Hay otro motivo por el que no me he largado de la Premium: Vicky, la camarera de la barra del fondo. Sé que no me creerá, pero fantaseo con la idea de decirle algún día que me quedé por ella, que importó más que las presiones de la policía o la posibilidad de escribir el reportaje de mi vida: 31 noches, la historia de un infiltrado, por el infiltrado. Infiltrado, me gusta la palabra, aunque seguro que Velasco prefiere usar soplón, chivato, puto soplón o chivato de mierda. Mi nuevo teléfono móvil graba todos mis pasos y transmite todas mis conversaciones. La poli me ha prometido que siempre habrá alguien cerca, preparado para rescatarme. Espero que sea verdad, que no pase nada justo cuando el poli se vaya a mear. Aunque también hay veces que yo mismo lo desconecto. Sé que hago mal, pero prefiero correr ese riesgo a que mis conversaciones con Vicky aparezcan en un sumario judicial. No me quiero ni imaginar los chistes del poli que me está escuchando mientras estoy con ella en la barra o, peor aún, la cara de mi mujer leyendo la transcripción de las cintas.
—Te queda bien el ojo morado.
—Gracias, guapa, pero no hace falta que me mientas. Te voy a dejar propina igual.
—Gracias. Te lo compensaré.
—¿Te pondrás tus gafas de empollona para mí? Ayer me prometiste una cosa.
—Claro —se ríe—. Ya sabes que yo soy una chica de palabra.
Vicky me guiña un ojo. Se gira y se va a poner otra copa a un cliente. La miro alejarse por la barra y no puedo evitar una erección pensando en su promesa, en el SMS que me mandó: «Mañana te la voy a chupar vestida solamente con mis gafas de empollona». Me trae fogonazos de la primera noche, con ella en su casa, de la primera vez que la vi desnuda, de cuando descubrí su tatuaje en el culo, un pequeño caballito de mar en su nalga izquierda. Me acuerdo de lo guapa que estaba bajo el agua de la ducha a la mañana siguiente y de cómo volvimos a follar al levantarnos, antes de desayunar. Fue unos días antes del tiroteo. Volvió a pasar dos noches más y otra vez en los baños para empleados de la Premium, con ella apoyada sobre el retrete, con el vestido por encima de la cintura y sus bragas por debajo de las rodillas, mientras yo agarraba sus caderas y daba las gracias al cielo por mi suerte, por tanta felicidad.
Si algún día esto acaba delante de un juez, en un divorcio o en custodia compartida, en mi defensa diré que fue ella la que me ligó. Yo habría sido incapaz y aún hoy no sé explicar qué fue lo que hice bien. Supongo que fue por aburrimiento o por eliminación: era el único habitual de todo el local capaz de aguantar una conversación de más de diez minutos sin mirarle las tetas ni soltar un hilillo de baba, el único de los que pedían en su barra que no la trataba como si fuese un peluche ni como si fuese una yegua, el único de toda la Premium que lee textos más largos que las instrucciones de las sopas de sobre.
El primer día que hablé con ella más de dos minutos fue por culpa de un libro. Era un miércoles temprano y la sala estaba vacía. Vicky esperaba sentada en una silla alta, detrás de su barra, leyendo un libro forrado en papel de estraza con unas gafas de empollona que no pegaban nada ni con su minifalda ni con su escote provocador.
—¿Me pones una birra?
—Claro. ¿Una caña?
Asentí mientras Vicky dejaba las gafas y el libro sobre la barra para servirme la cerveza.
—¿Qué estás leyendo?
—¿Te importa mucho?
—Ten cuidado con ese vicio, que como te vean leyendo por aquí van a llamar a la poli. ¿Me lo dejas ver? —Y sin esperar su respuesta agarré el libro y fisgué bajo el papel de estraza. Era la dieta Dukan ilustrada, con recetas y fotos de los platos. Vicky se ruborizó, se abalanzó sobre mí y me quitó el libro.
—¡Vete a la mierda!, ¡no seas cotilla!
Me reí. Vicky necesita una dieta tanto como Velasco necesita más mala hostia.
—¿De verdad quieres adelgazar? ¿Tú te has visto? No te sobra nada de nada.
—Eso a ti no te importa. Pero, ya que preguntas, ¿de verdad crees que no me hace falta? —respondió mientras se llevaba las dos manos a la cintura.
—Definitivamente, no. ¿Me dejas el libro? A mí me vendría algo mejor que a ti. Además, hace mucho que no leo uno con dibujos.
—¡Qué idiota!, no te hagas el listo conmigo.
—No tengo intención. ¿Te gusta leer?
—Sí, claro —respondió Vicky. Más tarde supe que me mintió. En su casa aquella noche descubrí muchos más zapatos que libros, pero para entonces ya me daba exactamente igual.
Aquella noche hablamos durante horas. Había poca gente en la Premium y ella no tenía nada mejor que hacer. Me contó que quería ser actriz y que curraba de camarera para pagarse la escuela de interpretación. Me preguntó por mi trabajo. Ahí mentí yo, o al menos exageré con ese discurso heroico del contrapoder de la prensa, del apostolado de un oficio sacrificado y vocacional, de la responsabilidad social del periodista y bla bla bla. Por una vez no me quejé del naufragio de una redacción que ya lleva su tercer ERE en cuatro años, que paga mejor al informático que engaña a Google que al redactor que trae las noticias, que achatarra a los periodistas de los que aprendí y los sustituye por becarios que nunca tendrán a nadie que les pueda enseñar. No le expliqué que los editores de prensa antes vendían periódicos y ahora compran lectores, regalando patinetes, camisetas, películas o cursos de inglés en CD (cualquier cosa, salvo algo de leer). No le hablé de mis penurias en la mesa de cierre, sino de mis mejores años como reportero de local: de cuando hice dimitir al concejal de Urbanismo porque publiqué que un constructor le había regalado un chalé del tamaño de un centro de salud; o de la vez que rastreé la historia de unos mellizos robados al nacer en una clínica, dos hermanos separados y vendidos a distintas familias, a cuya verdadera madre solo pudieron conocer cuarenta y dos años después de que ella los diese por enterrados en un ataúd vacío. No sé si fui pedante o lacrimógeno, probablemente ambas cosas a la vez. Tal vez fue solo que por un momento logré la lástima de Vicky o su admiración. A la salida de la Premium me preguntó si quería compartir un taxi, le dije que sí; luego dijo de tomar la última en un after que conocía y también dije que sí. Después de besarnos como adolescentes borrachos mientras nos metíamos mano en un portal, me dijo que nos fuésemos a su apartamento y volví a decir que sí, que por favor, que no parase, que la adoraba, que era increíble y que no aguantaba más, que me iba a correr.
—Deberías hablar con Alek, me tiene preocupada —me dice Vicky mientras sigo imaginándola desnuda, de rodillas en el borde de su cama, con sus gafas de empollona, solo para mí.
—¿Yo? ¿Por qué?
—Porque es tu amigo y está muy agobiado. Ayer estuvo el colombiano ese tan siniestro. Les escuché un rato, es tan machista el tío que ni le cortó que estuviese yo al lado, como si fuese una planta. Le pidió a Alek que robase un piso donde hay un alijo de coca. Pero debe de ser algo muy chungo, porque el tipo al que tiene que robar es de los suyos. No sé, no me mola nada.
No sé qué habrá visto Vicky en mí y sé que me traerá problemas. He contado en casa que me han encargado en el periódico una gran historia de investigación, de narcotráfico en los bajos fondos, y que por eso hay varios días que no podré llegar siquiera a dormir. «Entiéndelo, es mi gran oportunidad para salir de la mesa de cierre», he mentido a mi mujer. De momento ha colado, pero sé que la excusa no puede durar. Dipsómano, depresivo y divorciado: voy lanzado a por mi tercera medalla, mi tercera letra D. Pienso en los niños y ni siquiera así consigo que se me pase la erección. Salvo su culo tatuado, todo me da igual. Nunca antes había tenido la oportunidad de meter la pata así, en estéreo, a lo grande, como lo hice por Vicky.