XXVII

AUNQUE, DESDE HACÍA ALGÚN TIEMPO me rozaba de vez en cuando la sombra negra y fría de un mal presentimiento, fue, sin embargo, faltando poco para que te licenciaran del servicio militar cuando advertí que esa sombra se acercaba con más frecuencia a mí. Tal vez porque llevaba varios meses sin verte. No lo puedo decir con exactitud. Recuerdo que empezó a rondarme con más asiduidad desde la tarde que enterraron a la señora de las antigüedades que había muerto en la pensión, luego de una corta enfermedad. Estuve en el cementerio, y allí recordé a los abuelos. Los acompañantes del entierro, muy pocos, se marcharon en seguida, y yo me quedé sola, mirando por todas partes, sin encontrar la tierra que cubría a mis padres. Habían hecho excavaciones para sacar esqueletos y posiblemente revolvieron también aquel pedazo de tierra donde ellos descansaban. No sé el tiempo que estuve allí, entre los cipreses. Los sepultureros, acostumbrados a ver mujeres tristes, que parecen sonámbulas yendo de tumba en tumba, ni siquiera me hacían caso, hasta que, ya, uno me preguntó si es que me quedaba a pasar la noche entre las lápidas. Entonces salí a la carretera para venirme a casa. Caía una lluvia finísima, y yo, tanto en el autobús, como luego en casa, estuve triste, deprimida, recordando a los abuelos. No dije nada, aunque sentía deseos de comunicar a alguien ese malestar. Por eso te escribía una larga carta. Tú me comprenderías. Yo volví a mirar la ampliación de mis padres, queriéndoles decir que era una mujer casi feliz; pero seguía viendo aquel gesto de desencanto en sus rostros. No pensaba que era la timidez de ellos, un como temor al estar delante de la cámara, lo que los había dejado así para siempre. Creía que era porque me estaban viendo. Era ya una obsesión.

Luego, un día, empecé a pensar en los viejos libros, y hasta en el lienzo pintado por un amigo del abuelo, que durante tantos años adornara su sala-biblioteca. Quise, con las fuerzas de una ilusión inútil, poder «entrar» en aquella sala-biblioteca y verla tal y como estaba entonces, con la mesa camilla, mis padres sentados a su alrededor, las piernas bien abrigadas con las faldas de lana y el brasero dando un calor suave. Quizá pensara eso porque dentro de mí saltaba alguna rebeldía que nació cuando, de pronto, me vi sin libros, sin casa, sin mis padres, y sobre todo sin poder seguir los estudios, que no eran sino el camino de una vieja ilusión. Ahora, que habíamos mejorado de vida, yo quería ser otra mujer. No seguía las novelas que daban por la radio, si acaso hoy un capítulo y dos días después otro. Eso no me gustaba. Sin embargo, cuando los domingos salía con Ángeles y José Antonio al Parque, me acercaba a los puestos de libros viejos, buscando alguno que ya hubiese leído antes. No era por afán de saber, de cultivarme, ya en estos años de mujer gastada; era querer encontrarme con el tiempo muerto, lo mismo que ahora, aquí a tu lado, me basta con poder volver, siquiera en un vago e inútil deseo de conformidad, al tiempo tranquilo al que he hecho referencia antes. Quería que me rozara el arte, el ambiente sereno donde se había movido mi padre. Quería ser un poco él mismo, en aquella sala nuestra. Por eso, después de buscar algunos libros, empecé a buscar el cuadro.

Inútil búsqueda, Juan. Eso era ya rozar la locura. ¿Por qué no me conformaba con lo que teníamos, con vivir una vida que en nada se le parecía a aquélla, tan triste, de Madrid? ¿Por qué el alma de las gentes busca, bucea un día y otro por los escondrijos de la tristeza? ¿Es necesario que esas almas sientan sobre sí el roce gris de lo triste? ¿Me gustaba a mí estar triste? ¿Es que no me alegraban tus cartas, las risas de los otros? ¿Por qué no era una mujer como cualquiera de aquellas vecinas que reían y lloraban al escuchar las novelas de la radio?

Si hubiese dicho algo a tu padre, se habría echado a reír. Él no lo podía comprender. Él no podía comprender el porqué de mis vagabundeos por las calles de la ciudad, por las librerías de viejo, por las entidades culturales, por junto al Instituto y la Normal, por el Parque, por las plazuelas donde huye pronto el sol de las tardes. Tampoco lo hubieran comprendido tus hermanos. Te lo dije a ti, por carta, y no pude ver qué cara ponías. Me dijiste que no buscara nada, que no tuviera manías, que viviese tranquila. Nada más. Aquello me hizo pensar que tampoco tú podías estar cerca de mí en esos momentos. Te contesté diciéndote que te haría caso, pero luego yo tomaba el bolso y me iba a recorrer las calles, a cansarme de andar, a querer encontrar algo que no era sino como el sol que nos alumbró en años lejanos, como las músicas que oímos antaño, como los viejos pájaros que ya murieron.

Dejé de salir. ¿Para qué buscar la locura cuando ya mi cabeza, como el corazón, se había visto rodeada de calma? Me costó renunciar, sin embargo. Mis manos tenían de nuevo ese temblor de cuando desean asir cosas imposibles. Me dejaba arrastrar, un tanto abatida por los días de un invierno que terminaba.

Mejor quedarse en casa, o salir, pero sin interés por nada. Era absurdo buscar las cosas viejas que manos extrañas se habían llevado de mi antigua casa. Había comprendido al fin que era idiota salir un día y otro por las calles, con mi bolso en la mano. Al hacer esas cosas me convertía en una mujer extraña, llena de manías. Tu padre llegó a decírmelo. Y entonces a mí me pareció que él también era un hombre extraño, que vivía como en otro mundo, diferente al mío. Pero él tenía razón, pues habíamos estado contentos y yo enturbiaba la vida ahora con mis manías obsesivas.

Recuerdo que había comprado libros, y un lienzo con un bodegón, de poca calidad. Había ido al Rastro, los domingos por la mañana, para volver siempre con alguna cosa en las manos. Padre había llegado a preguntarme por qué compraba todos aquellos trastos, y no supe qué decirle. Se enfadó con mi silencio y entonces dijo que ya estaba bien, que a ver si no íbamos a poder ganar un jornal como las gentes, ya que, al tener la boca medio llena, nos dedicábamos a hacer compras de capricho. Recuerdo que le miré unos momentos, pensando que no era mi marido, sino un hombre desconocido que me decía un montón de tonterías. Luego vi que era tu padre, mi esposo, pero que perdía su forma de hombre para convertirse en una especie de pajarraco negro, de grandes alas, que al moverlas estremecía todas aquellas cosas que yo, poco a poco, había adquirido. Era un pájaro de mal agüero que mataba mis ilusiones. Dejé de mirarle, porque era un monstruo. Luego él me tomó del brazo, preguntándome, preocupado, qué me pasaba, por qué lloraba. ¿Lloraba acaso? Tal vez sí. Él decía que me calmara, y yo tenía la cabeza gacha y mi cuerpo se estremecía con temblor de llanto.

Por eso me dije que no salir ya, o salir sin interés por todo aquello que a mí me había atraído. Quieta, o moviéndome, pero indiferente. Era lo mejor, por él, también por mí misma, por todos, pues no sacaría sino entontecerme, sufrir más.

Había querido comprar viejos candiles de hojalata, pequeñas calderas de cobre repujado, libros de hojas carcomidas. Después, cuando me detuve a pensar, comprendí que todo aquello, el querer ir yo en busca de esas y otras cosas, no era sino la visita de la tristeza, el anuncio de un mal peor, de un dolor más hondo. Todo lo que suponía fracaso, en la búsqueda absurda de todas aquellas trivialidades, era, para mí, motivo de tristeza y dolor. ¿Y por qué? ¿No habíamos sufrido por cosas verdaderamente humanas, trascendentales?

Lo comprendí al fin, Juan. Era que habíamos llegado, en nuestro modesto carruaje de pobres, a todo lo alto del camino, y yo, mi subconsciente, mejor dicho, me hacía pensar en un descenso brusco, en una caída repentina, terrible. Era eso, y no otra cosa. Por eso yo, saliera o no saliera, fuese o no a buscar antigüedades, cuadros, libros o candiles raros, no era ya mujer que me detuviese a hablar con las vecinas, las cuales reían, formando corro a la puerta, porque cualquiera de ellas contaba una película o un programa cómico de la televisión. Tú estabas ya licenciado. Vivíamos los días en los que, forzosamente, yo tenía que presentir algo malo, aunque no sabía el qué. Me movía de un lado para otro, pensativa, mientras tu padre empezaba a aburrirse porque, según él, no había razón para que me portara de aquella manera. Era verdad, Juan. Tenía razón, porque comprendo lo absurdo, la locura que era querer tener al abuelo sentado en nuestra sala bien amueblada. Bien, por otra parte, que eso lo deseara yo, pensándolo para mí, en mis silencios; pero otra cosa muy distinta el que llegara a decirlo, en voz alta, a tu padre y a todos vosotros. Fue por lo que él me dijo que teníamos que ir a un médico de los nervios, diciéndole yo que para qué, que a quién iba a ver ese médico de los nervios, que si era a él, bueno, pero a mí ni pensarlo. Dijo él que sí, que era a mí, que estaba trastornada, y que os iba a trastornar a todos con tanta manía, con tanto disparate. Lo estuve mirando mucho rato. Luego me aparté de él, para pensar. Y así, pasados unos días, en los que estuve más tiempo en cama que en pie, me acerqué a él para decirle que sí, que fuésemos a ese médico de los nervios, que yo quería estar bien, que deseaba curarme, y reír, y no ver más la sombra negra que venía sobre mí, todas las noches, poco antes de dormirme. Él dijo entonces que si veía, que si me daba cuenta, que entonces mismo acababa de decir algo que no era sino un disparate, eso de la sombra negra, y siempre con lo mismo, como si ya no hubiéramos pasado bastante, toda la santa vida padeciendo, hechos la pascua, para que ahora, cuando habíamos mejorado un poco… A ver por qué esas caras y esas palabras y ese andar ahora me acuesto, después me levanto… Esto me dijo, y aún más cosas…

Pero no fuimos al médico. ¿Para qué? No hizo falta. Yo fui comprendiendo lo que me pasaba. Mira, estaba en todo lo alto, y en esa altura había, orilla mismo de donde yo ponía los pies, el más hondo de todos los precipicios. Eso, eso, un precipicio. Las puntas de mis pies tiraban una piedra del borde, y la piedra caía, rodando, abajo, abajo, haciendo un ruido extraño, un ruido de matojos muertos, de otras piedras moribundas, que se quejaban. Era una pesadilla, claro; pero ¿por qué no soñaba con el sol que ponía capas de oro sobre los tejados de una casa entre campos verdes, hecha para nosotros? ¡Ah!, tu padre no hubiera podido responder a eso. Ni nadie. Era un misterio. Cosas que a mí sola me pasaban, porque a mí han llegado siempre, con bastante antelación, los avisos sobre el bien y sobre el mal.

Doblaban las campanas anunciando el mal, y eso era todo. Ir de un lado a otro, comprar cacharros, no comprar, decir tonterías, acostarme por una jaqueca… Que iba a pasar algo. Por eso, cuando supimos que andabas con Luisa, y que Encarna ya no quería ni verte, yo me dije que aquello podía terminar en tragedia, y que eso era lo malo que yo presentía. Bueno, pensé, ahora a descansar, porque la cosa no será tan grave. Quería decirme con eso que tú dejarías a aquella mujer y harías las paces con tu novia, y todos en paz. No era eso lo terrible, lo de la sombra fría. ¡Ojalá hubiera sido!

Creí que era, luego, por José Antonio, que me vino una tarde con la cara como un Cristo, toda llena de sangre, pues se había apedreado con otros chicos, y allí lo tenía, llorando y escupiendo sangre hasta por los ojos. Me proporcionó tal susto el condenado, que me puse a gritar como una loca (¿Lo estaba de verdad…?), dando la cochina casualidad de que entonces entraba tu padre, que se alteró como si todas sus escasas carnes se le fuesen a despegar de los huesos, tiembla que tiembla el hombre, mientras me quería preguntar qué había pasado, sin que las palabras le salieran en orden de aquella boca trabada. Luego, después de lavada aquella cara herida, vimos que no era para desesperarse, pues la sangre le caía de una ceja y de un labio, pero sin que las heridas fuesen graves.

No era aquello lo de la sombra negra y fría. Ojalá hubiese sido. Eso y lo tuyo con Luisa, las dos cosas juntas. Porque entonces nada, entonces a vivir todos, con remiendos en la cara uno, con vergüenzas por deshonestidades otro, con suspiros y quebraderos de cabeza los padres; pero a vivir, a vivir todos, ya que lo del mal presentimiento era cosa de muerte, de una muerte: de tu muerte.

Lo comprendí cuando anunciaste que te ibas a Alemania. Me dije que eso era, precisamente, el estar como a punto de caerme siempre por aquel precipicio de los malos sueños. Eso era, Juan. Nos tendrías que decir que te ibas, Te irías, y… Eso era,*sí. Porque, mira, te fuiste y… Ya ves: mis presentimientos eran por algo, los sueños encerraban su misterio, su negra verdad. Te fuiste… Por eso me rozaba todos los días aquella sombra fría, aquella negra mancha de luto. Por eso…