XVIII
LA ESTUPIDEZ

Alek se equivocaba. Fue Velasco quien se la jugó, quien se cargó a Jorge Régula, quien se llevó los nueve kilos de coca y los 40.000 euros y quien llamó a la policía en cuanto vio a Alek entrar en el edificio de Tres Cruces. Velasco no sabía dónde sería la operación, pero tenía un nombre y los contactos suficientes como para completar la información. Un amigo del CNI le consiguió el número de vuelo de Régula y los datos de su pasaporte. Otro colega del aeropuerto le pasó la matrícula del BMW que había alquilado en Barajas. Bastó con esperar en el aparcamiento y seguirlo tranquilamente con una moto desde allí.

Solo dos cosas fallaron en el plan de Velasco. La primera, que Alek se escapó de la encerrona. Si le hubiesen detenido en el piso de Tres Cruces, con el cadáver caliente, hasta los colombianos habrían pensado que Alek había matado a Régula. La coca y la pasta no aparecerían en el atestado policial, pero tampoco sería la primera vez que la poli se queda con el botín, nadie habría sospechado nada raro en el cártel del Norte del Valle. A Alek le esperaría la cárcel y alguien se lo cargaría allí dentro en memoria de Jorge Régula. Descansen ambos en paz. Fundido a negro. Fin.

El segundo error de Velasco fue más difícil de evitar: era su propia naturaleza, su manera suicida de actuar. Si Velasco hubiese sido un poco menos estúpido, nada de esto habría pasado. Alek habría muerto esa misma tarde con los colombianos y yo seguiría vivo. No era tan difícil, lo más complicado lo había hecho ya. Le habría bastado con esconder los nueve kilos de cocaína unos meses hasta que todo se calmase. Pero no: a pesar del primer error, Velasco se siente infalible, seguro, intocable tras su placa de policía. Va sobrado, como esos soldados veteranos a los que la muerte siempre roza pero nunca mata, los que se lanzan contra la trinchera enemiga gritando «banzai». El tarado de Velasco se cree inmortal, como los supervivientes de un accidente de aviación. Siempre se apuntará a un bombardeo. En el papel de bomba, a ser posible.

Los estúpidos son imprevisibles, por eso siempre se les subestima. La estupidez kamikaze de Velasco nos explotó en las narices unos días después, cuando aún no habían pasado ni tres días desde que matase a Jorge Régula. El muy imbécil habló con el chavito Alejandro Escalante, uno de los mexicanos del cártel de Sinaloa, para venderle los nueve kilos de cocaína. «Qué onda, compa. Deja que pregunte si interesa allá y ahorita hablamos. Mañana mismo te digo el precio». A diferencia de Velasco, el chavito Escalante no era ningún estúpido. Pasó de los suyos, porque sabía que habría menos comisión, y se fue a platicar con Isabel Duro, la dueña de la sala Colt. La Duro le dijo que bueno, que a cuánto, que sí, que tal vez. Y como ella era colega de los búlgaros y nueve kilos son muchos kilos, preguntó a Georgi si quería la mitad. Georgi respondió que vale. Pero que a 25.000 el kilo como mucho. La Duro llamó al chavito, «que ok», mientras Georgi empezó a preguntar para colocar el kilo «a 35.000, que está sin cortar». Tres horas después, Georgi el búlgaro pasó el recado a los colombianos del Norte del Valle: que si querían cinco kilos de coca a 35.000, que si interesaba podía conseguir hasta nueve kilos de la misma partida, que es muy pura, que es de primera calidad.

—Nueve kilos, dice. Pues ya es casualidad.

Don Benito baja al sótano.

—Suéltenlo, que el man está diciendo la verdad.

Y sobre Alek se abre el cielo, aunque ahora mismo, después de tantas patadas en la boca del estómago y tanto tragar agua en la bañera, ya no sabe distinguir entre el arriba y el abajo. Lo agarran de los hombros, lo ponen erguido, le quitan las esposas.

—Te la voy a dejar facilita: tenés dos semanas para recuperarme el polvo. Hablate con el pirobo de Georgi el búlgaro, que acaba de llamar pa’ ofrecernos nuestra propia merca. Averíguate quién se bajó a Jorge Régula, recupérame la merquita y le pasás la cuenta al malparido ese. Y que no se te olvide: dos semanas, papito. Ni un día más.