XIX
ARDE MADRID

Alek llamó al día siguiente para avisarme de que aún seguía vivo. Qué detalle. Ya no hacía falta que fuese a la policía para contarles que el tal don Benito, el único capo que aparece con nombre y apellidos en el último informe del Congreso estadounidense sobre narcotráfico, está escondido en una peligrosa selva de enanos de jardín en la urbanización Montepríncipe, Boadilla del Monte, Madrid. Que alguien avise a Obama: ya no necesita siete bases militares en Colombia. Mejor que mande un taxi con cuatro marines desde Torrejón, le saldrá más barato.

—¡Será por dinero! Vamos a quemar Madrid —me grita Velasco.

Yo también sigo vivo, por ahora. «Disfruta del momento, periodista». El pirómano Velasco pasó a buscarme por la redacción para tomar unas copas, «que con este calor no hay quien duerma». Son ya más de las tres. Voy en el asiento del acompañante de un Mercedes coupé descapotable conducido por un poli tarado que prepara dos rayas como gusanos de seda sobre una abultada cartera, curvada de billetes, mientras maneja el volante a 140 kilómetros por hora por la Castellana. Me pasa el turulo.

—¡Sonríe! —grita Velasco, mientras pega un acelerón para que salte el flash de uno de los radares de Castellana—. Mañana hablo con Tráfico y les pido la foto, fijo que has salido guapísimo.

Disfruta del momento, dice el psicópata. Y yo me aferro al reposabrazos como si colgase de él mientras calculo las probabilidades que tengo de salir vivo si chocamos a esta velocidad. Tira un dado: si sale cualquier número estás muerto.

—¿Te acuerdas de cuando me preguntaste por los conductores suicidas de la discoteca Chamán? —me dice Velasco.

—Sí, ¿por?

—¿Qué te apuestas a que llego desde aquí hasta Colón en dirección prohibida?

—¡Hijo puta!, ¡que nos matamos! Además, la gracia de esas apuestas es que las hagas conduciendo tú solo, no conmigo de copiloto.

—¡Mira que eres cagao!

Velasco me mira. Sonríe como el puto gato de Cheshire. Pega un volantazo y entra en el carril contrario, a la altura del puente de Juan Bravo. Hay apenas un kilómetro hasta la plaza de Colón, solo 30 segundos a la velocidad a la que vamos lanzados, pero mi sentido de la supervivencia entra en pánico y pasa a modo bullet time; cámara lenta, medio minuto eterno, mientras volamos a toda velocidad. Escucho chirriar los neumáticos de los coches que se apartan y frenan para no chocar contra nosotros y después el golpe que se da un Volkswagen Tiguan contra un Ford Fiesta al que arrolla al entrar en su carril para huir del nuestro. En el paseo de la Castellana, esta noche, a las tres de la mañana, ha quedado en evidencia qué papel le toca a cada cual. En este juego de la gallina, Velasco ha dejado claro a todos los que vienen en la buena dirección que está más loco que nadie y que tienen que ser ellos quienes se aparten porque él no va a ceder. El gordo cabrón grita como una sirena, algo como un «yuuuuu» mientras yo me aferro al cinturón de seguridad; como si a esta velocidad me fuese a salvar de un choque frontal. Al fin llegamos a Colón, vamos a una discoteca que está detrás de la Biblioteca Nacional. Velasco hace un trompo y aparca en doble fila. Los gorilas de la puerta se llevan la mano a la oreja y alguien desde el otro lado del pinganillo les dice que ni se les ocurra tocar al colgado de Velasco, que es un secreta. Subimos al reservado.

—¡Champán! —grita el nuevo rico mientras se pone otra raya.

Aún no soy consciente de dónde sale tanta pasta y tan buena coca. Creo que fui el último de todo Madrid en enterarme.

—Periodista, tenemos que hablar.

—¿Tenemos que hablar? ¿Qué pasa, vas a cortar conmigo? —bromeo mientras me agarro a mi móvil.

No me ha gustado la cara de Velasco al decir esa frase. Espero que el policía que está escuchando a través del teléfono no se haya ido a mear.

—Pues mira, justo va de eso. Conmigo no vas a cortar, carnal. Pero como vuelvas a tocar a la Vicky, te parto las piernas con una barra de plomo. Hazme caso, esa chica no te conviene.