XXIV

QUIZÁ FUERA AQUELLA aparente felicidad o que comparábamos ese tiempo, vivido con cierto sosiego, a aquel otro, de tan triste recuerdo. Pero no vivíamos bien. Tu padre, sin quejarse, me demostraba, por un simple gesto, que su estómago estaba mal. Fuimos al médico y le dijeron que le convenía operarse. No quiso. El tratamiento era pesado y el régimen más, pues no podía darle todo lo que hubiera sido bueno. Comíamos mejor que en nuestros tiempos de Madrid, pero no podía darle todo lo que hubiera sido bueno. Comíamos lo bien que, por lo menos él y vosotros, debierais haber comido. Todo eso me hacía sufrir. Poco a poco nuestra aparente felicidad se iba borrando. Yo tenía que pelear mucho. A la señora Micaela se le agriaba el carácter, no sé si por las cosas de su marido que cada vez bebía más. Los chiquillos de ellos se peleaban contigo. Yo gastaba mucho gas, y como lo pagábamos entre las dos, mitad por mitad, la mujer empezó a ponerme mala cara cuando me acercaba a la cocina.

Pero a casi todas esas cosas no les daba yo importancia. Ángeles y tú crecíais. Yo salía a la compra, recorriendo los puestos del mercado, encontrándome con viejas caras conocidas, con vendedores que llevaban muchos años en la plaza, y que al verlos me traían, inevitablemente, recuerdos de otros tiempos. Compraba verduras, un poco de carne, huevos, alguna fruta, y volvía a casa de prisa, porque Ángeles se había quedado sola.

Trabajaba, y sentía preocupación por vosotros y tu padre. Esas cosas hacen suspirar mucho a las mujeres, empujándonos a decir, en ocasiones, que la vida es dura, que hacen falta fuerzas y más fuerzas para seguir adelante. Yo llegué a pensar, sin embargo, que toda aquella pelea tenía sus hermosas recompensas. Pensaba que criar a los hijos y cuidar al marido, por mucho trabajo que dé, por muchas cavilaciones que proporcione a una, es algo hermoso, por lo que, en el fondo, me sentía contenta. Sólo cuando él ponía mal gesto, buscando el bicarbonato, se estremecía algo dentro de mí, como si las viejas llagas del dolor fueran a abrirse. Él procuraba no quejarse, eso bien lo sé, y se mostraba como ilusionado, sobre todo los domingos, cuando me ayudaba a arreglaros a vosotros, para salir después, todos a dar un paseo por la ciudad, por el Parque, o también —alguna vez— al cine.

Los mejores ratos para mí eran cuando, por la tarde, entraba en nuestra habitación y me ponía a recoser la ropa. Allí, con Ángeles al lado, vivía en un mundo propio, muy mío. Miraba a tu hermana constantemente, tan hermosa como se criaba. Luego, conforme ella crecía, empecé a pensar incluso que tenía hasta cierto parecido con Soledad. Esto debió de ser una manía, pero se lo dije a tu padre, y él no me contestó, como si le molestara recordar, de pronto, unos tiempos que ya, por fortuna, iban quedando muy atrás. Ángeles crecía gorda, increíblemente robusta. No parecía, en verdad, hija nuestra. Tú te habías hecho alto, pero estabas muy delgado. Te parecías a tu padre y a mí, cosa natural, mientras que tu hermana, por el contrario, sería, a juzgar por cómo se criaba, una muchachota de carnes duras, de cuerpo robusto. Era como si la sangre de Soledad, a quien apretaba aquella noche vuestro padre, con el pensamiento, y en aquel afán loco de poseer, en una hora que ojalá yo pudiera olvidar, se hubiese mezclado con la nuestra. Por otra parte, Ángeles era una cría dicharachera, despierta, graciosísima, que nos volvía locos a todos. La quería tanto que en algunas ocasiones llegué a preguntarme si tú ya no eras ese hijo del que nunca me había separado, ese hijo al lado del cual pasé los momentos más malos de mi vida. Y creo que fue debido a ese amor tan grande que se me había despertado hacia tu hermana por lo que me quedé casi fría cuando supe que de nuevo estaba embarazada. No sabía decir por qué, pero no me alegraba. Luego, cuando empecé a preparar la canastilla, fui, sin embargo, poco a poco ilusionándome. Él también permanecía frío, aunque a veces me mirase con un amor que no sabrían descubrir las palabras. Cosía, con ilusión ya. A lo mejor Micaela me había puesto mala cara por algo insignificante, y yo procuraba hacerle comprender que lo mejor era hablar abiertamente, manifestando nuestros disgustos con palabras, para intentar corregirnos, y no de aquella forma, con el gesto agrio, torcido, dando empujones a las sillas, pues una, al verla de aquella manera, pensaba, ¡qué sé yo!, que a lo mejor la había ofendido muchísimo. Es cierto que sus gritos a los chiquillos, sus voces al hablar con otra vecina desde la galería y el poner la radio a todo volumen, me sacaban de quicio. Pero prefería que pasara todo eso antes de verla malcarada. Entonces me parecía una mujer terrible, y yo, allí cosiendo, en silencio, quería como encogerme, desaparecer casi, pues caía sobre mí como una sensación de estorbo y de culpabilidad.

Tuve que encargarle algunas cosas, pues el tiempo pasaba y aún me faltaba algo, que yo quería tener cosido. Le pagué, y santas pascuas. Me dijo que tuviera suerte, que la hora fuese corta, mirándome como con lástima. Esperé, sin ir al hospital, y todo salió estupendamente. Fue niño, un hermano para vosotros. Vino una comadrona, que me atendió muy bien, y lo tuve allí, en aquella habitación realquilada. Recuerdo que la víspera Francisco tuvo una pelea con su mujer. Los chiquillos estaban dando guerra, como si se hubieran vuelto locos, mientras Micaela, indiferente, escuchaba un concurso de la radio en donde la gente que había en el estudio aplaudía y reía, entusiasmada con las palabras del locutor y los concursantes. Francisco había vuelto con unos vasos de más y en seguida gritó por las voces de los muchachos y también, creo, porque yo me quejaba. La mujer se puso tiesa con él y él golpeó puertas, sillas, después a los hijos, mientras yo temblaba, quejándome ya por los dolores del parto.

Nació vuestro hermano, hermoso también, y hasta media hora antes de llevarlo a cristianar tu padre no dijo si le parecía bien o mal que le pusiéramos José Antonio. Luego preguntó:

—¿Y por qué precisamente José Antonio?

Le dije:

—¿Qué importancia tiene?

Pero él no parecía escucharme. Vi que se había quedado pensativo, y adiviné entonces que recordaba viejos tiempos, cuando él aún no era guardia y un buen número de españoles se movían empujados por la fuerza de un hombre joven que se llamaba precisamente como yo quería ponerle a mi tercer hijo, y que acababa de fundar un partido que luego sería pieza importante en la lucha de las derechas contra las izquierdas o de negros contra rojos. Al comprenderlo, le dije:

—Bueno, si te parece mal…

Pero debió de recordar a su madre, a la abuela Josefa, única de sus progenitores que había conocido, y de la que algunas veces —no muchas— me había hablado, por lo que al fin dijo que le parecía bien.

Yo tenía que pelear más y tu padre buscar fuerzas para no dejarse vencer por el cansancio y la enfermedad. Estuvimos mucho tiempo aún en aquel piso, como realquilados. Yo me había acostumbrado a las voces de Micaela, y también a sus gestos agrios y a los sábados revueltos del marido. A tu padre le venía un poco cuesta arriba todo aquello. Pero estaba poco en casa, por fortuna. Se iba a las siete de la mañana y volvía a las siete de la tarde. Estaba muy delgado, y los cabellos se le habían puesto casi totalmente canos. Yo, cuando me veía sola con Ángeles y José Antonio (tú seguías yendo a la escuela) y pensaba que ya no podía salir a la calle a ganar unas pesetas que nos hacían falta, me entristecía. Hubiera querido, en algunos momentos, no tener a los dos pequeños para poder, como en otros tiempos, ganar algún dinero. Luego, sin embargo, me decía que aquello no hubiera sido sino volver a los días de Madrid. Entonces, las tristezas, el dolor, todas las calamidades de aquellos años me habían hundido, sobre todo cuando sola en casa, miraba la fotografía ampliada de mis padres, sintiendo sobre mí su decepción. Y algo parecido me ocurrió también cuando él trajo de Madrid aquel mismo retrato, con algunas otras cosas, que yo miré en la pensión de Jeroma, para sentir de nuevo aquel peso de la tristeza, aplastándome. Nuestra vida era, vista desde el ventanal de los ojos viejos de los abuelos, que siempre habían soñado cosas hermosas para mí, algo realmente triste. Sin embargo, casi me sentía orgullosa de que me mirasen. Porque… Sí, es verdad que pasábamos malos ratos, pues no teníamos lo que necesitábamos, y a tu padre se le veía un gesto de dolor mal reprimido de vez en cuando, y yo no me había hecho más vestidos, desde que vivíamos en nuestra ciudad, que aquel que estrené cuando tu primera comunión, arreglándome una y otra vez toda la ropa que tenía, con punto aquí y punto allá, y haciéndome una bata con el retal comprado de ocasión; pero todo eso, cuando yo miraba la fotografía de los viejos, no hacía sino que me sintiera incluso orgullosa, no triste ni avergonzada. Estaba criando a tres hijos, atendía al marido, el cual, libre, sin ningún peso de culpabilidad sobre él, trabajaba honradamente. Era, pues, el quehacer de una esposa, de una madre, de una mujer.

Luego, cuando él vino un día diciéndome que ya podíamos trasladarnos a los pisos de Moraga, casi me desmayo, por esa alegría repentina, que se te mete dentro, estrujando el corazón como en otras ocasiones los ha estrujado el dolor. Ya habíamos visto los bloques cuando los estaban construyendo. Algunos domingos habíamos ido, dando un paseo, hasta ese extremo sur de la ciudad donde levantaban las casas, todas iguales, cogiéndome padre del brazo, para luego preguntarme qué pisos me gustaban más, si los que miraban a sudeste, o los que miraban al noroeste, si los altos o los bajos. Eran preguntas innecesarias, pues en el ánimo de los dos estaba elegir uno bien soleado y, de ser posible, en segunda planta. Pero él tenía que decirme algo, tenía que cogerme del brazo y mostrarme, con los ojos ilusionados, las fachadas amarillas, con las ventanas pintadas de azul; tenía que mostrarme todo aquello, hablándome de cualquier cosa, lo mismo que un novio coge a la novia y hace que se detenga frente a un escaparate donde venden zapatos o bolsos, y le pregunta qué modelos le gustan más. A mí me parecía —otra vez— que todo aquello era soñar un poco. Tener un piso propio, Juan, fíjate… Todavía no se edificaba mucho, y esos primeros bloques construidos en la ciudad estaban muy solicitados. El problema de la vivienda tan agudo entonces, seguiría existiendo aún muchos años. Yo había llegado a pensar que siempre viviríamos realquilados, en una sola habitación cinco que éramos. Pero lo del piso fue una realidad. Moraga, aunque exprimía a tu padre, lo mismo que a todos sus trabajadores, se estaba portando bastante bien con nosotros.

Micaela, que últimamente me había puesto con más frecuencia aquella horrible cara de perro amenazador, quedó sorprendida cuando le dije que nos íbamos. Nos cobraba doscientas pesetas mensuales por la habitación, bastante dinero en aquellos años, y quizá pensara que no encontraría quien se las diese ahora, cuando, poco a poco, las gentes se iban arreglando su casa propia. No me dio ninguna tristeza aquella despedida. La mujer puso cara de circunstancias, diciéndonos luego que tuviéramos suerte, no viéndonos en la necesidad de tener que realquilar habitaciones a nadie, mientras que el marido no dijo ni bueno ni malo, mirándonos, como siempre hiciera, con una total y fría indiferencia.

Cuando ya estuvimos instalados, yo, mirando las habitaciones, el hermoso sol que entraba por las ventanas, asomándome a la calle, viendo los campos y otros solares en los que ya se edificaba, y los talleres que habían instalado por aquella parte nueva de la ciudad, yo, digo, sentí como un inexplicable remordimiento, como si todo aquello no me perteneciera, como si de verdad lo que veía, lo que tocaba, correspondiera a alguno de aquellos sueños donde los rayos del sol ponían oro en los tejados de una casa nuestra. Luego, cuando ya ibais al colegio los tres, y más tarde, cuando tú empezaste a trabajar en un almacén de piensos, trayéndome unos duros a la semana, y Ángeles tomó la primera comunión, y después José Antonio, yo comprendí que había llegado al camino de la vida sencilla y normal que sueñan todas las mujeres. Los años pasaban de prisa. Padre seguía como siempre. Parecía haberse acartonado. Yo me dedicaba, en los ratos libres, a coser ropa interior para unos almacenes. Es verdad que me mataba, pero hacía falta ganar algo, ayudar al sueldo de tu padre. Había conocido a las vecinas que vivían en las casas bajas de enfrente. Ellas cosían para esos almacenes de confección. Fui con ellas y me dieron trabajo. Ángeles crecía robusta. José Antonio delgado, lo mismo que habías crecido tú. Tú vestías ropas que comprábamos confeccionadas, y para estar en el almacén llevabas un guardapolvos. Ya salías con amigos. Aquellos tiempos eran los de empezar con zagaleos, con hombradas. Se te notaba el bigotillo. Solías entregarme todo el dinero que ganabas, pero luego me pedías un duro o dos para ir al cine, para comprarte una revista deportiva, y quizá, también, aunque en secreto, unos cigarrillos en cualquier quiosco o vendedor de la calle.

Vosotros crecíais mientras padre y yo nos íbamos haciendo viejos, cosa natural, aunque esta vejez no era tanto por los años como por los muchos sufrimientos pasados. Ahora, que ya teníamos aparato de radio nuevamente, padre se quedaba los domingos por la tarde en casa. Yo cosía, y él, con una taza de café (bueno, más malta que café) sobre la mesa, escuchaba las retransmisiones deportivas. Había llegado la moda de las quinielas y a él le gustaba jugar algún boleto que otro. Me solía decir que participase en el juego, preguntándole yo casi siempre qué sabía de eso. Entonces me enseñó a poner el uno, la equis y el dos, y yo, Juan, sentí ilusión por aquello. Comprendí que era una forma como otra de soñar. Por eso, aquellas tardes de domingo… Mira, tú te marchabas, Ángeles se iba a casa de alguna vecina, y José Antonio jugaba ajeno a nuestras cosas, mientras, yo con la costura, él con su taza de café, escuchábamos los resultados de los partidos del domingo, siempre con una ilusión que se hacía, a las pocas horas, desilusión. Teníamos el boleto sobre la mesa, tomando él apuntes con un lápiz.

—A ver… Como empaten éstos…

No acertábamos nunca, desilusionándonos. Pero el domingo siguiente otra vez a jugar un boleto, ilusionándonos de nuevo, soñando. Yo compraría muebles. Sobre todo —le decía a tu padre—, compraríamos una salita de estar con dos butacas, una mesa de centro, una buena alfombra y una lámpara de pantalla. Y me parecía que ya estaba yo sentada en una butaca y tu padre en la otra. La taza, o las tazas del café, pues también yo tomaría, y una botella de coñac, y las copas, puestas sobre la mesita. Allí, también alguna revista de modas, de cine, de información general, y nosotros escuchando la radio, o entretenidos en hablar de cualquier cosa. No ambicionaba mucho, pero sí tenía ese sueño. Al principio, es decir, un poco antes, había soñado con arreglar primero la cocina y luego comprar una máquina de coser. Pero la cocina la íbamos arreglando poco a poco, y la máquina de coser la trajo un día tu padre, vísperas de una Navidad que fue realmente hermosa para nosotros.

Recuerdo que esa Navidad estuvimos juntos los cinco, y luego vinieron a casa los señores Moraga, el mismo día veinticinco, y después, otro de los días festivos, recibimos la visita de dos compañeros de tu padre, con sus mujeres y críos. Yo había hecho dulces en el horno, y pude obsequiarlos, cosa que me hizo muy feliz. A tu padre, aunque entonces apenas si tomaba alguna copa de tarde en tarde, le gustaba tener bebidas en casa. Por eso… No sé cómo, después de vivir tantas y tan malas cosas, se puede llegar a ser feliz. La máquina era hermosa, con un mueble muy moderno. La pagaríamos a plazos, dijo él, y pensé que podría amortizar la deuda yo misma, cosiendo todo cuanto me fuese posible. Me gustaba enseñarle a los amigos de tu padre y a sus mujeres nuestra casa y todo lo que poco a poco íbamos comprando.

Teníamos la cocina muy bien, con todos los cacharros que hacen falta, con armarios de madera —que padre hizo, en sus ratos libres—, y con cortinas de cretona que yo había puesto en el escurreplatos, en los huecos del banco. Allí solíamos comer, y así el resto de la casa estaba siempre limpia; sólo la salita, donde yo cosía, estaba en desorden, hasta el sábado, que la arreglaba para que el domingo pudiéramos sentarnos tu padre y yo tranquilamente, si bien yo tomaba la costura, pues era difícil pudiese estar sin hacer absolutamente nada.

Era un camino casi extraño aquél por donde andábamos, sobre todo por tu padre, que me parecía imposible hubiese olvidado todas las cosas, o muchas de las cosas de antes. Leía muy poco la prensa, y a la radio le prestaba asimismo muy poca atención. Sólo las informaciones deportivas, como si ya no existiera la política, como si nunca hubiese estado metido él en líos, líos que, dicho sea de paso, lo habían apartado de nosotros. ¿Podía alegrarme por esto? ¿Era verdad que él sólo quería vivir en paz? ¿No guardaba rencor a nadie? Todas estas consideraciones me las hacía yo por entonces, cuando él me parecía casi un desconocido, tan amigo de los hombres indiferentes, y aun de los que habían sabido estar en todas partes y a bien con todos, para luego vivir mejor, caso de nuestro protector, señor Moraga. Tuve la sensación de que a él no le importaba nada, absolutamente nada que no fuera nuestra propia casa, su salud y la nuestra, nuestra paz y la de él.

Y aquellas Navidades confirmó todo eso que yo sospechaba. Bebió un poco, junto a sus compañeros, para proponer un brindis, en el que él mismo dijo que había de seguir adelante con la máxima indiferencia, puesto que nada valía la pena sino mirar por la propia familia. Luego, sin embargo, entonó una vieja canción revolucionaria, tapándole los amigos la boca al instante, por lo que después, él, respirando hondo, murmuró:

—Tenéis razón. Es mejor no cantar eso. Si acaso —añadió—, esto.

Y entonó una estrofa del «Cara al Sol», por lo que los amigos más precipitadamente ahora, volvieron a taparle la boca, al tiempo que le decían que ni una canción ni la otra, pues entonces no cumplía con lo que había dicho anteriormente. Dijo él, sonriéndose, un poco alegre:

—Estáis en lo cierto. —Y añadió, gritando—: ¡Vivan mis hijos! ¡Y vivan nuestros hijos!

—¡Vivan! —dijimos todos.

Y luego él:

—¡Y viva mi mujer!

—¡Viva! —dijeron todos, menos yo, que casi lloraba.

Y terminó:

—¡Y vivan vuestras mujeres!

—¡Vivan! —gritamos.

Y luego pusimos la radio, y bailamos, gritando aún vivas, como si de momento nos invadiera tal alegría que no pudiéramos sino alzar nuestras voces por cualquier cosa. Entonces yo, que bailaba con él, rompí todo aquello, aquel instante de alegría, aunque verdad es que ni ahora mismo sé cómo se me escapó el sollozo, pues lloraba, lloraba mucho, pero con la boca pegada al pecho de él, mordiendo casi sus ropas, para que no me oyeran, para que no descubriesen aquella repentina alegría que me había inflamado el corazón hasta hacer que me subiera a la boca y se me reventara, hecho agua, en los ojos. Todos dejaron de bailar, al oír mi sollozo, preguntándome qué me pasaba. Pero él les dijo que no era nada, que era, sí, por aquella alegría, porque al fin vivíamos unos días de Navidad como las gentes. Y me miró, besándome en la frente, mientras los amigos también besaban a sus esposas y luego llamaban a sus hijos, y a vosotros, para daros turrón, y un poco de anís con agua, porque todos debíais participar en aquella emoción mía que, después de arrancarme lágrimas, dejó como una paz limpia, serena, en mi alma.