XIX

Querido Antonio:

Si sales pronto —Dios lo quiera— y vas por casa, a lo mejor te quedas en ella y luego ni siquiera preguntas a los porteros por nosotros. Quizá hagas bien. Esto que hemos hecho es abandonarte. Pero yo no podía seguir allí. A lo mejor crees que nuestra huida se debe a que nada nos importas. No pienses eso, Antonio. Juan te nombra mucho, preguntándome por ti. Y yo… ¿Qué hubiera hecho yo para recuperarte, para tenerte de nuevo, sin violencias, a mi lado? No te guardo rencor por lo de Soledad. Tampoco a ella la odio. Me habéis hecho sufrir, pero ¿qué importa eso cuando existen dolores más profundos? Sabes que voy a tener otro hijo; tal vez la niña que deseabas. Es posible que esta nueva maternidad se la debamos a ella. Soledad te empujó a acercarte a mí, con desespero, salvajemente, aquella noche. Primeramente te odié, Antonio. Era más fuerte que yo el asco, la repugnancia. Luego pensé que ya no era la Soledad que tú habías querido estrujar con tus manos, sino yo misma, María, tu María, la pobre mujer que elegiste por esposa, que de nuevo recibía amor, un amor violento, pero algo auténtico también. Soledad volvió por casa un día. ¡Si supieras en qué momento llegó! Ya hablaremos de todas esas cosas algún día, si es que nos buscas. No podía seguir en Madrid por varias razones, muchas de ellas más fuertes que el recuerdo de tu abandono hacia mí. Todo eso está perdonado, puedes creerme. Pienso en ti. Pienso, y mi cuerpo, apaleado por la vida, se estremece. Juan es mi compañía, mi aliento. A veces pienso… No me gusta recordar algunas cosas. A Ramón, por ejemplo, pues él te empujó a que creciera en ti una rebeldía no del todo muerta. No he ido a despedirme porque, falta de fuerzas, temía ver a aquel hombre, al que llamaste amigo. Los amigos no hacen daño a sus amigos. Ese hombre te ha llevado a la cárcel. Espero, sin embargo, que salgas pronto, y que vendrás en seguida a buscarnos, aunque también puede ser que golpees la puerta, las paredes, los muebles de nuestra casa, no acercándote nunca más a nosotros. No he pedido ayuda a nadie, como hiciera en otras ocasiones. No quise entrar en la casa de los señores de Jiménez Luna. Estaba desesperada y hubiera llorado mucho delante de doña Paloma. No puedes imaginarte los ratos, tan terriblemente tristes, que hemos pasado, solos, al poco de que te llevaran a ti. Pero… No, no te lo voy a contar. También tú lo estarás pasando mal. ¿Nos escribirás? Estamos, como puedes ver, en nuestra ciudad. Aquí… He querido recuperar algo de lo perdido, un calor muerto por el frío de muchos inviernos. Nada de lo viejo me rodea. Sólo la ciudad, con sus antiguas callejas, con sus plazuelas, con sus iglesias, y el Parque. Juan y yo salimos todas las mañanas y recorremos los sitios por donde, en aquellos tiempos en los que aún soñaba, solía andar otra mujer, no la Miaría de hoy, tan deshecha. Me vine aquí, como si manos queridas fueran a acariciarnos a nuestra llegada. Escríbenos, Antonio. Que no te perdamos. Ve, si quieres, a buscar a Soledad, si crees que de verdad la necesitas. Pero no nos abandones del todo. Voy a tener tu segundo hijo. Tuve miedo de que llegara encontrándome sola en una ciudad como Madrid. Daré a luz en el hospital de aquí. Ya me ha visto el médico. ¿Cómo quieres que le ponga al pequeño? Yo he pensado que si es niño, Antonio, o José, o estos dos nombres juntos, y si es niña, Ángeles. ¿Qué te parece? Escríbenos si puedes, si te dejan. No puedes figurarte… Pero ¿para qué creerme que estoy tan mal, si lo que debo hacer es pensar en ti? No te guardo rencor por nada, Antonio; no me lo guardes tú tampoco por haber dejado nuestra casa. Vente aquí, apenas salgas, y luchemos por encontrar, y para siempre, una verdadera casa. Te quiere…

Esperé contestación. Llegaron antes los dolores. Tú me mirabas.

—Mamá, mamá…

Te cogí de la mano para salir hacia el Hospital. El muchacho de gafas oscuras hablaba con la señora de las antigüedades. Luego salió.

Jeroma. En la acera había una prostituta, una Sole ya deshecha, cuarentona, que ultimaba el trato con un hombre gordo y de ojos saltones. Era al anochecer.

—Necesitaría un taxi… —dije tímidamente.

Y el muchacho de las gafas fue corriendo a buscar uno.

Nos fuimos, los dos solos, y aquella noche, a las doce, tú, Juan, tenías una hermana: había nacido Ángeles. La vi, con una carita minúscula, sonrosada y con la pelusilla oscura. La apreté contra mi pecho. Apenas me había quejado. Los médicos dijeron que era una mujer valiente, fuerte. Tuve que sonreírme. Me dieron caldo, caliente, muy rico. Luego pregunté por ti. Dormías. Al día siguiente yo te diría: «Mira, Juan, la cigüeña, que…». Pensando esto me entristecí. ¡Qué lejos de nuestra vida las poéticas y pueriles historias de hadas, de cigüeñas, de cartas a París! Todo era tan duro, tan real, que luego pensé decirte que había dado a luz mi segundo hijo, que era una niña a la que pondríamos de nombre Ángeles. Eso te diría, sencillamente.

Me dormí, rendida. La niña lloró un poco luego, y cuando el médico comadrón creyó oportuno la amamanté. Entonces deseé que tu padre rompiera los muros de la cárcel, que volara por los aires, apartando todas las negras nubes, y que me estrechase fuertemente contra su pecho. No podía mirar a nadie ya viéndome a mí dar el pecho a su hija, tan deseada en un tiempo por él. Pero tu padre, Juan, ni siquiera había escrito. Esperamos en vano su carta. A ti te cuidaban las monjas. Yo les dije que, por favor, fuesen a la pensión por si habíamos tenido carta de tu padre. Fue un enfermero. Nada. Quise llorar y mis ojos parecían secos. Luego apreté a Ángeles. Tú habías venido a verla.

—Mira, Juan, tu hermana…

Sólo te dije esto. Y añadí después:

—Es tu hermana, bésala.

Le dijiste algo. Las monjas sonrieron. Luego, yo hablé de tu padre. Hablaba para mí sola, pero en voz alta.

—Tiene que venir. Vendrá… —dije.

Y casi aplasté a la pequeña entre mis brazos. Pensaba en las veces que deseé la muerte, llamándome cobarde, sintiéndome responsable de otra muerte, que pudo llegar, con las nuestras. Quizá por eso quería mucho más a tu hermana. La acariciaba, diciéndole mil cosas en voz alta. Las monjas me miraban, un tanto displicentes, como comprendiendo esta ternura mía, igual que si ellas también, algunas veces, hubieran sentido este hondo amor de madre. Me cuidaban bien y pronto estaría repuesta. Por eso pensaba ya en un trabajo para mí. Pero ¿y la pequeña? Un problema. Y otra vez a darles vueltas a los pensamientos. ¿Por qué no tendríamos nosotros una casa, Juan, y una paz, y un vivir digno, como otras gentes? Pensé volver a Madrid. Y otra vez los pensamientos, girando. ¿Qué haríamos en la buhardilla? ¿Dónde os dejaría a vosotros? ¿Y si fuese, una vez allí, a casa de los señores de Jiménez Luna? ¿Podría trabajar llevándoos a los dos? No pediría ningún dinero, sino que trabajaría por la comida mía y la vuestra; también pediría algo para llevarle a tu padre.

—Volveremos a casa, volveremos… —dije, animada.

Pedí papel y pluma y, aunque todavía estaba débil, escribí una carta…

… Ya ha nacido Ángeles. Es hermosa, Antonio. Me hubieseis hecho sufrir mucho más, tú y la vida, y estaría agradecida ahora a ti y a la vida. ¿Quieres creer que, pese a todos los sufrimientos, soy casi feliz? ¿Cómo pueden hacer tanto bien a una madre estos hijos, el uno de ocho años y la otra recién nacida, cuando se tienen aquí cerca, cuando puedo acariciarlos, cuando ellos, uno consciente y el otro inconscientemente, también me acarician? Antonio, si estuvieras libre, si pudieras ver a tu hija… No quisiera decirte nada que llevara dolor a tu pecho. Ten ánimo. Ten esperanza. Saldrás. Puedes ir, si quieres, luego, por las calles donde vive y trabaja Soledad. Dile que la recuerdo. Que no le guardo rencor. Que tenemos una hija que también es un poco hija suya. Dile lo que quieras. Acuéstate con ella, si lo deseas, si crees que «eso» te puede hacer feliz. Pero ven, ven luego; ven y besa a esta hija tuya, tan hermosa, a la que mañana, si Dios quiere, bautizaremos, poniéndole Ángeles de nombre. Te quiere siempre…

Pasaron los días. Ya estábamos en la pensión. El dinero se terminaba. Los huéspedes vieron a tu hermana, y la mujer de las antigüedades, aunque de aspecto extraño, casi sin palabras para nadie, le compró un chupete, y el chico de las gafas oscuras un sonajero, y Jeroma me dio un bote de leche. Entonces, aquel día, Juan, yo dije que el mundo no es malo, repitiendo estas palabras varias veces, hasta que mi garganta se quebró en sollozos, y tú viniste a mi lado, creyendo ¡qué sé yo! que me daba un ataque y que la nena se me iba a caer de los brazos. Los huéspedes y la dueña me parecieron gentes buenas, con educación, con alma predispuesta a la caridad, y hasta las dos prostitutas que llegaron a las primeras horas de la noche no se me antojaron sino dos muchachas sucias de cuerpo, pero con un corazón grande, pues ellas, enteradas por la dueña de que yo había dado a luz días antes una niña, y que me encontraba en difíciles circunstancias, dejaron a la hora de pagar las habitaciones un donativo para mí. Esos donativos fueron a engrosar una especie de suscripción que había iniciado la señora de las antigüedades, pues luego me trajeron harina, azúcar y café, y otro bote de leche. ¿Por qué me había parecido aquel mundo tan malo? ¿Por qué he pensado tantas veces que en esas calles estrechas, repletas de vicio, no existían sino cuerpos egoístas? Guardé silencio, viendo todo lo que habían traído a nuestra habitación. Al día siguiente tomé la pluma y el papel para escribir nuevamente a tu padre, aunque ni una sola esquela habíamos recibido de él. Y…

Le estaba contando todo lo que habían hecho aquellas gentes; le hablaba de mi emoción por aquellas acciones; le estaba diciendo que casi había sido rozada por una hermosa felicidad, al ver la caridad de unas gentes, cuando, de pronto, oí pasos que se acercaban a nuestra habitación. Dejé la pluma. Me temblaban las flacas piernas, pues yo había reconocido aquellos pasos, que no podían ser sino los de tu padre. ¡Y eran de él! ¡Era él, tu padre, Juan, que llegaba, que había salido de la cárcel, que venía a vernos, seguramente para vivir siempre ya con nosotros! No nos dijo nada de momento. Se quedó mirándonos. Le miramos tú y yo. Miró él luego hacia la cama, donde dormía Ángeles. Y fue a ella a quien abrazó primero. Estaba allí, con nosotros. Era un hombre viejo, muy delgado, más cansado por este segundo golpe de ahora. Cuando pudo hablar dijo:

—Perdona, María.

Le abracé, sin decirle nada. Luego te miró a ti. Parecía como si se avergonzara al mirarte.

—Juan… —dijo.

Y te puso una mano sobre la cabeza.

—Abrázalo, Juan —te dije yo a ti.

Los huéspedes y la dueña ya sabían que aquel hombre era mi marido. Él lo había dicho al tocar a la puerta y salir Jeroma. Ahora hablaban de nosotros. Luego, él les agradecería las atenciones que habían tenido conmigo. Dejó la niña sobre la colcha, mirándola aún. Después, cuando tú te dormiste en una cama improvisada sobre sillas, él habló mucho, casi hasta la madrugada. Yo le cogía las manos, diciéndole que no le guardaba rencor, que estaba allí y eso era lo más importante.

—Estuve enfermo —dijo—. Por Soledad —añadió.

Entonces sí odié a Soledad. ¿Quería a tu padre para eso, para envenenarlo en su alma y en su cuerpo? La odié, apretando los puños. Luego sonreí levemente, diciendo:

—Pero te has curado, ¿no?

—Allí, en la enfermería.

Tenía la cabeza gacha. Comprendí que cuando un hombre le dice esas cosas a su mujer es que le duele todo lo vivido lejos, de espaldas a ella.

—No quisiera que ya… —prosiguió, fatigado.

—Duérmete, Antonio —le dije—. Ya seguiremos hablando.

No me había dicho nada de nuestra casa de Madrid. Tuve miedo de preguntarle. Pero eso tenía poca importancia ahora. Me cogí a su pecho y dejé que mi cabeza reposara allí, mientras él alargaba la mano para acariciar a la nena.

—Estás aquí… —murmuré aún.

Y dijo él:

—Aquí…

Y nuestras palabras fueron ahogadas por un sueño lleno de paz…