XV
MIAU, MIAU

Alek no tendría que haber matado al viejo histérico. Ha sido una estupidez. Con un buen golpe en la cabeza habría bastado para que se callase. Ya tenía suficientes problemas como para sumar un asesinato a la lista. El edificio está lleno de polis. Han vuelto a llamar al timbre mientras Alek aguantaba la respiración y el puto gato maullaba junto a su amo degollado. No han insistido más y él ya lleva dos horas así, noqueado, sentado en el suelo, en penumbra, con la espalda apoyada en la puerta del piso y la pistola Tokarev en la mano.

La casa es pequeña y está vacía. El viejo vivía solo con el gato, que ahora está mordiendo los dedos de los pies al cadáver, a ver si así despierta. Pobre animal. Alek se quita un guante y rasca al minino detrás de las orejas. Es casi un cachorro, pelirrojo, patilargo y desgarbado. Ronronea y frota su cabeza contra la manaza del asesino. «Si salgo de esta, te prometo que tú te vienes conmigo. Te voy a llamar Ratón». Alek coge al huerfanito, es poco más grande que su mano. Se levanta del suelo y revisa otra vez el piso mientras acaricia la barriga de Ratón; le tranquiliza.

El apartamento limita al norte con un patio interior minúsculo e impracticable, lleno de aparatos de aire acondicionado; al este con la calle Tres Cruces, abarrotada de coches de policía; al sur con una pared y al oeste con el rellano contiguo al escenario del crimen, al apartamento donde alguien mató a Jorge Régula. Alek lleva más de dos horas escuchando a la poli interrogar a los vecinos del edificio. «El 6º D lo lleva una agencia», cuenta uno de ellos. «Lo alquilan por semanas a turistas. Casi siempre extranjeros que quieren conocer Madrid. Tienen otros dos apartamentos más en el bloque, el 5º A y el 3º B».

También sabe que ya han identificado al colombiano, encontraron su pasaporte en una bolsa de mano.

—Un ajuste de cuentas —dice uno de los polis.

La frase le tranquiliza. A ojos de la Policía, el difunto Régula es casi tan culpable como su asesino. Es viernes y no tardarán mucho en largarse de allí.

Alek prepara su coartada: una bolsa de basura. Mete en ella el chaleco antibalas, la pistola y el cuchillo. Se asoma otra vez a la ventana que da a Tres Cruces, son casi las dos de la mañana y ya no se ven coches patrulla allí abajo. El pasillo también parece despejado. Guarda a Ratón en el bolsillo de su chupa de cuero. Coge la bolsa con su basura y las llaves del piso. Sale del apartamento. Respira hondo. Seis pisos más abajo está la noche, la libertad.

Los escalones se hacen eternos. Alek no llama el ascensor ni enciende la luz porque se ha quitado los guantes y prefiere no tocar nada sin ellos. No hay nadie en la escalera y al fin llega al portal.

—Hola, buenas noches —le dice un policía que le abre la puerta de la calle—. ¿Le han tomado ya declaración?

—Buenas noches, agente. Sí, ya he hablado con un compañero suyo.

—¿De qué piso viene?

—Estoy en el 5º A —improvisa Alek—. Lo he alquilado por dos semanas a una agencia mientras busco algo más permanente, acabo de mudarme a Madrid.

—Muy bien, gracias.

—Gracias —responde Alek, mientras cruza el umbral, justo en el momento en el que el gato comienza a maullar.