XIV
LA HUIDA

A Alek solo le quedan unos pocos segundos para decidir qué hacer. Lleva una pistola en la mano, un pasamontañas y un chaleco antibalas bajo una chupa de cuero en pleno agosto. Tiene un pasaporte polaco caducado, entrenamiento militar, un cuchillo dentro de la bota, una sirena de policía sonando en la calle y un cadáver calentito con una enorme herida de bala en la cabeza a dos metros de su punto de mira. También tiene la certeza de que él y su pistola serían declarados inocentes en una prueba de balística porque él no disparó, de eso está seguro; pero no piensa quedarse para explicarle a la policía que esto no es lo que parece.

La policía. El sonido histérico de la sirena le recuerda que ya ha gastado cinco segundos y que aún sigue ahí, mirando la mueca idiota de Jorge Régula al morir. La muerte, qué hija de puta. Alek, te presento a Jorge Régula. Jorge, te presento a Aleksander Kowalski. Jorge, no te molestes en levantarte, que para eso tú estás muerto. Alek se ríe de su propio chiste y baja la pistola. Le entra vértigo por un segundo y se apoya en la pared. «Joder, joder, joder».

La sirena ni se acerca ni se aleja, así que ya están aquí. Alek reacciona al fin. Sale del apartamento, se asoma por el hueco de la escalera y ve a dos polis que suben a pie, sin esperar el ascensor. Tiene suerte: ellos no le han visto. Pero su suerte termina ahí. El sexto piso es el último. No hay más, y sus segundos se acaban.

Alek oye un ruido a su espalda, se gira y apunta. Desde el momento en el que cruzó la puerta del piso de Régula no ha guardado su pistola. Un vecino asustado, un cotilla de rellano, tiembla frente al cañón de su Tokarev con la puerta de su casa entreabierta, la puerta del paraíso. Alek avanza hacia él, le amenaza con el arma, hace un gesto con el dedo para que esté calladito y entra en el piso mientras cierra la puerta sin mirar atrás, sin hacer mucho ruido.

El vecino está cagado. Él y su gato, que maúlla detrás de los pantalones de su pijama. Las paredes son de papel y tras la puerta se escucha la conversación de los polis, que ya están en el sexto. «Fijo que es una falsa alarma, y ya van tres hoy». Alek no deja de mirar a los ojos del vecino entrometido, que se está meando en los pantalones mientras en voz baja dice: «Por favor, no me mates». Alek está casi tan nervioso como él; no baja la pistola y con el índice de la mano izquierda vuelve a hacerle un gesto para que se calle, joder.

La poli ya ha descubierto a su amigo el colombiano. Los oye pedir refuerzos por radio. «Esto va en serio, tenemos un cadáver, un muerto por arma de fuego. Hay que bloquear la calle y registrar el edificio. Nos acaban de llamar hace dos minutos y es probable que el asesino siga por aquí. Hemos encontrado en el ascensor una mochila con dos cargadores de pistola dentro».

Alek saca el cuchillo de su bota. Llaman a la puerta de la casa mientras el meón entrometido sigue mascullando que no le mate, que no le mate. Como si le dejase alguna otra opción con el ruido que está haciendo.