El poli me da una bolsa de hielo. Me la pongo en el ojo mientras él enciende la grabadora, abre su libreta y empieza a preguntar.
—¿Nombre?
—Periodista.
—¿Profesión?
—Periodista.
Estoy en una de las comisarías del centro, son las seis de la mañana. Norberto está muerto y Alek ha tenido suerte, porque la bala solo le rozó una oreja. Velasco me ha visto hace un rato, cuando entraba en la comisaría. Me ha dado un par de palmaditas en la espalda, qué cachondo. Tengo un ojo morado pero mi herida no es heroica. Estaba en la puerta cuando todo pasó, en primera línea, acompañando a Alek, que había salido un rato para preparar la cola. Eran ya casi las dos, cerca de la hora punta, cuando el resto de los garitos cierra y la gente comienza a gotear. Los mexicanos aparecieron derrapando en un BMW M3. Creo que eran tres o cuatro, no me fijé bien. Desde el coche, empezaron a disparar. Yo me tiré al suelo, la gente empezó a gritar y una imbécil de la que solo recuerdo su tacón me golpeó el ojo en plena estampida.
—A ver, cuénteme qué paso.
Durante un segundo estoy tentado de decirle la verdad. Que los mexicanos no tuvieron bastante con destrozar la Chamonix, que el puto pinche güey de Sinaloa ha decidido que Madrid es demasiado pequeño para que los colombianos respiren el mismo aire contaminado que él, que puede que me haya perdido algún capítulo de la espiral de venganzas que arrancó cuando los chicos de Alek apalearon al chavito en el burdel, pero que a mí no me engañan más con eso de que la derecha hace de esta ciudad un lugar más seguro. Que una puta mierda. Que les den mucho por culo. Que perdone mi lenguaje, pero es que estoy histérico porque esta noche casi me matan, pero que lo que más me asusta ahora es el tarado de Velasco y su placa de policía. Que ya es casualidad que Velasco estuviese en el baño justo cuando llegaron los mexicanos; que llevaba casi media hora allí y estaba a punto de ir a buscarle por si se había caído dentro de una montaña de cocaína, como Tony Montana en Scarface. Que el puto gordo cabrón de Velasco no salió hasta que los disparos habían terminado. Que Norberto llevaba una pistola. ¡Una pistola, joder! Que de pequeño mis padres ni siquiera me dejaban jugar con pistolas de plástico y que los disparos de esta noche son los primeros que escucho en mi vida. Que la gente salió corriendo y aquello no fue una matanza de puta casualidad. Que Norberto se cubrió detrás de la puerta y empezó a responder a los disparos. Que hirió a uno antes de que le reventaran la cabeza. Que Alek se acordaría del rapaz, o yo qué sé, y empezó a disparar con la pistola de Norberto cuando el flaco cayó. Que no me olvido de la cara de Norberto, con un ojo colgando y medio cerebro fuera. Que no me olvidaré de esa puta imagen jamás. Que me he meado encima. Que empecé a vomitar. Que Alek siguió disparando y le tuvo que dar a otro porque los mexicanos se largaron en su coche a tanta velocidad como latía mi corazón. Que aún no se me ha pasado la taquicardia y ni siquiera me duele el ojo; que se puede meter la bolsa de hielo por el puto culo.
—No sé, señor agente. No lo recuerdo muy bien. Estaba muy oscuro y me asusté tanto que no me fijé mucho.
El policía me mira en silencio durante unos largos segundos, suelta el bolígrafo, apaga la grabadora, se levanta y cierra las persianas de la habitación. Me ofrece un cigarro. Acepto. Me lo enciende.
—Está bien, vamos a empezar otra vez. ¿Qué coño ha pasado en la Premium entre los mexicanos y los colombianos?