II
ALEKSANDER

A Alek lo conocí hace casi dos años. Es cuarentón, gigantón, tranquilote y simpático. Le gusta la montaña y hacer bromas. Se ríe con facilidad. Mide casi dos metros, pesa más de cien kilos y le cuesta enfadarse. Solo lo hace por trabajo, solo cuando no queda otra opción. Es polaco, tiene amigos poco recomendables y un pasado del que no le gusta hablar. Ahora lleva una vida mejor y más tranquila: trabaja de jefe de los porteros de la discoteca Premium.

—A ver, periodista. ¿Qué coño os pasa a los españoles, que no queréis trabajar? Aquí somos dos ecuatorianos, dos rumanos, un peruano, una argentina, una mexicana y un polaco. Y ningún español.

Alek me pasa el brazo por el hombro y me zarandea en un gesto amistoso que hace que parte del gin-tonic me empape la camisa.

—¡Ningún español! —repite.

Alek se disculpa, llama a la camarera y me pide otra copa. Él solo toma Coca-Cola Zero a sorbitos mientras de cuando en cuando se distrae de la conversación. Parece que escucha voces y, en efecto, eso es lo que le pasa cuando alguno de los otros porteros le habla por el pinganillo que lleva en la oreja.

—Perdona, tío, ahora mismo vuelvo.

Alek parece preocupado.

La Premium es una sala más bien pija, en el centro de Madrid; una de esas discotecas que se construyeron en los setenta en el sótano de un edificio de oficinas. Quince euros, entrada con consumición; doce euros por copa. Queda cerca de la redacción y Alek siempre me invita a la primera; ya soy un habitual.

La música en la Premium está alta, pero no tanto como para que no pueda escuchar los gritos desde la barra en la que estoy, algo apartada de la pista. Hay bronca en la puerta. Como ya llevo más de tres gin-tonics y he perdido cualquier resto de prudencia, me asomo por la escalera hacia la calle para ver qué es lo que pasa. Alek ya no parece tan simpático. «El menda se puso chulito», me contaría más tarde.

El Menda ahora está suspendido en el aire mientras Alek le agarra de las orejas. El Menda chilla, cae al suelo y recibe una patada en el estómago. El Menda se queda sin respiración y durante tres segundos deja de chillar. Alek agarra al Menda, que vuelve a volar hasta estamparse contra la acera. El Menda recoge su móvil por un lado y la batería por el otro —es un modelo bastante antiguo, todo un zapatófono—. El Menda se levanta y, cojeando, se aleja de la Premium. Se gira, como con ganas de querer decir la última palabra. Mira a Alek, se lo piensa mejor, baja la cabeza y se va. Alek se sacude la ropa, me ve y vuelve a sonreír.

—Perdona, tío, ¿qué te estaba contando?

Soy de los que dicen que no soportan la violencia, de los que se creen incapaces de hacer daño a una mosca. Aquel mes de agosto descubrí que no es verdad. Si fuese cierto, no me hubiese hecho amigo de Alek, nunca habría conocido a Velasco ni habría acabado así. Fue mi propia decisión, mi absoluta voluntad, la incoherencia entre mis buenas intenciones y la verdad de mis actos, lo que me sumergió en las tripas de la sala Premium con todas sus consecuencias, hasta el final. No puedo alegar que no sabía dónde me metía, no faltaron advertencias previas de que aquello no podía terminar bien.

Fue Alek quien me presentó a mi asesino, pero no le guardo rencor.