LOS SUEÑOS SE ROMPEN, mueren. La alegría no suele durar mucho en casa del pobre. Hubiéramos vivido años verdaderamente felices, ¿y qué? ¿Y este momento? ¿Y esta realidad? ¿Es que no pienso en el presente, en este aquí y este ahora? Voy en una furgoneta alemana, al lado de dos hombres extraños, que hablan de vez en cuando, que fuman casi constantemente, y me marcho, con el recuerdo, a los tiempos viejos, malos o buenos, pero en los que tú, Juan, aún eras mi hijo vivo.
Los hombres me han ofrecido tabaco. ¿Fumar yo? ¿Cómo me sentaría un cigarrillo en los labios? ¿Y si lo aceptara, y luego una copa de ginebra, al llegar a un pueblo? ¿Por qué no hago algo disparatado? ¿Cómo es posible que esté serena y no haya perdido la cabeza?
Ángel sigue ahí. Se bajará al llegar a la frontera francesa. Nos detuvimos en un pueblo, a tomar café y a echarle gasolina a la furgoneta, y me lo dijo. Yo no hablé nada. No me bajé del vehículo. No he mirado a los dos hombres alemanes. No he mirado a nadie ni hacia ninguna parte. Voy aquí, sin moverme, desde que subí al vehículo en el patio del hospital. Luisa corrió unos instantes detrás de la furgoneta. ¿Qué hará ahora?
Ángel se queda, no sale del territorio alemán. De todas formas le abrazaré emocionada. Él me da calor, él trae a mis oídos viejas palabras que nadie pronuncia. Quizá por eso recuerdo un tiempo no del todo malo. No, lo recordaría igual sin que él estuviese a un metro de mí. Aquel tiempo existió, como existió anteriormente aquel otro, tan duro, tan amargo, y como existe ahora éste, donde las ilusiones han muerto de pronto, arrancadas de mi corazón, y del de tu padre, por esta muerte tuya. ¿Podré ver la calle donde vivimos con los ojos de antes? ¿Qué sentiré cuando escuche el ruido de una moto pasar por delante de nuestra casa? ¿Cómo latirá mi corazón cuando vea salir de los talleres Cebrián a los chicos que fueron tus compañeros, con el almuerzo en la mano, para sentarse en la acera, si hace buen tiempo, o correr hacia el bar, si hace malo, en donde comerán sus bocadillos, entre conversaciones alegres? ¿Podré permitir que Ángeles vaya al quiosco donde una mujer coge puntos de media y vende tebeos y chicles, mientras se entera de todo lo que ocurre en el barrio; podré dejar que ella, Ángeles, vaya una y otra vez a ese quiosco, para comprarse una revista o novela de príncipes azules, como si nada hubiera ocurrido, como si tu muerte no hubiese significado nada? ¿Consentiré que José Antonio escuche la radio, las retransmisiones de fútbol, y que baje al bar a ver «Bonanza», «Cheyenne» y «Caravana» en la televisión?
¿De dónde sacaré yo fuerzas, Juan, para que por lo menos las cosas que hagan tus hermanos no me parezcan monstruosas? ¿Podré oír las voces alegres de las vecinas, y las risas de muchachos como tú, en la calle? ¡Ha venido esto después de tanto tiempo! Ahora nos aproximamos a la frontera francesa. Diré adiós a Ángel, abrazándolo con fuerza. Luego seguiré escuchando las palabras ásperas, sin sentido para mí, de estos hombres que a veces, no sé si por equivocación, sonríen. Están lejos de ti y lejos también de mí. Van a nuestro lado, nos llevan hacia nuestra tierra española, pero entre ellos y nosotros están todas las montañas de la Selva Negra, todas las cordilleras nevadas de este país y de todos los países.
Y era verdad que poco a poco habíamos ido encontrando una vida mejor. Era verdad que yo reía, feliz, cuando tú, muchas veces un poco bebido, me abrazabas, diciendo:
—¡Hala, madre, baila conmigo!
Y decía yo:
—Calla, calla. ¿Bailar? Como te dé con la zapatilla…
Todo eso me parece mentira ahora. También, algo idiota, absurdo, pero yo debo de haber nacido para dejar que todas las manos gigantes y frías de todos los dolores del mundo y de todas las tristezas se posen sobre este pecho de senos escurridos.
No sabía ya, en aquellos años, cuando nació tu hermano José Antonio, si era que soñábamos o que habíamos encontrado, al fin y de verdad, una vida diferente. Ahora me digo que todo aquello fue un sueño, un sueño que crecía, que nos empujaba hacia terrenos falsos hacia caminos que nunca debimos pisar. Me decía entonces que todo aquello no era sino vivir una vida normal, una vida como la de los antiguos inquilinos del piso, por ejemplo, como la de aquella mujer gorda, palurda, que se llamaba Micaela, y la de aquel hombre, Francisco, el esposo, chófer empleado en una compañía de autobuses interurbanos. Éramos un matrimonio como ellos. Ellos tendrán ahora un hijo de veintiséis años y otro de veinticuatro. Ellos, según lo que yo pensaba entonces, seguirán viviendo como en el país de los sueños. O quizá no. Tal vez no puedan ser felices, pues entonces también pasaban sus malos ratos, sobre todo el hombre, que bebía en las noches de sábado, armando alguna que otra revolución en la casa. Pero ellos quizá no hubieran pasado un tiempo tan terriblemente duro como el que nosotros vivimos en Madrid. Por eso, aun viviendo en una relativa paz, no rozaban, como nosotros, lo que a mí me parecía felicidad.
Si todo aquello, Juan, que no era sino vivir normalmente, me parecía ya algo extraordinario, por lo bueno, y si no ambicionaba más, conformándome con todo lo que conseguíamos, poco o mucho, ¿por qué, después, ahora, sufrimos todo esto?
Si aprieto los puños, si grito, si le digo a Ángel que tire de mí y me arrastre por esos campos nevados y me lleve bajo los altos árboles de blancas copas, y que allí me desnude, dejándome bajo el cielo frío, entonces, hijo, creerán que estoy loca, que he perdido la cabeza. Yo deseo ahora gritar a tu amigo, deseo decirle que rompa mis vestidos, que me arranque las piernas, que me deje, descuartizada, en esta autopista por donde pasan, ajenos a nuestro dolor, tantos y tantos automóviles. Así, quedándome ahí sobre la nieve, no tendré ocasión de ver el cuerpo tembloroso de tu padre cuando se acerque a ti, ya en la frontera española, con el sobre donde, después de muchos pasos, traiga el dinero recogido, esas pesetas que necesitaremos para que otro vehículo siga llevando hacia nuestra ciudad este equipaje tan extraño para las gentes, tan querido para mí.