Nunca llegué a enterarme de lo que pasó al final con el cadáver del viejo. Alek nunca me lo contó. Supongo que volvería unos días después a la casa de Tres Cruces para poder enterrarlo en otro sitio donde se pudiese pudrir a gusto. O puede que lo dejase ahí, a 40 grados sobre la moqueta, y que nadie lo echase de menos a pesar de ese hedor que, día tras día, debió de apoderarse del pasillo del sexto piso. ¿Cuánto tarda un cadáver en apestar un edificio?
Lo busqué en Internet y hay casos de ancianos que se mueren solos en casa y que pasan más de un mes pudriéndose hasta que alguien se entera por el olor. Durante el resto de agosto revisé los periódicos para ver si decían algo del viejo. No vi nada. Tal vez lo encontraron en septiembre, aunque para entonces ya daba igual. Para entonces yo también estaba muerto.
Del otro cadáver, del colombiano Jorge Régula, sí se supo mucho más. La peste de su muerte atufó los telediarios al día siguiente. A diferencia del tiroteo de la Premium, que apenas se llevó un par de breves, el crimen de la calle Tres Cruces fue como agua de mayo para el aburrido agosto de las televisiones. Era el tercer asesinato en pocas semanas relacionado con las drogas: dos colombianos a tiros y un mexicano torturado, desangrado en una alcantarilla. Los medios relacionaron los tres casos y los convirtieron en un titular. «Guerra de bandas de narcos», decían, mientras especialistas salidos de no se sabe dónde teorizaban sobre la delincuencia organizada en Madrid.
Yo tuve la exclusiva de la muerte de Jorge Régula un día antes de que el asesinato invadiese las pantallas. Si no fuese por ese micrófono en mi teléfono móvil, ese pequeño detalle que me convierte en un soplón policial, hubiera sido el primero en dar la noticia. Como siempre, la prensa libre e independiente llegó tarde y encima lo contó mal. Hay una teoría que dice que, siempre que conoces un hecho porque eres protagonista o porque lo has visto de cerca, lo normal es encontrar una media de tres errores en cualquier información publicada sobre ese asunto. Por corto que sea el texto, siempre hay tres errores cuando lees algo de lo que sabes y que no te lo tienen que explicar. La teoría de los tres errores es una de las causas por las que nadie cree ya en los periódicos: el lector, que en esa ocasión sí conoce la verdad, se pregunta, con razón, cuántos otros errores habrá en esas otras noticias de las que ni sabe ni puede contrastar; cuántas mentiras le cuelan cuando le explican lo que pasa en La Moncloa, en la Bolsa de Madrid o en la invasión de Libia. La noticia sobre el asesinato de Jorge Régula también tuvo tres errores: el becario que firmó la información puso mal la hora, el lugar y hasta el nombre del muerto. Según mi periódico, un tal José Recula fue asesinado a primera hora de la mañana de un disparo en el portal de su edificio, cuando salía a desayunar. El texto pasó por mis manos, por la mesa de cierre. Dejé los tres errores sin corregir, no quería dejar pista alguna en la redacción sobre lo que sabía de la fauna y flora de la Premium.
Alek no vino a trabajar esa noche y Velasco, cara larga, no paró de salir a la puerta de la Premium para hablar por el móvil. Fue él quien me lo contó.
—Joder con el Alejandrito. Se ha metido en un lío de cojones.
—¿Lo han detenido? ¿Le ha pasado algo?
—Que yo sepa no, aunque no me coge el teléfono. Pero el colombiano al que tenía que robar está muerto.
—¿Lo ha matado? Pero ¿por qué? ¿No tenía que robarle sin hacerle nada?
—No, si Alek no ha sido, fijo que no. Me cuentan en la comisaría que al colombiano se lo han cargado con una nueve milímetros, y él no gasta esa munición. Alek lleva una Tokarev de puta madre, calibre 7,62. Puede atravesar un chaleco antibalas.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque esa pistola se la regalé yo.
Días después, descubrí que había otra razón de gran calibre por la que Velasco estaba tan seguro de que Alek no había matado a Jorge Régula.