XXVI

¿Y POR QUÉ VOLVER siempre a un tiempo que ya no podremos recuperar? Cuando vivíamos en Madrid, y yo agobiada por el dolor y la tristeza, pensaba en la casa de mis padres, quería, por todos los medios, ver y tocar algo de aquel tiempo en el cual tuve tantas ilusiones. Igual me ocurrió cuando llegamos a nuestra ciudad aquella mañana de otoño. Ahora… Pero estoy tan cerca de ti, te siento, tan frío, tan inútil ya para darme un calor de amor, que me parece absurdo alargar estas manos que tiemblan para asir lo que se nos ha escapado.

Me voy, sin embargo, a otro tiempo, y pongo mis pies sobre el camino ascendente, y vuelvo a sentir el miedo, los escrúpulos que a veces sentía, cuando, empujados por una vida normal, subíamos por aquella senda que parecía llevarnos hacia la meta donde, con letras de grandes caracteres, se podría leer la palabra FELICIDAD.

Siempre que he subido un camino o una calle empinada, me ha lado un poco de miedo. ¿Por qué temía? La subida, después del esfuerzo, siempre produce felicidad, satisfacción. Ése es el gran premio de los montañeros, de los escaladores, de los arriesgados alpinistas. Yo sentía también esa satisfacción, esa pequeña felicidad, luego de haber subido una calle en cuesta o un camino empinado. Pero, inconscientemente, empujada quizá por la fuerza oculta de algún enemigo de esa satisfacción y de esa paz, tan anheladas, temía algo, temía el poder caer, el descender luego precipitadamente.

Tenía miedo, por tanto, cuando, poco a poco, íbamos situándonos en un medio de vida honesto, digno. Por eso las crisis de tu padre me alarmaban más que nunca; por el mismo motivo, cualquier enfermedad vuestra hacía que mi corazón latiera aceleradamente. Habíamos ganado, con muchísimos esfuerzos, una relativa tranquilidad, un mediano bienestar. Estábamos en lo alto de una no muy pronunciada, pero sí dura cuesta, y temíamos descender de nuevo, bruscamente.

Me olvidaba de esas cosas, sin embargo, porque la vida misma empujaba a que las olvidase. Me sentía satisfecha, lo mismo que el atleta que después de un gran esfuerzo consigue llegar a la meta, mejorando marcas anteriores. Vosotros erais las medallas que el destino ponía en mi pecho, como premios o recompensas por tanto esfuerzo, por tanta lucha. También lo era aquella casa para nosotros solos, que yo tenía tan limpia y cada vez un poco más amueblada. Lo era asimismo ver a tu padre los domingos por la tarde sentado frente a mí, hablando solamente de algún deporte, de fútbol generalmente, como si nada más que esas cosas, que sirven para adormecer las mentes, pudieran interesarle ya. Todo eso era recompensa, era premio para la mujer que se siente fatigada, harta de sobresaltos, de luchas. Y ese premio se enriquecía conforme el tiempo pasaba. Tenía mis pequeñas penas (por esas crisis de tu padre, en las que volvía a enmudecer, a mostrarse taciturno, un tanto malhumorado, o por cualquier enfermedad, aunque no fuese grave, sufrida por vosotros); pero eso no era nada, y el temor a derrumbarnos quizá fuera porque difícilmente podía olvidar aquella gran sombra, tan negra, tan triste y fría, que estuvo sobre nuestras cabezas durante muchísimo tiempo.

Tuve la satisfacción de verte hecho un hombre, Juan. Habías cambiado mucho. Tu cuerpo arreciaba. Por las mañanas, antes de entrar al trabajo, ibas una hora al gimnasio. A tu padre le gustaba. A mí no tanto, pues pensaba que podrías lastimarte. Luego me dije, como él, que era conveniente, que te harías más fuerte, más hombre, y me sentí satisfecha. Había pasado ese tiempo en el que tú ensuciabas, consciente o inconscientemente, las sábanas de la cama, con las primeras huellas de tu mocedad. Tuve miedo de que adelgazaras. Te fijabas en las chicas. Luego, tu cabeza pensaba, y tu corazón se alteraría por apenas nada, quizá con el recuerdo del roce con una mujer en la calle, en la escalera, en un cine. Después te irías haciendo consciente, pareciéndome que nunca ya podría avergonzarme por tus cosas. Dejaste el almacén de coloniales y piensos para entrar en los talleres Cebrián, pues la mecánica te gustaba más. Te enseñaste a conducir, y así podías salir a probar automóviles recién reparados. Ya eras un hombre. Tu hermana sería, por entonces, la que más preocupaciones me diera, pues iba a entrar en la pubertad y tenía que estar sobre ella, haciéndole comprender, con el máximo tacto, muchas cosas que, de pronto, le parecerían extrañas, incluso horrorosas.

Hermoso tiempo ése, pese a todos los sobresaltos, pese a esos repentinos presagios de futuros dolores, que inesperadamente llegaban a mí.

Seguíamos jugando a las quinielas. ¡Cuántas ilusiones de seis días! Pero el que la sigue, la consigue, dice un refrán, y un domingo, Juan, cuando escuchábamos las noticias finales de los partidos, tu padre me enseñó el boleto, en el que, hasta esos momentos, llevaba acertados doce partidos. Si nos hubieras visto… Yo empecé a gritar, abrazándolo, preguntándole ya cuánto cobraríamos. Recuerdo que entonces entró Ángeles con dos de sus amigas, y José Antonio salió de la galería casi asustado.

—¡Hemos acertado una quiniela! —gritaba yo, casi con lágrimas en los ojos.

Él quería calmarme. Lo consiguió al fin, y entonces me dijo que aún nos faltaban dos aciertos, o por lo menos uno, para cobrar premio, ya que sólo lo obtenían los boletos de catorce y de trece resultados. Mira, caí en la silla sin fuerzas para nada, diciéndome que no debía alegrarme tanto, no ser tan ilusa por aquellas cosas del juego. Y entonces fue cuando viví uno de esos instantes en los que me parecía que íbamos a caer rodando desde la modesta altura donde nos encontrábamos. La radio seguía retransmitiendo noticias desde los distintos campos de fútbol y tu padre dijo:

—Ánimo, ánimo, que aún podemos dar en la diana.

Sonreía y todo el hombre, tan tranquilo, pero al instante terminó uno de aquellos encuentros que faltaban, y él dijo:

—Nada, aquí hemos fallado.

No tuve ya ninguna esperanza. Seguí sentada, casi sin querer mirar hacia el receptor, tomándole, de pronto, incluso un poco de odio a aquel locutor de voz vibrante que daba noticias constantemente. Me parecía que alguien, un enemigo nuestro, una mano negra que arrastra todas las felicidades, nos robaba ahora esa satisfacción, esa alegría que bien hubiera podido proporcionarnos la consecución de un viejo sueño, pueril casi, acrecentado cada domingo, sin que lo pretendiésemos, más allá de nuestros corazones, tan sedientos de una felicidad sin resquebrajaduras.

—Mira. Escucha —dijo él.

No quería escuchar ya. Las chiquillas se habían marchado riendo, después de tomar Ángeles su abrigo. Ni siquiera le advertí, como siempre hacía, que no viniese tarde. José Antonio me dijo no sé qué, que yo estaba chalada, o algo así. Tu padre me cogió del brazo, luego, bruscamente, y yo, al notar la presión de sus dedos largos y delgados, creí que le daba algún ataque, bien por los dolores de su estómago o porque a lo mejor estaba recordando, ¡ve y adivina!, algunas viejas amarguras, ahora aparentemente muertas.

—¡Mira, María! —dijo.

Le miré. Me mostraba el boleto.

—¡Han empatado! —gritó.

Me abrazó.

—Pero ¿qué…?

Comprendí. Habíamos puesto una equis en el casillero correspondiente a los equipos que en aquellos momentos terminaban su partido, empatando precisamente en el último instante.

—¡Tenemos trece resultados! —dijo.

¡Dios mío, mi alegría saltó de nuevo, haciendo que el corazón casi se me escapara del pecho! En seguida volví a preguntarle que cuánto cobraríamos. Y él dijo:

—Hasta el martes no lo sabremos.

Yo hubiera querido estrujar con mis manos, temblorosas por esa repentina alegría, aquella noche del domingo, y todo el lunes, y todo el martes, para encontrarnos, de pronto, en la noche de este último día, cuando, por medio del diario hablado de Radio Nacional, se daba el resultado del escrutinio. Salió José Antonio y empecé a darle besos, y a decirle que éramos ricos, muy ricos. Entonces tu padre dijo, con mucha flema —lo recuerdo bien—, que alto, que no me alterase, que a lo mejor todo lo más que cobraríamos serían unas quinientas pesetas. Le miré helada.

—¿Quinientas pesetas dices?

—O menos —dijo.

¿Quieres creer, Juan, que en esos momentos odié a tu padre? Ni cuando los tiempos de Soledad le tuve tanta rabia. Él rompía mi sueño, mi sueño que era asimismo el suyo, hecho realidad porque un balón había entrado al fin, en el último instante del partido, en la portería de un equipo que iba ganando por uno a cero a su adversario. Y ese sueño lo reventaba tu padre al decirme tranquilamente que a lo mejor cobraríamos, si acaso, quinientas pesetas, «o menos». ¿Es que no sabía él lo que significaba un sueño, tener ilusión, ver en tus manos, pegada a tu corazón, esa ilusión, tantas veces yéndose, alejándose, huyendo de nosotros? A mí me parecía el mayor delito que pueden cometer los hombres, ése de romper los sueños, de partir por la mitad las ilusiones, cuando ya éstas se hacen realidad, en forma de mil cosas que tú has anhelado tener, que tú, a lo largo del tiempo, has querido ver junto a ti o en ti. Ya, antes, cuando me dijo que teníamos doce resultados, yo me había visto en la salita de estar, en todo el piso, bien amueblado, y me había visto, todo fugazmente, salir de casa, bien vestida, para ir a visitar a las gentes, a los matrimonios que a veces habían venido a casa, a Jeroma, la de la pensión, y a la señora de las antigüedades, y a una Micaela, la del mal gesto, porque ahora, gracias a aquel dinero, podría tener mejores ropas, y más arreglado el piso, y cosas para invitar, bebidas y pastas, a los que, después, me devolvieran la visita. Me parecía que todas estas cosas deseadas, no importantes pero sí lo suficiente como para proporcionarme una pequeña y nunca vivida felicidad, estaban allí, al alcance de mis enjutas manos. Ahora, al ser verdad lo de los trece resultados, otra vez volvía a ver, entornando los ojos, la salita bien amueblada, y ropas buenas para todos, y yo con un poco más de lustre, pues si he de ser sincera, también lo necesitaba.

La quiniela, sin embargo, era de las llamadas fáciles, y tu padre dijo, con mucha razón, que cobraríamos poco. Vio que yo me había entristecido y entonces quiso arreglarlo.

—Bueno —murmuró—, quién sabe… Este Barcelona-Español… Lo más lógico es que hubiera ganado el Barcelona, pero han empatado. Los demás resultados son, desde luego, bastante normales. No sé si…

—¿Crees entonces que cobraremos mucho? —le pregunté.

Sonreía.

—Puede. En esto…

Fue suficiente. Me quiso ilusionar de nuevo. Y lo consiguió. En aquellos momentos no había nadie como tu padre, pues nadie es mejor ni vale más que aquel que sabe o puede infundir ilusión en los otros. Debería haber premios especiales, aquí en la tierra y allá en el cielo, para los que empujan a la ensoñación, a tener ilusiones, a vivir con esperanza. Besé a tu padre. Entonces llegabas tú, Juan, con tu comando verde, atornasolado, que te quitaste con garbo, dejándolo descuidadamente sobre el respaldo de una silla. Nos miraste sorprendido, casi atónito.

—Pero ¿qué os pasa, vamos a ver?

Me caían las lágrimas. No podía decirte nada. Te abracé.

—Poca cosa —dijo, sereno, tu padre—. Que hemos acertado trece resultados.

—¿Que habéis acertado…?

Tus ojos se iluminaron.

—Pero, madre… Pero ¡qué grandes sois! ¡A ver ese boleto!

Lo miraste. Luego, dando saltos, dijiste:

—¡Ahora sí que tengo moto, ahora sí que tengo moto!

Ya llevabas algún tiempo con la manía de comprártela.

—¡Eh, frena, frena! —dijo tu padre—. Frena, no sea que pilles a algún chiquillo.

Y cogió el boleto, guardándolo cuidadosamente en su cartera.

Después dijo:

—Primero ver cuánto nos dan, y luego, que tu madre decida.

Así era tu padre. Así creo que había sido siempre. Hice bien perdonándole todas las cosas. La felicidad suele venir de esta forma: perdonando, perdonando siempre a todo el mundo, aunque nos hayan partido por la mitad. Ahora, pese a las veces que he crispado los puños, también perdono, también digo que ese Dios del que tan poco sé los perdone, porque si alguien tiene culpa de las desgracias ajenas, menos culpa tendrá si los desgraciados le decimos que nada nos han hecho, aunque al hablar así tengamos que apretar con fuerza nuestras viejas heridas para que no echen sangre allí mismo, delante de aquel a quien nos dirigimos. Yo, ahora…

Mis manos. Juan. Ellas son las que no parecen resignarse a perdonar. ¿Por qué tiemblan ahora? A lo mejor porque les duele el que fueran ellas, más que mi propia voluntad, las que se opusieran, con una acción, a darte algún dinero para que pudieras hacer la primera entrega al comprarte la moto. Fueron ellas las que dijeron no, quitándole a tu padre de las suyas las dos mil pesetas que te daba. ¿Me duele esa acción? Tú sabes que no era por economizar, que ese dinero y las siete mil restantes (cobramos nueve mil pesetas, una cantidad, dicho sea de paso, que me hizo saltar de alegría, pues era casi una fortuna para nosotros) las íbamos a gastar muy pronto. Lo hice porque la moto me daba miedo. Luego, tú, de morros durante una semana conmigo, empeñado en tener esa máquina, la trajiste al fin. Entonces ya no podíamos darte nada, puesto que el dinero se nos había ido —¡y qué pronto!— con las compras que yo hice. Dijiste, serio aún:

—La pagaré yo solo, con lo de las horas extraordinarias.

Y aquella seriedad te duró varios días, hasta que al fin una noche entraste en la salita, para mirar todo lo nuevo con detenimiento, diciendo que te gustaba, que las butacas eran cómodas, que daba gusto balancearse en ellas, que aquella parte de casa ya parecía de señores, y que, por lo tanto, cuando alguna vez subieran los amigos, o Encarna, la chica con quien llevabas saliendo algún tiempo, se quedarían maravillados. Te cogí de un brazo, apretándote cariñosamente. Te habías sentado en una butaca, luego en la otra. Diste con el puño en la mesita, miraste la revista que yo había puesto allí, fijándote después en las paredes, pintadas poco antes, en donde habíamos colgado unos cuadros, muy sencillos, unas litografías con paisajes de nuestra ciudad. Dijiste, dando una mirada a todo:

—Perdona, mamá. Veo que sabes emplear el dinero, que tienes gusto. Nunca pensé que fueras así.

Te sonreí. La vida no me había dado oportunidades para demostrar mis gustos, Juan. Eso fue lo que pensé, pero no te lo dije. Luego viste las ropas que había comprado, para las camas y para mudarnos todos Y cada vez parecías más satisfecho. Yo te enseñaba cosas, observándote al mismo tiempo. Otra vez, y no recuerdo por qué motivo, volviste a decir el nombre de una mujer, de una chica, de alguien con quien, al parecer, salías. Entonces te pregunté quién era «esa Encarna». Me miraste, sonriendo.

—¡Ah, pícaro! ¿Tan calladito te lo llevabas?

Nos habíamos hecho amigos. Pelillos a la mar. Tú tenías moto y yo había arreglado un poco parte de nuestra casa. Luego hablé con tu padre de tu conformidad, de tu satisfacción por las compras que yo había hecho, para terminar diciéndole que, por lo visto, andabas medio novio. Entonces él dijo:

—Lo que son las cosas… ¿Es posible que Juan ya tenga novia?

Y mirábamos un poco el tiempo pasado, pero sin sentir dolores, como quien mira el ancho río que ha cruzado nadando y se siente cansado pero satisfecho, allá en la otra orilla.

Pedimos que nos la llevaras un día, un domingo, para que la conociésemos. Las vecinas de enfrente, dos de ellas, Mercedes y Rosita, la conocían, pues la chica había trabajado, como aprendiza, en el taller de costura donde ellas estuvieron empleadas durante algún tiempo. Era, me dijeron, una buena muchacha, muy avispada, vivaracha, lista. Luego, cuando comió con nosotros, y yo vi que ni siquiera al principio estuvo cohibida, le dije a tu padre que tendrías que andar con tiento, que la chavalilla parecía tráerselas, pues se le adivinaba genio. Padre te lo dijo luego a solas:

—Has de ir con cuidado, ¿eh?

—¿Con…? ¿Qué quieres decir?

—Ésa es de las de rompe y rasga, que dicen en Madrid.

—La meteré en vereda, padre.

Él sonreía. Era feliz. Yo, cuando por las noches, antes de dormirnos, hablábamos de todas nuestras cosas, me daba cuenta de que también era feliz, y que la vida al fin nos deparaba momentos buenos, aunque a veces, no sé por qué, venía a rozarme la sombra, oscura y fría, de algún presentimiento.

—¿Te duermes, María?

—No, aún no.

—Yo sí.

—Descansa, Antonio.

Él se quedaba dormido, rozando mi cuerpo delgado, que ahora aparecía con un poco más de lustre. Yo le miraba, y luego miraba hacia el techo, y entonces pensaba, o movía los labios, ni siquiera sé si recitando una vieja oración, hasta que al fin los ojos se me cerraban, quedándome dormida.