Aleksander Kowalski fue un inmigrante olímpico. Llegó a España en el verano de 1992, en el año de los juegos. Viajó a Barcelona desde Varsovia en un autobús lleno de aficionados; 30 horas de carretera para que España ganase la final de fútbol a Polonia por 3 a 2. Aunque eso no fue lo peor. Alek vio el partido desde un bar, como el resto de la expedición. Les habían vendido unas entradas falsas y no pudieron entrar en el estadio. El autobús de vuelta tampoco apareció y Alek, entonces 25 años, decidió quedarse unos meses para probar suerte. La suerte tardó en llegar, pero Alek nunca regresó.
—Es que aquí sois la leche, periodista. La leche de país. Llevo 16 años trabajando en discotecas y ahora me hacéis pasar un examen. ¡Un examen!
»Y ahí nos tienes a todos en los pupitres, a los más malos de toda la noche de Madrid. El Chino, el Bernie, el Beto, el Salva, el Pablo, el Uñas, el Panata… todos allí, muertos de sueño, porque el examen era un sábado por la mañana y la mayoría veníamos de currar. Los más macarras pasaron todos y ahora ganan más pasta porque hay menos competencia. Y se ha quedado sin carné la poca gente profesional, los mejores tíos.
—Pero tú tienes carné, ¿no? —le replico bromeando—. Tampoco sería tan difícil si te lo sacaste tú.
—Sí, joder, tú ríete. Yo me lo saqué pero la mayoría de los que curran conmigo no. Y no veas cómo son ahora con las multas. Una pasta, me va a costar una pasta la mierda esta. Y ya es la tercera vez, joder.
Conocí a Alek hace casi dos años, cuando escribía para el periódico un reportaje sobre el carné de manipulador de borrachos que se inventó el Gobierno de Madrid después de que un gorila se cargase a un crío de una paliza. Alek consiguió aprobar, pero el examen aún le persigue. Esta noche la poli ha estado en la Premium y uno de los porteros no estaba titulado. Al dueño de la discoteca le tocará pagar una multa, aunque la pasta no la pondrá él. Es Alek quien se responsabiliza de sus chicos, así que saldrá de su dinero. Alek lleva toda la noche lamentándose.
—No te quejes tanto, joder —interrumpe Velasco—. Si quieres, hablo con la comisaría y te arreglo lo de la puta multa.
—¿Y cómo lo vas a hacer? —pregunta Alek.
—Ya veré cómo lo apaño, algo se me ocurrirá. Les diré que eres un soplón y que ya me devolverás el favor.
Aleksander Kowalski lleva 17 años en España, 16 años largos en la puerta de una discoteca. En Varsovia estuvo en el ejército y después trabajó en una fábrica de coches de la marca FSO, en la línea de montaje tres, en pintura del Fiat Polski 125P: un modelo italiano que al otro lado del muro dejó de fabricarse en 1982 y que en Polonia estuvo en producción hasta 1991. Ese mismo año, el gobierno de Lech Walesa privatizó la fábrica de la FSO, la compró Daewoo. Los coreanos llevaron tecnología y echaron a la mitad de la plantilla; la producción se triplicó y los costes se dividieron por seis. Alek fue de los despedidos. Estuvo unos meses sin trabajo hasta que la derrota olímpica le dejó varado en Barcelona, sin saber hablar una palabra de español. «¿Te das cuenta? Era un polaco en Cataluña», ironizaba cuando me contó su historia, supongo que después de que tantos otros antes que yo le hubiesen gastado esa misma broma sobre su situación; no sé cuánto tiempo tardaría el pobre Alek en pillar el chiste. Otro de los náufragos de aquella expedición olímpica, un amigo que después de un par de meses se volvió, conocía a una chica polaca que se había casado con un español y vivía en Hospitalet. La chica tenía un hermano. El hermano curraba en la puerta de una discoteca. Allí había trabajo para un gigante como él. No hacía falta hablar ni español ni catalán.
Del comunismo de la pintura y la línea de montaje del Fiat 125P, pasó al capitalismo más extremo: el del mundo de la noche. Alek sabe que allí las deudas siempre se pagan y que las peores son aquellas que no tienen precio, las que nunca sabes cuánto te van a costar ni cuándo te las van a cobrar. O al menos eso imagino yo, mientras le veo dudar.
—Bah, déjalo, que al final me vas a meter en un lío aún más gordo —responde Alek.
—Como quieras, tronco, pero deja ya de quejarte, joder. Por cierto, hablando de quejas, que me dicen los colombianos que a ver cuándo te pasas a saludar y les explicas lo de tu colega del Chamonix.