XXV

LUEGO YA

Pero nos hemos detenido. Ahora veo a los hombres que están sentados junto a mi. Vuelvo la cabeza. Ángel te mira, mira el ataúd. Estamos en la frontera francesa. Los hombres bajan. En aquel tiempo… No puedo pensar. Me piden los papeles, Ángel ha bajado y me mira. Tengo que bajar yo también. Le pido me lleve a un bar donde haya lavabos. Debo de tener un aspecto horrible. Las gentes me miran. No deseo alejarme de la furgoneta. Ando, y al instante me detengo. Los hombres enseñan los papeles a la pareja de gendarmes. Vienen a mirar en el interior de la furgoneta. Ángel me ha dejado a la puerta de los lavabos. Tengo temblor en las piernas. No sé si podré pensar nada cuerdamente. Ahora estamos en la frontera de Alemania con Francia. Seguiremos… ¿Dónde está Ángel? Ha salido del bar. Soy una mujer deshecha. Cuando tu padre se acerque a mí, cuando sus manos se posen sobre mi cuerpo, toda yo me desharé como si fuera de ceniza, como si no fuese más que un cadáver a punto de convertirse en polvo. No sé si podré abrazarlo. Me faltarán las fuerzas. Ángel está ahí. Ahora se me acerca. Ya todo listo, dice, y podemos seguir. Los dos hombres entran en el bar. Yo miro hacia el furgón. Ángel está a mi lado. De pronto siento su mano caliente, que sujeta mi brazo. Me estremezco. Es un hijo, otro hijo mío. Eres tú, Juan, quien vives. Le abrazo. Los guardias nos miran. Las gentes que se acercan en sus automóviles también nos miran. No sé siquiera cómo se llama esta ciudad, este puesto fronterizo. Ángel está triste, con los ojos empañados por unas lágrimas rebeldes. Duele ver lágrimas en los ojos de los hombres. Yo no lloro. Tal vez ya no tenga ni sangre en el corazón. En aquellos días felices… Pero ¿puedo pensar ahora en días felices?

Regresan los hombres. Nos miran. Sus palabras parecen más suaves ahora. ¿Qué sentirán en su pecho? ¿Tendrán mujer e hijos? ¿Cómo es esta gente? ¿Les dolerá la muerte de sus familiares como nos duele a nosotros, los españoles?

—Ángel… —murmuro.

Él tomará un autobús aquí, o el tren, o tal vez haga autostop, para regresar a Stuttgart. Le escribirá luego a su madre. Ahora parece como si quisiera hablarme de ella. ¿Por qué presiento esto? Claro, me voy, la veré… Por eso. La cabeza me duele. Me mareo un poco. Intento, sin embargo, esbozar una sonrisa. Le palmeo la espalda.

—Ángel…

Está fría su cazadora de cuero. Me mira, te mira.

—Adiós… —dice, la voz muy baja.

Se retira.

—¡Espera! —le digo.

Vuelve.

—No. Márchate a tu destino, Ángel.

Echa a andar de nuevo. Vuelvo a llamarle. Los hombres esperan, en silencio, mirándonos. La gente que pasa, también nos mira. Nadie se detiene, sin embargo. Nadie parece sentir sino una mínima curiosidad por nosotros. Me acerco a Ángel. Ahora no sentiré ese calor de familia, cerca de mí. Lo abrazo una vez más. Su cuerpo, joven, vivo, me da unos instantes ese calor que temo perder. Le empujo suavemente. Se aleja con la cabeza gacha. Voy a llamarlo otra vez, pero ya no puedo. Es ahora, cuando ya se va a perder más allá de unos edificios con amplias cristaleras, cuando noto que me salen las lágrimas. El hombre que conducía me toma del brazo, invitándome a subir al vehículo. No me muevo, después me resisto. Luego miro al furgón, apartándome de la cabina. El hombre ha comprendido; por eso, silenciosamente, abre la puerta y me siento donde Ángel vino sentado. El hombre me mira como diciéndome si necesito algo más. Quiero sonreírle, pero no puedo. Es correcto y amable. El otro debe de estar ya al volante. Hago un ademán y al fin cierra la puerta del furgón. Me quedo sola contigo. El vehículo arranca bruscamente, y yo casi salto del asiento. He puesto una mano sobre la cruz plateada del ataúd, y no creo que la quite ya de ahí. La sangre corre de prisa por mis venas. Aquellos otros días… No, no puedo pensar. Quisiera verte. De haber hecho calor, serías ya un cuerpo descompuesto. ¿Tendré fuerzas para abrir la caja y comerte a besos? Rodamos por carreteras francesas. Los hombres hablan en la cabina. Me llega el ruido, acompasado y rítmico, del motor. Toco los cierres. Posiblemente levantaré la tapa. ¿Y la mariposa? La taza del aceite se quedó en el hospital. No me acordé, en la apresurada y triste despedida, de tomarla, y de tomar también una botella con aceite y las mariposas. Tengo una caja de cerillas. Enciendo una. Me quemo la yema de los dedos. Intento rezar una oración, pero no despego los labios. Enciendo otra cerilla, que se me apaga al instante. Mis manos dejan la cajita y se apoyan en la tapa del ataúd. El furgón tiene una pequeña ventana, con un cristal velado. No veo los campos ni los pueblos. Solamente veo esta caja, donde tú duermes, donde tú ya no puedes reír, ni gritar, ni decirme que llore, tanto como lo necesito. En otro tiempo… Creo que puedo pensar. No. Me mareo. No quisiera vomitar aquí. Corre poco aire. ¿Me asfixiaré? ¿Y si muriese aquí, a tu lado? Puedo recordar… No. Ángel estará en la carretera, esperando que un automóvil lo lleve a esa otra ciudad grande y fría. O quizá se haya metido en un bar, para beber cerveza o ginebra hasta sentir ganas de cantar. Me gustaría mover el cristal. Ah, el hombre que ha cerrado la puerta mira hacia atrás y en seguida abre la ventanilla de la cabina, y así, ahora, empieza a entrar aquí el aire húmedo de estos campos extraños. El cura joven rezará hoy por ti, al celebrar la misa. Luisa… ¿Cuándo irá por casa? Quiso darme otro abrazo. Ahora me queda lo de tu padre. No sé… Quisiera pensar en otra cosa. En aquel tiempo. Voy a esforzarme a ver… Es difícil volver a otro tiempo, recordar otro mundo en el que la vida era casi buena, estando tan metida en éste de ahora, todo él cubierto por la sombra gigante de tu muerte.