XX

YA ES DE DÍA. Todo el mundo está en pie. Hace rato que me llega el olor del desayuno. Aquí amanece muy tarde, en este tiempo, creo. No sé la hora que será. Es igual. Me traen el desayuno. También a Ángel. Son amables, aunque frías, estas gentes. Ángel me mira con curiosidad. Él ha dormido bastante. Yo, poco. Le digo:

—Anda, tómate esa leche, que se te enfría.

Y empieza a dar pequeños sorbos, bebiéndose poco a poco el contenido del vaso. Luego toma el pan con mantequilla. Yo hago lo mismo. Me he levantado. Ya estaba el personal del hospital en pie. Los médicos empezarán su trabajo en seguida. Los enfermos se desayunarán ahora. Se nota un agradable calor. El viento ha cesado casi por completo. Llueve sosegadamente. El jardín, con los árboles desnudos, me parece algo tristísimo. Ya no quiero seguir tomando más pan con mantequilla. Es un buen desayuno éste, aunque a nosotros nos gusta más el café con leche o el chocolate para mojar picatostes. He de verte de nuevo. He estado contigo, toda la noche, pero lejos de esta realidad, viendo otras realidades, también duras, tan duras que, en algunos momentos, me parecieron capaces de borrar ésta de ahora, con la que de nuevo temo enfrentarme.

Estoy en el depósito. Ángel me ha seguido. La llama de la mariposa es débil. Una de las velas del otro cadáver se ha apagado. Hay una mujer sentada junto a la puerta. Puedo ser yo, que no me he movido de aquí en toda la noche. Puede ser Luisa, que dejó el niño y volvió para llorarte.

No lo puedo evitar: alargo mis manos y te acaricio. ¡Qué frías están tus carnes! ¿Me traerán al fin los documentos que necesito? ¡Qué helada está tu cara! No puedes verme, Juan, ni a Ángel. Te miramos. Ya no me moveré de aquí, vengan o no vengan, traigan o no traigan los papeles. Quiero permanecer mucho tiempo a tu lado. ¿Por qué me fui a la cama esta noche? ¿Tan cansada estaba? Te he dejado solo. ¿Cómo habrán pasado esta noche los de casa? A veces le decía a tu padre que si se acordaba de su llegada a nuestra ciudad. Pocas veces hablábamos de esto. Los tiempos habían cambiado, gracias a Dios, para nosotros. Era mejor olvidar todo lo pasado. Esta noche, sin embargo, los dos hubiéramos hablado de aquellos tiempos, de toda nuestra vida. Tú, ahí muerto, nos hubieras empujado a esa conversación. Yo he recordado, y él también habrá acordado. Y Ángel habrá ido asimismo recordando los momentos buenos, allá en nuestra ciudad, y malos, aquí en Alemania, que vivió junto a ti. ¿Qué imágenes habrán desfilado a través de sus recuerdos? También es posible que Luisa haya recordado muchas cosas. Seguramente el día que te llamó gamberro, y la primera vez que te sonrió, y cuando la besaste con desespero, en el comienzo de lo que no podría terminar bien.

Ahora no la veo. ¿Vendrá después? ¿Cuándo me traerán los papeles? Ángel me toca en un brazo. Le miro. Ahí está el sacerdote joven, con un impermeable de plástico sobre el abrigo negro. Tiene aspecto de haber dormido poco. Se me acerca. Dice que vio a los chicos de la fábrica, y que esta mañana estará arreglado todo. Te voy a sacar de aquí, al fin, tal vez sin que tenga que moverme ya, es decir, sin necesidad de que yo salga a arreglar alguna cosa.

Llueve. Miro por una de las ventanas. Nos iremos, por las anchas autopistas de este país resucitado, a buscar las carreteras de Francia, y mego, en la frontera española, a encontrarnos con tu padre. No quiero pensar en ese encuentro. ¿Cómo estará él entonces?

—No resisto esto, María, el que Juan se haya ido…

Tenía a los otros, pero tú eras el amigo. Tú habías salido con él por las calles de nuestra ciudad a buscar casa y trabajo. Fuiste siempre, desde que cambió de vida, desde que olvidó aquel tiempo de tabernas y prostitutas, su mejor amigo. A todas partes ibas con él. Y tú, luego, al correr, le contarías todas las cosas. Y hasta «lo de Luisa» le parecería «cosa de hombres». ¡Cuánta comprensión siempre! Que te quería, eso era. Empezó a querer a Ángeles desde aquella primera noche que la conoció, dormida en nuestra cama de la pensión, y se ilusionó con ella, como se ilusionaría después con José Antonio; pero tú eras «su Juan», aquel hijo que marcaba los pasos de nuestra vida juntos. Os ibais al bar, al cine. Te acompañó cuando quisiste comprarte la moto. Por cierto que entonces casi «tarifáis», pues los tiempos no estaban aún «para motos». Tú le dijiste que la pagarías a plazos, con lo de las horas extraordinarias, y al fin accedió. Luego, cuando te la llevaste al cuartel, padre y yo estábamos preocupados, diciéndonos que éramos demasiado condescendientes contigo.

Creía que el sacerdote se iba a marchar, pero está aquí, a mi lado. Reza. Rezará por ti. Yo agacho la cabeza. Ni un Padrenuestro sale de mis labios. ¿Te rezaré algún día? Vuelvo a acariciar tus frías carnes. De pronto digo:

—¡No! ¡No…!

Y Ángel viene, para sujetarme por un brazo.

Repito:

—… ¡No! ¡No…!

Hasta que casi se me rompe un sollozo. Creo que voy a llorar, y ya empiezo a presentir ese bien, ese pequeño sosiego que sigue a las lágrimas. Pero es mentira. No lloraré. Esto hay que sufrirlo así, sin lágrimas, con los ojos bien abiertos.

Pasa el tiempo. Al fin vienen los compañeros tuyos. Y un señor, al que no conozco, con ellos. Quizá sea algún jefe de la fábrica, o del sindicato. Me dan una carpeta. Luego uno de los muchachos, seguido de Ángel, sale hacia el vestíbulo del hospital. Y al poco entran. Son varios, todos con impermeables o cazadoras de cuero. Unos son jóvenes, otros no tanto. Se me acercan. Llegan junto a tus pies. No dicen nada. Tienen la cabeza gacha. Uno de ellos me tiende un sobre bastante abultado. Dentro del sobre (lo comprendo en seguida) hay billetes, un buen puñado de marcos.

—¿Por qué esto? —pregunto.

Un hombre, que tiene los ojos húmedos y dolor en las palabras, dice:

—Es… es lo único que… que podemos hacer ya por… por él. Si sirve para… para que llegue antes a España.

Siento como un ahogo ahora. ¿Por qué no lloraré de una vez? Aquí estoy, seca como un árbol sin savia, fría como una piedra cubierta de escarcha. Miro a los muchachos, a este hombre que ha hablado torpemente. Y pienso que a lo mejor algún día hablaron mal de ti, o tú de ellos; quizá en alguna ocasión discutisteis. Ahora están aquí, para decirte adiós, después de haberme entregado el dinero de su colecta. Quieren que te lleven pronto, lo más rápidamente posible a España. Ellos pagan parte de este costoso entierro. Se lo diré a tu padre. Él les escribirá. Y los invitará también luego, cuando vuelvan. ¿Por qué han hecho esto? A tu padre se le humedecerán los ojos, y se quedará mudo, sin palabras en mucho tiempo, apenas se lo diga.

—Gracias, gracias… —les digo.

Y los voy mirando. Apenas si levantan la cabeza un instante. Parece como si ellos se considerasen culpables de todo esto. Yo les diría, incluso a gritos, que levanten la cabeza, que rían, que canten si quieren, que el sacrificio por esta emigración ya se había cumplido con tu muerte. O les pediría, por lo menos, que sonrieran un poco, que no mirasen con ojos velados hacia esa mesa donde yaces. Pero no tengo palabras. Me creerían loca si les hablara de ese modo. Voy alargando mis manos, tan frías, tan temblorosas, que ellos me estrechan y algunos hasta me besan con una emoción que se derrite en gruesas lágrimas de hombres. Y duele ver llorar a los hombres, Juan. Quizá tú también hayas llorado, aquí en esta tierra, pensando en mí, en nuestra casa cogidas tus manos al pecho enfermo. Estos muchachos, estos hombres me dicen algo, palabras que apenas oigo, y van pasando, despacio, lentamente, junto a mí, y te miran unos instantes, con la gorra o la boina en sus manos nerviosas, y luego se acercan a la puerta, y al fin salen, y yo me quedo contigo, y con Ángel, y con los dos compañeros que tanto se han movido para que pudiera sacarte pronto de aquí, y con el sacerdote, y con ese señor que no conozco. Se van tus otros compañeros, a cumplir con su obligación, a esperar que pasen los días, las manos sucias de las máquinas y el corazón puesto en la familia sola y lejana. Hoy tal vez pierdan alguna hora de trabajo. Hoy han hecho, sin embargo, un hermoso trabajo. Me rodean los que se han quedado. Se han ido los hombres que me miraban de una forma que difícilmente podré olvidar, cuando estrechaban y besaban mi mano, cuando deseaban tu descanso en paz, cuando tartamudeaban torpemente unas inútiles palabras de consuelo. ¿Le contaré todo esto a tu padre, Juan? No podré. Entonces quizá ya pueda llorar.

Ahora…

¿Qué dice Ángel? Están ahí los de la caja. Son dos hombres corpulentos. Te destapan. Digo:

—¡No! ¡No…!

Y entonces se detienen, mirándome. Les digo:

—Sí, pueden ponerlo en el ataúd.

El sacerdote me ha cogido paternalmente por un brazo. Ángel sigue a los dos hombres que te llevan hacia la furgoneta que espera en el patio. Andamos. Miro hacia la mesa donde yace el otro cadáver. La mujer me mira. Es vieja. Tampoco llora. Salimos. Hay personal del hospital cerca del coche. Los dos amigos tuyos me dicen algo sobre la carpeta que pusieron en mis manos. El señor desconocido me hace una especie de reverencia. Es serio, muy alto, y a mí casi me molesta verlo con aquel aspecto tan saludable, esforzándose, por corrección, en poner cara compungida. Me estrechan la mano otras personas. Oigo palabras, palabras en un mal español, palabras en alemán, sonándome todas como a algo hueco. Ángel me ayuda a subir al coche. Los otros chicos me miran. No puedo decirles gracias. Es ella quien se las da. Estaba por allí, sin duda, o ha venido corriendo. Me abraza. Su abrazo es sincero. ¿Qué voy a decirle? Ha venido para despedirnos. Lo esperaba. Luego quizá vaya a casa para preguntarnos dónde te hemos enterrado.

—No puedo irme —dice—, por el pequeño. Pero…

Ella sí llora. La miro a los ojos. Son hermosos los ojos de Luisa, Juan. Pienso que te han querido, que te han mirado con amor, también con un deseo loco. Odio un poco esos ojos; siento pena al instante por esa mirada llena de lágrimas. Los dos hombres que te pusieron en el ataúd y te sacaron para colocarte dentro del furgón, se han sentado en la cabina, a mi lado. Uno de ellos dice algo que no entiendo. El otro me habla en español. Que tenemos que partir. Bien, adelante. Luisa me coge las manos. Quiere besarme otra vez. Ya no le es posible. La veo ahí. Corre unos momentos detrás del vehículo. Veo al señor desconocido, a tus dos compañeros que ta to han trabajado, al sacerdote joven, que ni siquiera he aprendido cómo se llama, y al personal del hospital que salió a despedirnos. No veo a Ángel. ¿Dónde se ha marchado, sin decirme nada? ¿Cómo puede haber hecho tal cosa? ¿Y por qué yo no lo he llamado? De pronto miro hacia atrás, por el cristalito de la cabina y lo veo a tu lado, sentado junto al ataúd. Sabía que no podía irse sin decirme nada, sin despedirse de ti. He presentido que estaba cerca de nosotros, y ahí está, mirando las tablas, mirando la cruz plateada. Y ahora, sin poderlo evitar, me estremezco, y digo:

—¡Ángel!

Y él levanta la cabeza, para agacharla de nuevo al instante. Miro otra vez hacia adelante, sin ver los altos edificios ni la lluvia, que pone un celaje gris sobre las calles de esta enorme ciudad, y sin ver luego, tampoco, la amplia carretera, ni los campos cubiertos de césped, ni las extensas factorías, ni las nubes que se rompen en finísimas gotas. Te voy mirando a ti, allí junto a Ángel, y tú entonces ríes porque el amigo te habla de viejas aventuras vividas los dos juntos. Después, con los ojos entornados ya, me parece ver también a vuestro lado, a un hombre enjuto, de cabellos blancos, que os dice vayáis todos a tomar una cerveza, y tú dices que no es mala idea, y sonríes a tu padre, mientras yo veo de nuevo la «autoban», y los campos verdes, y las nubes grises reventadas por sus vientres que casi rozan las chimeneas de las fábricas, al mismo tiempo que pienso que Ángel, ahí en el furgón, haciéndote compañía por lo menos hasta la próxima ciudad, me da como un calor de familia, un calor como del fuego recogido y ordenado de los viejos hogares españoles. Después, sin embargo, vuelvo a alejarme de todo, pensando sólo en tu padre, al que debemos encontrar en la frontera española.