PODÍA ESTAR TRANQUILO y acercarse a mí sin miedo, si es que yo, en esta paz de ahora, tenía alguna atracción para él. Y debía atraerle algo, porque, pese a venir cansado, se me acercaba con un cariño que no eran sino ganas de ponerse a cabalgar sobre mi cuerpo.
—Pero ¿qué te pasa, Antonio? ¿Te vuelves crío, o es que te haces viejo?
No me contestaba. No era crío ni tampoco se hacía viejo, o por lo menos no tan de prisa como yo quise dar a entender. Podía comprobarlo en seguida.
—Antonio, hijo…
Era la ilusión, la luz de aquel sol, limpio y nuevo, que también le llegaba a él. Se habían alejado las nubes repletas de tristeza y veíamos un cielo limpio, azul. Verdad es que no podíamos ser del todo felices, porque los chiquillos de nuestra patrona gritaban, y ella gritaba, y Ángeles se nos ponía malucha constantemente, y tú, que ya ibas a la escuela, te peleabas con los chicos de la calle. Pero ¿qué importaba todo eso? Vivíamos ya casi como deben vivir las gentes que trabajan, estábamos todos juntos; eso era el sol, eso me empujaba a tener casi hermosos sueños.
Tu padre trabajaba a gusto con el camión. Por las noches, encerrados ya en nuestra habitación, me hablaba del trabajo, de los negocios de Moraga, de las casas que había proyectado construir por la parte sur de la ciudad, unos bloques de viviendas económicas, en donde, posiblemente («Mal tendrían que venir las cosas», decía tu padre) tendríamos nosotros una. ¿No era aquello para ilusionarse más? ¿No podían empujarme esas cosas a ver jardines llenos de sol, campos donde nunca caerían inoportunas nieves? Por otra parte, la vida no era ya tan dura para nadie como en aquellos primeros años de la posguerra, de los que siempre me acordaré, Juan, siempre, aunque viviese cien siglos. Ya se veía más alegría en todas las gentes. Todo empezaba a estar libre. Se edificaba. Los cines, aunque algo más caros, se llenaban de un público que parecía mejor alimentado. Nosotros también íbamos. ¡Dios mío, ir yo al cine! Eso me pareció algo extraordinario, algo casi irreal, algo que podría formar parte de aquellos sueños donde veía una casa con techumbre de oro. En Madrid había visto muchas veces la colas frente a las taquillas de los cines de barrio, unas colas compuestas casi siempre por chiquillos que vociferaban, por viejos que daban la mano a sus nietos y por muchachas que se dejaban acariciar ya por el novio. Nosotros nunca habíamos tenido ilusión, ni tiempo, para salir de casa y meternos en uno de esos cines, donde la gente mordía sus bocadillos o comía cacahuetes y pepitas de girasol. Sólo tú fuiste algunas veces con Soledad. Por eso hasta me emocioné y todo el día que salimos tu padre y yo para ir a ver una película, hermosísima por cierto, en tecnicolor, que se titulaba (esto, como otras muchas cosas, nunca lo olvidaré, fíjate). «Escuela de sirenas», y con la que yo me reí, pareciéndome a mí misma una extraña por aquella risa, por aquel contento que me rebullía en la sangre. Creo que ponía cara de boba, mirando a la artista, que nadaba tan bien, que era tan guapa, y casi me daba la sensación de que volvía a tener algún hermoso sueño, allí sentada en la butaca, al lado de tu padre, oyendo aquellas orquestas, la música, pegadiza, alegre, que tocaban aquellos hombres morenos, todos como acercando sus doradas trompetas a mis oídos, tan faltos, siempre, de algo que no fuesen ya los crujidos ásperos, secos, hirientes, de la vida dura. ¡Qué hermoso lo que veíamos, Juan! ¡Qué sensación de que soñaba, de que me había ido lejos, muy lejos, a no sé qué encantado país de otro mundo, con tu padre, tan faltos de paz y alegría los dos! ¿Qué hada maravillosa nos había transportado a aquel mundo de agua limpísima, de hermosas canciones, de gentes que reían y nos hacían reír? Era para seguir creyendo en los sueños. Pero todo eso no era nada, sino simplemente, algo de la vida, algo que disfrutaba mucha gente, otras personas, que también tenían penas, que también sufrían, quedándoles unas horas, sin embargo, en la tarde del sábado y del domingo, para, encerrados en la sala, olvidarse de todo y vivir junto a un mundo casi de ensoñación. Estas cosas, sencillas, al alcance de todo el mundo, nos habían pasado inadvertidas, como si nunca hubieran existido, y ahora, al acercarnos a ellas, era, sencillamente, porque nos habíamos metido ya en la vida normal de todas las gentes que sufren, pero que también ríen.
Ángeles crecía. Ya andaba. El tiempo se iba de prisa, porque la vida parece imponer una mayor velocidad precisamente cuando se empieza a saborear algo de su contenido. Tú ibas al colegio. Habías tomado la primera comunión, en el propio colegio, un día que también fue emocionante para mí. Tu padre me había comprado un vestido, que cosió la patrona, pues la mujer, aunque chillona y de aspecto burdo, tenía buenas manos para la aguja. Me compré unos zapatos. Tu padre también se había comprado un traje, confeccionado ya, que no le sentaba bien, ésta es la verdad, con las mangas de la americana un tanto cortas, por lo que yo estaba disgustada. Él me dijo que eso no tenía importancia, y nos fuimos al colegio, a verte, a estar a tu lado, a emocionarnos. ¡Cuánto tiempo que yo no entraba en una iglesia! Quizá por eso, cuando ya empezabas a andar, entre otros niños, en una fila solemne, hacia el altar, sentí aquel ahogo. Luego me puse de rodillas, con la cabeza muy inclinada, sin verte ya; sólo después, un momento, cuando recibías la comunión, para llorar apretándome la boca y las lágrimas, que tú viste, sin embargo, y que tu padre también vio, por lo que luego, los dos, no sabríais qué haceros conmigo, cuando a mí, la verdad, no me hacía falta nada, nada, sino mirarte a ti, verte, una y otra vez, con aquel traje de marinero que te habíamos comprado, con aquellos ojos limpios, con luz de alegría, como si nunca más pudiera venir a ellos el dolor y la tristeza. No esperaba, en nuestras épocas amargas, llegar a vivir instantes así. Siempre me habían parecido estos actos algo bonito, algo como un adorno, como una cosa necesaria en la vida de las gentes que no tienen preocupaciones, que no sufren. Padre y yo, con Ángeles a nuestro lado, estábamos viéndote a ti, en un colegio donde te habían admitido gratuitamente, por una recomendación de Moraga, hombre que pisaba con firmeza los caminos de todas las clases sociales. Ahora, nosotros, hasta sentíamos esa misma alegría que yo había visto, sin explicármela, en otras gentes que celebraban actos como aquél. Por eso no me importó el que padre convidara al señor Moraga y a unos compañeros de trabajo, ni que viniese la señora de las antigüedades y Jeroma, ni que luego yo llevara unas bolsas de caramelos a los hijos de nuestra patrona. No pudimos hacer mucho gasto, pero aquel desayuno era, para nosotros, rodeados de unas cuantas personas que te felicitaban a ti, como el más grande, el más extraordinario de los banquetes.
Los tiempos habían cambiado, gracias a Dios. Unos años más tarde quizá tuviéramos nuestra propia casa. ¿Por qué no había pensado antes que nosotros aún podíamos ser un poco felices? ¿Había estado realmente desesperada? Todo esto de ahora era como un regalo. Ver a tu padre llegar del trabajo, recibir su beso, escucharle las cosas que me contaba sobre la faena, era algo que yo, la verdad, no pensaba vivir ya. Por eso, pese a ser mujer de poca fe, nada religiosa, algunas noches, al irme a la cama, daba gracias a ese Dios que tú recibiste en un día limpio, de tibia brisa, en una primavera que parecía para nosotros algo así como un tiempo escapado de lo real.
Con este cambio se podía tener esperanza, pensando en una casa para nosotros solos, y que tú aprenderías un buen oficio, y que tu hermana iría al corte para ser, seguramente, una buena modista. ¿Que todo esto era soñar? Bueno, pero los sueños no eran sino los de la gente que tienen sencillas, modestas ambiciones; los sueños de esta gente que cuando alcanza algunas de las pequeñas cosas deseadas, se siente satisfecha, conforme, casi feliz.
Tuve que ser yo, que quería y no quería —y no sé bien por qué, quizá porque siempre se desea ser madre y se tiene miedo al mismo tiempo de serlo, por lo que sufres antes y después—; tuve que ser yo, Juan, la que le dijera.
—No pienses en todo lo pasado, Antonio. No tengas manías. Además, ¿no consultaste al médico?
Él me miraba.
—Sí. El médico me dijo que… Nada. Estoy… estoy bien.
—Entonces, ¿para qué esos escrúpulos?
Venció su miedo, el miedo de traer algo sucio a mi cuerpo, al hijo que tal vez engendrara. Lo quise más por eso. Esperaba, además, casi con ansia de muchacha que se ruboriza, que él venciera ese temor, esa aprensión. Recuerdo que era sábado, noche de sábado. Antes habíamos salido a dar una vuelta por el Parque, y yo había visto las hojas recién abiertas, y los regados paseos de grava, pareciéndome muertas para siempre las inútiles nostalgias. Pero también es verdad que, en algunos momentos, había llegado a ver, entornando los ojos, el parque de otros tiempos, el parque con ecos de niños que cantan, que juegan, con acordes de banda de música que interpreta fragmentos de zarzuelas. Era el parque por donde paseara mi padre, adonde iba yo las amarillas tardes del otoño. Eso quería decir que aún me faltaba algo, que todavía no podía ver las cosas en su belleza presente, porque otras horas, lejanas ya, se alzaban, con más contenido, por encima de las que estaba viviendo. Permanecía callada, al lado del hombre al que nunca dejé de querer. Veía los brotes nuevos en las ramas de los árboles, en los rosales, en las enredaderas. Veía los grupos de niños, más alegres que nunca. Os veía a vosotros, a ti, Juan, con un paquetito de almendras saladas en la mano, y a tu hermana chupando un pirulí. Veía al hombre de los globos y al del carrito de las golosinas. Pero de vez en cuando venían a mí los reflejos de amarillos —del amarillo de las hojas y del amarillo del sol poniente— de casi remotas tardes de otoño. Y yo no quería sino ver el parque de aquel momento, de aquella tarde de primavera, y a tu padre a mi lado, y a vosotros correteando por el regado paseo de grava. Por eso me esforzaba, cerrando los ojos; por eso hasta llegué a cogerle la mano a tu padre, como una novia tímida y romántica. No íbamos a arrullarnos. Estaba convencida de que él no iba ya a hablarme de amor. No pertenecíamos a ese tiempo tu padre y yo. Pero la verdad es que este amor, este querer en el que no se mezclan las palabras románticas, suaves, dulzonas, sino que, por el contrario, se habla de cualquier cosa (como hacía él, que decía no sé qué sobre las nuevas plantaciones en el Parque), es un cariño sereno, puro todo él repleto de paz, de una honda serenidad. No hacía falta sino que me apretase un poco la mano, o que os mirara a vosotros, para que yo comprendiera que él me quería, que tu padre, Juan, buscaría en mí nuevos hijos. Lo comprendía cuando regresábamos. Anochecía y las parejas de jóvenes enamorados se besaban junto a los troncos de los árboles. Él tomó a Ángeles, mientras yo te daba la mano a ti. Hablábamos de tu hermana, que estaba muy gorda y hermosa, durmiéndose en los brazos de él en aquellos momentos. Luego, ni siquiera la pudimos hacer viva para darle algo de alimento, mientras tú, cansado también, tomaste una cena ligera para irte, de prisa, a la cama. Él me ayudó luego, casi nervioso, a quitarme el vestido, que era el que estrené el día de tu primera comunión. Después me habló, sin poderlo evitar, de su miedo, de la vieja enfermedad, y le vi como un dolor nuevo, como si naciera de él un constante y más hondo arrepentimiento.
—No seas crío, Antonio —lo desafié.
Y es que ya llevábamos tiempo con aquel tira y afloja. Es verdad que yo no he sido nunca una mujer que busca el macho, o de lo contrario se cree morir. Pero por entonces me sentía como con algo alegre rebulléndome allá en el fondo del alma. Era como si los sueños donde veía campos soleados y nuestra casa con techumbre de oro me hubiesen calentado, hasta casi hacerlas arder, estas carnes mías, en otro tiempo tristemente resignadas a envejecer sin más goce. Por eso maté en él los inútiles escrúpulos. Y él, perdido al fin el miedo, empujó la barca, haciéndonos a la mar, guiados por el timón de nuestro amor viejo. Teníamos que encontrar un tiempo de bonanza, una mar sin apenas oleaje. Verdad es que yo había dado por perdidas muchas cosas, pero he aquí que de pronto me voy de viaje, me largo, con ímpetu de juventud, a recorrer unos mares que se mecen suavemente, y que me hacen abrir los ojos, y luego cerrarlos, y mover los labios, al tiempo que exclamo palabras que ahoga la brisa, que no es sino la respiración agitada del hombre. He aquí que yo, con tantas cosas olvidadas ya, me voy por los caminos de las músicas y de los soles, y sin que sea una realidad me parece incluso que trompetas de oro se acercan, de pronto a mis oídos, trayéndome melodías de países donde la carne es morena y caliente. Parece, también, que gentes nacidas para reír se suben a pedestales azules, de un cristal limpio, transparente, donde se mece el agua de otros mares, con el solo propósito de hacerme reír a mí, aunque bien verdad es que no necesito oír carcajadas de nadie para abrir mi boca y dejar que ella lance su risa por esta nueva felicidad. Y es que… Tengo que decírtelo, Juan. Yo no era yo. Me había ido por nuestro mar de amor para llegar allí donde hadas invisibles transforman mi cuerpo. Y ya estaba transformado. Era joven, una muchacha, y por eso sentí vergüenza, y hasta no quería ver la cara del hombre; pero él me sujetaba, no dejándome salir de aquella barca, donde, por otra parte, me sentía completamente a gusto. Me había hecho tan joven, tan chiquilla, que hasta llegué a pensar que él, después, se sentía culpable, como con pesar por si me había dejado sobre las carnes tiernas y limpias alguna huella de dolor. Después, sin embargo, me avergoncé porque había gritado un poco, como si de verdad él, hecho proa de barca, no pudiera surcar las aguas, o como si, pisando tierra firme, anduviese por las veredas nuevas de una selva nunca explorada; me avergoncé porque ya tenía los ojos abiertos y estaba viendo a Ángeles en su cuna, pareciéndome también que tú ni siquiera te habías dormido, sino que habías estado expectante, a la orilla de aquel mar donde nosotros, un poco fatigados, arribábamos al fin. Pero tú dormías, Ángeles dormía, y nosotros, después de miraros un instante, nos miramos también, besándonos, suavemente, en silencio ya, para en seguida apagar la luz del aplique, dejándonos atrapar por la sombra oscura, pero limpia, de un sueño tranquilo.