milímetros y una pistola, una Glock 17. Es extraño: no es el arma reglamentaria de Velasco, que lleva siempre la H&K de la policía. Alek se guarda la pasta y la pistola, deja la chimenea como la encontró y sube las escaleras. Ahora viene la parte más difícil, la que le quita el sueño desde hace un par de días: tiene que conseguir que Velasco confiese dónde está la cocaína. No va a ser agradable para ninguno de los dos. Torturar a Velasco solo tiene una ventaja: que el gordo cabrón sabe perfectamente todo lo que le puede pasar si no habla. Normalmente no es el dolor, sino el miedo, lo que rompe a un hombre. El dolor está en la cabeza. También en la memoria. Alek mira la caja de herramientas, bajo el hueco de la escalera, y espera que Velasco tenga unos alicates y recuerde aquella vez que se emplearon a fondo con uno de los coroneles de la banda de los Florida, un rumano que había estafado a sus jefes y que no quería darles la combinación de la caja fuerte de su casa, un chalé en las afueras, por la carretera de Extremadura. Les costó todo el fin de semana, lo tuvieron encerrado en el sótano de su propia casa, esposado a una silla. Acabó con la cara tan amoratada e hinchada que desde entonces lo recuerdan con un apodo: el osito panda. El tipo tenía huevos. Pero lo que le rompió no fueron las hostias con el puño americano sino los alicates. Estuvieron tanto rato con el bricolaje que podrían haber terminado antes si hubiesen dedicado ese tiempo y las herramientas a la caja fuerte, o probando contraseñas al azar. Llevó un par de días pero, al final, el osito panda cantó.

Alek desenfunda su Tokarev mientras sube a la planta de arriba. Hay varias fotos enmarcadas, colgadas de la pared de la escalera, la herencia de una novia que vivió con Velasco hace unos años y que se empeñó en que la casa de Herman Munster pareciese un hogar de verdad. Velasco en el ejército, el día de la jura de bandera. Velasco en la Pedriza, subiendo por una pared. Velasco en los sanfermines, con el Tito, el Ivy y algunos borrachos más. Y Velasco con Alek, una foto de la que no se acordaba. Están los dos en una galería de tiro, posando con los auriculares para el ruido aún puestos y las pistolas en la mano, espalda contra espalda. Será de hace ocho o nueve años, los dos están más jóvenes, especialmente Velasco, que entonces también estaba bastante más delgado. «Cómo has cambiado, cabrón», se dice a sí mismo Alek, que deja atrás la foto, le quita el seguro a la Tokarev y llega al pasillo de la planta superior. Hay cuatro puertas, pero Alek se conoce la casa a la perfección. La de la derecha es la habitación de invitados, donde se refugió varias semanas cuando Jorge Duro le quería matar. A la izquierda está el baño y más allá otra habitación, donde está el ordenador. La del fondo es la habitación de Velasco. Aún se le oye roncar.

Ding, dong. El timbre de la puerta le sorprende en la entrada de la habitación. Alek se esconde en la habitación de invitados mientras escucha maldecir a Velasco, que sale de la cama, coge su pistola de la mesilla, se pone el albornoz y baja las escaleras. Las visitas no vienen a vender biblias. Por la ventana, ve cómo cuatro tipos encapuchados arrastran a su antiguo socio y lo encierran en el maletero de un Volvo. Alek no se queda a saludar. Baja corriendo por las escaleras y escapa por la parte de atrás de la casa, por la misma ventana por la que entró. Corre hacia la valla trasera de la casa, salta dos metros hasta otra calle, desde la que regresa al cruce. Monta en su todoterreno y sale a la autovía.

Diez minutos después, da la vuelta. Si Velasco tiene que morir, debe ser él quien lo mate.