Una semana después de que Velasco robara y asesinase a Jorge Régula, ocurrió lo inevitable. Tras siete noches presumiendo de coca y de billetes de cien euros por los peores garitos de Madrid, a la octava mañana las consecuencias llamaron a su puerta. Velasco vive en el chalé con el jardín más descuidado de toda la urbanización Los Peñascales, en Las Rozas. Es fácil de encontrar: es la única casa que no aparenta estar habitada por Ned Flanders. Más que un cortacésped, haría falta napalm y DDT para empezar. Tiene una piscina con el agua de color verde fairy en la que hace años que solo se bañan los mosquitos. También tiene una mesa y un par de bancos de jardín de piedra artificial que están tan deteriorados y con tantas hierbas alrededor que más bien parecen los restos arqueológicos de una vieja civilización.
Ding, dong. Velasco sale de la cama y baja a abrir con legañas en los ojos, la boca pegajosa y un aliento como si escondiese un hámster muerto bajo la lengua. No ve a nadie por la mirilla y, con la seguridad que le da su pistola en la mano, abre la puerta. Es un error. Las cuatro consecuencias, grandes como las torres de Chamartín, también van armadas y apenas un minuto más tarde, sin su pistola, esposado, con la nariz sangrando, amordazado, acojonado y vestido solo con unos calzoncillos y un roñoso albornoz azul, Velasco puede ver cómo sobre él se cierra el portón del maletero de un Volvo. El día no ha empezado nada bien.
Los cuatro armarios son minuciosos en el registro de las dos plantas sucias y desordenadas del chalé. Incluso peinan con una pértiga el fondo de la repugnante piscina verde. Mientras tanto Velasco suda, tiembla y espera: no hay otra alternativa. Está tan asustado que la resaca se le ha pasado de golpe. Su corazón late acelerado como el de un gato y el albornoz está empapado de sudor. Dentro del maletero el calor es criminal. «Piensa, Velasco, piensa», se dice a sí mismo mientras intenta tranquilizarse. Los cuatro asaltantes iban encapuchados: es una buena señal. Significa que aún es posible que salga vivo; si les hubiese visto la cara, no tendría esa opción.
La puerta del maletero se abre. Le quitan la mordaza.
—¿Dónde está la farlopa? —pregunta el más grande de los cuatro con acento del este. Velasco está acojonado pero no es gilipollas.
—Cómeme el rabo —responde, y se gana un puñetazo.
Mejor eso que confesar. Si les dice lo que quieren, su vida vale la mitad. El maletero se vuelve a cerrar y el coche arranca. Van a toda hostia, o eso le parece a Velasco, que sufre cada curva y cada bache en sus costillas. Ninguno de los ocupantes del Volvo lo sabe, pero un todoterreno los sigue desde el chalé. Una eternidad más tarde, el coche para al fin. Abren el maletero, están en un garaje.
—Ven aquí, gordo de mierda, que vamos a presentarte a un amiguete que te quiere saludar.