III
VELASCO

Una noche Alek ganó 18.000 euros. No pudo dormir. Al día siguiente decidió cambiar de vida porque pensaba que era demasiado fácil como para durar siempre. Probablemente tenía razón.

Alek es sensato y no presume de su dinero. Velasco no puede evitarlo; casi parece que lo que de verdad le mueve no es la pasta, sino el poder contarlo, como el sexo en la adolescencia. En la nómina de Velasco pone que gana 1687,25 euros brutos, 1340,90 euros netos al mes. Lo he buscado por Internet en las tablas salariales de la Policía porque Velasco es incapaz de acordarse, yo creo que ni mira la cuenta corriente. Nunca le he visto sacar dinero del cajero ni tirar de tarjeta, por mucho que se alargue la noche. Siempre lleva fajos de billetes sujetos con una pinza de metal, como si fuese un constructor. En las últimas semanas, le he visto llegar en una moto deportiva, en un Mercedes descapotable y en un Porsche Cayenne. También los pasea por la comisaría. Nadie pregunta.

Yo tampoco pregunto demasiado por esas cosas. Al menos no se lo pregunto a él. Con Velasco aprendí que era mejor así el día en que Alek me lo presentó, unos meses atrás, en una de esas noches que te dan las mil y que no puedes recordar del todo bien. A primera vista me pareció un gañán, un gordo con poco pelo, un cuarentón fondón. Tardas en darte cuenta de que el gordo cabrón está fuerte, como un culturista que se hubiese dejado llevar; que los años en los que estuvo en el ejército, en «los paracas», no solo le sirvieron para aprender a desfilar; que es más joven de lo que aparenta y que con él es mejor no pelear. Aquella noche se entretuvo acosando a la novia de otro tipo, un pijo que estaba en el mismo bar y que no se atrevió a protestar. Más que la impertinencia de Velasco, supongo que le asustó el silencio de Alek. El novio se acojonó y no se quejó, pero las hostias se las llevó igual. Velasco se dedicó a tocarle el culo a la chica media noche y de propina acabó soltándole dos puñetazos al chaval «porque me miró mal». Fue la primera vez que vi a Velasco fuera de control, Alek lo tuvo que sujetar. A la semana siguiente lo hablé con Alek y ni se acordaba. Era lo habitual en una noche con Velasco, una cosa normal, una anécdota tan tonta que no merecía la pena recordar.

Hoy es martes y hay que ser muy golfo para quedarse más allá de las tres. La Premium cierra tarde y, a partir de esa hora, recoge a los borrachos de los otros garitos; es la sala escoba que amontona la noche de esta parte de la ciudad. Mi casa no tiene aire acondicionado y el calor no me deja dormir. Y no solo estoy de copas, me digo a mí mismo mientras hago tintinear los hielos de mi gin-tonic como si fuesen una serpiente de cascabel. También me estoy documentando para ver si así escribo unos reportajes de verano sobre la noche de Madrid, algo de color para el cuadernillo de agosto. Supongo que el resto de la sala también tendrá su propia coartada, sus propias excusas. Las mías son tan falsas como las de todos los demás. «Este es un oficio de tres letras D», decía Fernández, uno de mis primeros jefes, de esos periodistas que guardaban una botella de whisky en su cajonera hasta que uno de sus antiguos becarios llegó a director y lo primero que hizo fue vetar el alcohol en la redacción; la broma es que la ley seca llegó para compensar con algo más de sobriedad todas las ocurrencias que aportaba el nuevo director. «Ya sabes, chaval, tres letras D», me decía Fernández: «Dipsómanos, depresivos y divorciados. Somos un oficio de gente que se muere calva, sola y de cirrosis, pero al menos madrugamos poco. El periodismo es duro, pero más duro es trabajar». Yo aún sigo casado. Sigo siendo joven y con pelo, pero ya nadie me llama chaval; en junio cumplí los 36. Iba para periodista estrella de la sección de local, pero hace un año me trasladaron a la mesa de cierre. Se supone que fue un ascenso pero nunca lo pareció. Corrijo las erratas de los columlistos, cambio el periódico entero cuando llega una noticia a deshora, nadie me da las gracias cuando arreglo un error ajeno, pero soy el único culpable cuando algo sale mal. Entro a trabajar a las cinco de la tarde y acabo pasada la una de la madrugada. Nadie me espera despierto en casa, así que nunca tengo prisa por llegar. Al menos no madrugo y supongo que solo me falta la D de divorciado para triunfar con el cliché.

Ahora, en agosto, el ambiente en la Premium es algo distinto. En las noches de invierno, entre semana, es fácil ver a algún futbolista del Madrid o a alguna de esas chicas siliconadas de portada de Interviú. En verano hay menos famoseo y más guiris, más estudiantes universitarios con mucho tiempo libre, mucha chica guapa de extrarradio en busca de novio serio, mucho malote pijo de moto y urbanización en busca de un ligue de una noche. «Joder, aquí ya dejan pasar a cualquiera. Mira, ha venido Torrente», le dice a su colega un bocazas que acaba de entrar en la sala vestido como si viniese de cantar en una gala de Operación Triunfo mientras mira a Velasco, que le ha oído. Ha sido una mala idea.

La verdad es que Velasco no pega en la Premium. Lleva las mismas marcas caras que los demás, las mismas camisas de 120 euros, pero a él no le quedan igual, como cuando uno se prueba la americana de su padre. Alek es tan grande que intimida sin esforzarse; es una torre de dos metros, rapado y con acento polaco. Velasco es más bien bajito, algo fondón, suda mucho y solo parece peligroso al segundo vistazo, cuando le sale ese tic en el ojo izquierdo.

Por eso Velasco es tan exuberante con la pasta como con la mala hostia, por necesidad. El bocazas aún no lo sabe, pero esa noche él y su colega dormirán en el hospital.