XXI

NO SE SABE CÓMO, de pronto, cambian las cosas, tanto cuando es para bien como para mal. Nuestra vida cambió de momento. A mí me parecía imposible. Tu padre era otro hombre, aunque después me he dicho que era el mismo de siempre, que él no podía cambiar, que su época de tabernas y prostíbulos se debía a un viejo cansancio, a una dura crisis, que lo iba exprimiendo hasta ya no poder resistir más. Ahora, en nuestra ciudad, se le veía sosegado. Era como si ya, en lo sucesivo, no pudiera sentir rencor hacia nadie ni por nada.

Yo pensaba. Aún nos quedaban muchas cosas que hacer, pero todo parecía arreglarse. Tendríamos una habitación realquilada, y más adelante, tal vez un piso. Era como si durante mucho tiempo hubiésemos sufrido un duro temporal. Habíamos tenido lluvias, nieves, hielos. No se veían los campos, no se veían los caminos. Éramos algo amenazado siempre por miles de peligros. Ahora cesaba la lluvia. Los campos, encharcados, fríos, cuando al fin sale el sol, parecen sonreír dejando escapar tibios vapores. Yo veía esos vapores, esos campos, llenos de sol, sin charcos, sin nieve ni hielos. Veía asimismo caminos, y árboles, y pedazos de cielo azul. Me llegaba el calor tibio, agradable, de todo aquello que al fin te acaricia suavemente. No importaba el que él aún se disgustara, al ir a Madrid y verse obligado a dejar el aparato de radio y algunos cacharros más al administrador, porque debíamos un semestre de alquiler; no importaba que aún, muchos días, el estómago le doliera, y que se cansara porque no encontraba un empleo. Era igual. Calentaba el sol. Las lluvias frías, los vientos ásperos, las pertinaces nieves habían desaparecido. Yo fui la que encontré habitación, yéndome un día con la señora de las antigüedades. En aquella casa había un matrimonio con dos chicos como de tu edad. El hombre parecía de los regañones y la mujer una de esas que gritan, que chillan por nada, y que ponen el aparato de radio a todo volumen para oír historias sentimentales y música de cantantes gitanas. Pero allí vi yo el sol. Desde entonces empecé a pensar, y pensando me decía que ya no tendríamos temporales y que nuestra barca iría, poco a poco, hacia un mar de aguas sosegadas.

No le había querido decir a Jeroma que fuese ella la que me indicara una casa donde pudiésemos alquilar una habitación con derecho a cocina. Me figuraba que entonces ella iba a decir que eligiera una mayor de su pensión. Fue mejor decírselo cuando ya teníamos aquélla, grande, con un amplio balcón, donde yo me sentía acariciada por el sol del tiempo apacible, bueno.

Podían seguir saliendo mal muchas cosas, pero yo hasta sonreía, ya en nuestra habitación, o cuando aún iba al hospital, con la pequeña, para planchar, repasar ropa, segura de que aquello no duraría siempre, sino presintiendo que él encontraría pronto algo bueno y seguro, donde le pagaran un jornal con el que vivir todos.

No sé por qué ocurren las cosas así, bruscamente. Tal vez no había sucedido nada extraordinario. Porque, si nos deteníamos a pensar, estábamos casi como siempre. Pero yo pensaba, pensaba y veía y os veía a vosotros como en otras ocasiones. Pero en un lugar diferente, es decir, fuera del área donde llegaban los fríos, las lluvias y las nieves. Nuestros cuerpos estaban delicados y sufrían por el hambre, pero eran acariciados ya por un viento tibio, limpio, un viento, una brisa, mejor dicho, capaz de curar todas las heridas. Verdad es que yo no podía hablar con él, ni contigo, de todas estas visiones, y que de haber dicho algo seguro que me hubierais considerado peor que nunca de la cabeza; seguro que hubieseis dicho que yo estaba débil, después de haber dado a luz la niña, y que nunca saldríamos de enfermedades, de tristezas, de dolores. Me callaba, o hablaba para mí, recreándome con los rayos de un sol de primavera, generoso, limpio, bueno, que me curaba de la honda tristeza acumulada durante tantos años.

Y no había ocurrido nada. Es decir, que seguíamos como estancados, sólo que ahora teníamos una habitación más amplia y una cocina asimismo más grande, donde yo guisaba, aunque no sola, sino en compañía de aquella mujer que no parecía feliz si no gritaba a los chiquillos o disputaba con el hombre que volvía, ya después de las diez de la noche, con las ropas azules de mecánico. Todo seguía poco más o menos como siempre, sólo que nosotros nos dirigíamos hacia un lugar diferente, como si, de pronto, hubiésemos tomado el camino al otro lado del cual se celebraba una fiesta. Podía ser la fiesta del sol y la brisa con poder de curación; podía ser la fiesta de los que, viviendo poco más o menos como siempre, oyen la risa de hijos nuevos, y esa risa se les convierte en esperanza. Podía ser asimismo la fiesta de las mujeres que, pese a tener muy poco que echarse a la boca, y a la de los hijos, y poco también para ponerse sobre las escurridas carnes, habían encontrado la voz confidencial y amiga del esposo alejado. Era una fiesta, una fiesta desconocida, allá lejos, pero en la dirección que nosotros habíamos tomado.

Así no importaba oír las voces de aquella mujer gorda, tetuda, sucia, que tenía que atender la cocina, a los hijos, y luego coser ropa para una fábrica de confecciones. No importaba ver al marido, la noche del sábado, que gritaba más de lo corriente. No importaba que los chicos disputaran contigo, y yo en vez de defenderte a ti defendiera a los otros, y la mujer, en vez de agradecérmelo, se irritara más. Ella no veía el sol. Ella se mojaba por la lluvia. Ella no oía las risas de Ángeles. A ella no podían importarle las risas de Ángeles. Ella decía que estaba harta de sus hijos, y yo le pedía a tu padre que no tuviera miedo, por su enfermedad, y me hiciera algún otro hijo. A ella le hubiera molestado ver a las dos prostitutas, y a Jeroma, y a la mujer de las antigüedades, metidas en su cuarto, y yo fui feliz cuando estuvieron una tarde a ver a Ángeles y entraron en nuestra habitación. Yo oía el cántico de los pájaros, y entonces ni siquiera las molestias en el estómago, por la falta de alimentación me importaban mucho.

No era nada. Estábamos casi como antes, como siempre. Pero yo había empezado a ver las cosas de diferente manera. Él estaba allí, a mi lado, y era ya un hombre sin amargura, sin rencor. Él no quería irse, ni hablar con nadie de todo aquello que pudiese dar motivo a que yo me quedara nuevamente sola con vosotros. Faltaban muchas cosas, pero casi todo lo que queremos puede ser nuestro cuando se ha recuperado la esperanza. Él me decía que yo parecía tonta, ahora, y que no era para tanto, que al fin y al cabo lo pasábamos bastante mal. Y entonces yo sonreía, diciéndole que mirase a la nena. La miraba, aunque un poco como a la fuerza. Luego te llamaba a ti y os ibais. Yo volvía alguna vez que otra por la pensión, y me gustaba hablar con la mujer de las antigüedades, que estaba un poco delicada últimamente. También hablaba con las chicas que subían de vez en cuando, y eso no hubiera podido yo hacerlo nunca de no pasar antes por donde pasé y verme como me vi y recibir las atenciones que toda aquella gente habían tenido conmigo.

De buena gana le hubiera contado a tu padre el sueño. Pero él estaba serio, él todavía decía palabras entre dientes, no sé si porque le dolía el estómago o porque no encontraba un empleo a su gusto. Pero yo tenía que contárselo a alguien, y pensé que tú serías el que me escucharas. También podía dirigirme a la vecina, que estaba por entonces algo más amable, gracias a que su marido, últimamente, no bebía tanto. Mas no se lo dije a nadie. Tú te ibas con padre, y la vecina decía que escuchase la radio, aunque luego tuviese que oírla a ella, que empezaba a contarme historias de su pueblo, de cuando era moza y la pretendía Francisco, el hoy marido, que era bruto como el primero. Tenía que hablarme a mí misma, reproducir, sin mover la lengua, y con los ojos abiertos, aquel sueño sobre el sol, que había descendido, en pleno mediodía, para venir, rompiendo todas las sombras, a calentar la casa nueva que nosotros habíamos construido. El sol tenía otros astros amigos, que venían a verlo, allí sobre el jardín donde nosotros nos tendíamos, desnudos, para recibir las caricias. Lejos, por los campos sin luz, se veían los montones de nieve, y los pajarracos negros, y los árboles con las ramas desgarradas, secas, sin hojas y sin flores, El sol abría su arca llamada de misterios, y nosotros entrábamos para ver otros jardines, deshabitados, adonde podríamos llegar siempre que supiéramos esperar, sin movernos, sin impacientarnos, quietos en aquel jardín que nosotros mismos, con nuestro esfuerzo, habíamos construido. Los demás astros eran de colores diferentes del sol, y cuando alguna lluvia indisciplinada venía a posarse sobre la tierra reservada para la tibieza, los ricos perfumes y la completa calma, era fuertemente castigada por el gigante que aparecía de pronto por detrás de nuestra casa con techo de oro.

Yo le hubiera preguntado a tu padre qué significaba esto, por qué veía estas cosas, qué misterio encerraba todo, y cómo era posible que las pesadillas se trocaran en sueños de calor y de luz. No le decía nada, y pude haberle dicho ya alguna cosa cuando él llegó contigo, loco de contento, como si también hubiera soñado, como si asimismo, igual que yo, viera el sol del tiempo bueno, la luz que nos hace esperar, la calma que nos sosiega la sangre, los campos que descubren paisajes amplios. Pero él no había soñado, y el sol que le calentaba era el sol del trabajo. Él se ensombreció cuando empezó a contar lo que le había sucedido, y llegó incluso a decir que le parecía mentira, que cómo era posible que hubiese hombres así. Se refería a Moraga, y le dejé que hablara. Moraga no era personaje de un sueño, como el gigante que alargaba sus manos para apartar la lluvia de nuestro jardín de oro. Moraga había estado con tu padre, vestido con un uniforme igual, cuando los disparos de fusil, de cañón y las bombas. No eran de la misma edad, pero fueron buenos amigos. Él decía que la gente es así, y hay que aceptar las cosas tal como suceden, y a los cobardes y vividores tal y como son, y más aún cuando nos pueden socorrer, ayudar, caso del tal Moraga, que no se marchó, como tu padre, a Madrid, desertando, porque no amaba el peligro, ni quería ser un héroe, ni deseaba, tampoco, que ganaran unos, éstos u otros, aquéllos. Quería hacer lo que hizo, y se escondió, y luego salió a la calle, blanco y lustroso, y dijo que viviera el país, y el jefe, y todos los jefes, y todos los ejércitos, y todas las jerarquías, y así pudo él luego, con la ayuda de unos y otros, iniciar negocios con los cuales se estaba enriqueciendo. Tu padre dijo que ya tenía empleo, y luego que le parecía mentira, pero que en todas partes había gente así, como aquel Moraga, que ahora era uno de los socios más importantes de «Asfaltos y Edificaciones, S. A.», empresa que se apoderó de todo aquel barrio donde yo había vivido para levantar nuevas casas, todas de varias plantas.

Yo le dije que eso era igual, y que él no estaba, precisamente, metido en el corazón del Moraga aquel, y que él, el constructor, podía seguir pensando en ver la forma de unirse a otros si es que existía el peligro de que, pronto, mandaran esos otros. A él le había dado trabajo, cobraría por ese trabajo, y nada más. Cada uno su vida, y nosotros al sol de la nuestra, que falta nos hacía calentarnos los arrugados, marchitos pellejos, sobre todo yo, que tal vez nunca pudiera tener ya un poco de lustre con tanto sufrimiento. Ahora, cosa increíble, tenía hasta leche para amamantar a Ángeles, que me estaba chupeteando a toda hora los pezones, hasta que yo no podía más, diciéndole que se retirara, que dejase para luego.

Así, por mis palabras, que las hubiera cambiado de buena gana por otras, por aquellas que tenía preparadas para contar lo del sueño, él se animó y dijo que era verdad, que llevaría el camión, cobraría los sábados y cada uno a lo suyo. Y no sé si fue por eso por lo que casi dejó que le contara las cosas que a mí se me habían metido entre ceja y ceja, pero lo cierto es que luego me decía que callase, que no empezara con mis disparates, y entonces venía y me tentaba las carnes, diciéndome yo que de nuevo tenía él gana de algo, de algún baile sobre mi cuerpo, pero también es verdad que le daba miedo iniciar esa danza, acordándose de «lo que le pegó». Soledad. Le decía que no tuviese miedo, que bailase, que yo también quería bailar, siquiera una noche, pues me sentía caliente del sol y limpia por aires repletos de aromas balsámicos. Dijo —recuerdo— que tendría que llevarme a un médico, pues le daba hasta miedo oírme hablar de todo aquello, y entonces yo —también lo recuerdo— recliné mi cabeza sobre su cuello y lloré, y no sé cuanto tiempo pasó hasta comprender él que aquellas lágrimas no eran por enfermedad ni por dolor alguno, sino porque nos estábamos acercando a la vida normal de las gentes que son un poco felices. Cuando él comprendió esto, me besó suavemente y dijo:

—María… Llora si quieres, María. Yo estoy aquí…