XVIII

ME CANSABA QUE JEROMA, la dueña de la pensión, estuviera mirándome a cada instante como si yo fuera un bicho raro. Temí que me conociera, que dijese al fin que me había visto antes. En seguida empezó con las preguntas. Luego te miraba a ti. Yo procuraba hacerme la desentendida. Tú sí respondías. Tú, hasta que luego yo, a solas, te dije que te encogieras de hombros, le decías que habíamos venido de Madrid, que allí teníamos una casa pequeña, con terrado, una casa que querías mucho, sobre todo por aquella terraza donde tanto habías jugado y desde donde podías ver otras azoteas, y los tejados, y los hilos del tendido eléctrico. Luego, la mujer empezó a mirarme a mí agriamente, como si sospechara que yo te había pedido que no le respondieras a nada. ¿Por qué aquella impertinencia? Estuve a punto de tomar de nuevo la maleta y el bolso y salir a la calle para buscar otra pensión. Habíamos andado por el barrio donde estuvo la casa de mis padres, y primero pensé buscar alojamiento por allí cerca. Después nos vendríamos hacia estas calles estrechas del centro, a esta plazuela de los Jardines, para meternos en la pensión de igual nombre. La gente que había hospedada parecía como si no fuese de nuestro país, tan sombría. Había una mujer que se dedicaba a la compraventa de antigüedades y un muchacho que siempre llevaba gafas ahumadas. Todo el mundo parecía, igual que nosotros, llevar sobre sus espaldas el peso de la tristeza. Jeroma era, sin embargo, una mujer habladora, preguntona, indiscreta, aunque sabía estar al quite, y sonreír, pidiendo disculpa, cuando los clientes la miraban con un gesto de fastidio.

Me cansaba de que nos mirase tanto y de que hiciera tantas preguntas. Habíamos alquilado una habitación pequeña con un ventanuco que daba a un estrecho patio de luces, por donde subían olores de sumideros, y olores de cocina, y las canciones desentonadas de una muchacha que abría y cerraba grifos, chapoteando ropa sobre el agua de una pila. Oíamos también, por las mañanas, las descargas de las cisternas de los retretes y hasta las conversaciones de los vecinos, malhumorados muchas veces. Era una pensión de ínfima categoría, y pronto pude comprobar que Jeroma, con sus falsas sonrisas y sus aires de misterio, había sido una mujer dedicada, en otros tiempos, a oficios más rentables. Tenía los cabellos rubios, teñidos, por lo que ocultaba estupendamente las canas. Se pintaba mucho y solía calzarse, hasta para ir por la casa, con zapatos de tacón alto. Vestía faldas ceñidas, y al andar movía el trasero como si aún pudiera levantar a su paso las miradas sin ilusión de los hombres que la rodeaban.

Nos habíamos metido allí porque pensé que nadie podría reconocerme. Por la plaza de los Jardines había pasado yo muy pocas veces. Lo mismo por las calles adyacentes, con tantas tabernas, bares, cafetuchos y casas de mala nota. La plaza tenía dos jardincillos de setos raquíticos, con una pequeña fuente, sin agua ahora. Las casas eran viejísimas, con balcones, y las mujeres que allí habitaban salían a tomar el sol a aquellos balcones, despeinadas aún, y hablaban unas con otras, y palpaban la ropa que habían puesto a secar. Por la mañana pasaban hombres de aspecto sombrío, con la barba crecida, las ropas manchadas de yeso o de grasa, hacia su trabajo cotidiano. Había un viejo a la puerta del bar Flores, que vendía tabaco, y más allá estaba el ciego —joven aún— que pregonaba los cupones y la lotería.

La pensión tenía habitaciones que daban a la plaza y otras a una calleja, la más ruidosa de todas las del barrio. La nuestra era interior, y tú, Juan, querías que tuviésemos una de aquellas que daban a la plaza, por donde, en las mañanas, entraba un sol apetecible. El comedor estaba en el centro, y no tenía luz directa. Jeroma había puesto, fuera de la lámpara de cinco brazos, una bombilla de poca potencia, que siempre tenía que estar encendida, dando un aspecto triste, de sótano iluminado con candil, a aquella habitación en cuyas paredes, repletas de viejas y oscuras litografías, podía verse, entre cuadro y cuadro, el papel descolorido, con borrosos arabescos formando hojas, espigas y flores.

No era nada extraño que muchas noches vinieran, para ocupar las habitaciones que daban a la calleja ruidosa, reservadas con ese fin, algunas mujeres que hacían su mercado por los bares y cafetuchos del barrio. Aquello me hizo recordar a Soledad y a tu padre, también a Ramón, el anarquista que lo empujó hacia esa segunda ausencia. Y también me empujó a sentir deseos de huir lejos, a cualquier sitio. Y sobre todo me empujaba, en las noches de desvelo, a querer asir nuevamente el mundo perdido. Aquellas mujeres subían, seguidas de hombres de mirada torva, inquieta, brillante, a los que ya les temblaban las manos pensando en el goce, tan próximo, que iban a vivir. Ellas daban un golpecito en la puerta, siempre entornada, y decían: «Jero…», y la dueña salía, sonriente, casi haciendo reverencias, y conducía a la pareja hacia la habitación desocupada, llevándole en seguida unos paños y agua caliente, para retirarse con unos duros en la mano, que luego contaba casi con mimo.

Nosotros disponíamos de algún dinero, no mucho, y sólo pedí que nos alquilara la habitación, una de las más baratas, dejándonos la cocina para que yo preparase nuestras comidas. Así empezó para los dos una nueva vida. Lo peor vendría dentro de unas semanas, cuando yo ya no pudiera sino esperar a tu hermano o hermana. Pensé qué haría entonces. No veía ninguna solución. Ni la dueña, ni la criada de ropas negras que andaba por la casa como una sombra, ni tampoco los huéspedes, me inspiraban confianza como para pedirles que me ayudaran. Tampoco era prudente que yo empezara a trabajar por entonces.

Necesitaba que me viese el médico, y por eso, sin decir nada a nadie, te tomé de la mano y nos fuimos al hospital. Fui bastante bien atendida. Daría a luz allí, pasado un mes, y posiblemente todo saldría bien. Me hicieron muchas preguntas, un médico y luego una monja. A la monja le hablé más claramente. Y ella, al escucharme, decía: «¿Sí? Vaya, por Dios…». Pero sin estremecerse, acostumbrada, a lo largo de su vida de religiosa, a ser testigo de más tristes calamidades.

Salí animada. El médico me mandó unas inyecciones, que me pondrían allí mismo, en el hospital, y la monja me dio un frasco de reconstituyente, del que tomábamos los dos. También me dijo el médico que paseara. Por eso empezamos a salir todas las mañanas. Íbamos al Hospital, me pinchaban, y luego nos dirigíamos hacia el Parque, para después, sin poderlo evitar, acercarnos hasta donde había estado la casa de los abuelos.

El barrio había cambiado por completo. Todos aquellos solares, desde el cuartel hasta la ciudad, carretera adelante, los había adquirido una inmobiliaria. Se veían grandes naves, repletas de yeso, cemento, hierro y ladrillos. Entraban y salían camiones. Más allá había unas maquinarias triturando piedra negra. Se levantaban nubes de polvo. Los trabajadores estaban sucios y escupían una saliva oscura, casi negra, un amasijo que debía de herirles los pulmones.

No podía permanecer mucho tiempo allí. Antes, detrás de nuestra casa, había unas huertas, con sus casas blancas, donde podían verse carruajes, mulos, caballos, y desde donde me habían llegado, en todos los amaneceres, el canto de los gallos, el cacareo de las gallinas, el mugido de las vacas. Todo aquello había desaparecido. Primero lo ocuparon las tropas y los milicianos. Luego lo había comprado esa empresa de la construcción que hacía carreteras, asfaltaba calles y levantaba edificios de varias plantas.

¿Para qué seguir allí, Juan, entre el polvo blanco del yeso y el polvo gris del cemento, oyendo el ruido de los motores y las voces de los hombres? ¿Podría acaso ver mi vieja casa, con su portal de losas rojas, con su amplia cocina, con la alcoba grande de los abuelos, con la salita-biblioteca, en donde se sentaban mis padres, ella para hacer punto, él con un libro en sus manos, blancas, pequeñas, un poco temblonas? ¿Vería los muebles oscuros, los cuadros con litografías, uno con un óleo, que era un paisaje urbano de la ciudad, la calle Mayor, tan llena de comercios de rótulos llamativos, pintados por un amigo del abuelo? ¿Dónde fue a parar todo eso, Juan? Yo dejé la casa como después la de Madrid, sin apenas tomar nada, diciéndome que ya volveríamos. Pero ni entonces volví ni después, a la otra, tampoco. A la ciudad fue tu padre solo, y todo era ya depósito de municiones, como casi todas las viviendas del barrio. Recuerdo que no hice ningún comentario. Lloré un poco, en silencio. Los muebles quizá hubieran sido repartidos entre los milicianos, me dije. Era lo mismo. Nada íbamos a recuperar. Luego, acabada la guerra, el dueño de todas aquellas casas, o sus herederos, lo venderían todo a algún hombre enriquecido ve tú a saber de qué forma.

Nos volvíamos, carretera adelante. No sé si algunas de aquellas mujeres que aún vivían en sus casas modestas me reconocerían. Yo no las miraba. Quizá no vieran en mí sino a una desconocida, a una mujer de andar vacilante, que ocultaba, bajo las raídas ropas, un vientre no del todo lozano. Nos deteníamos por las callejas del centro. ¡Qué lleno de recuerdos todo! Miraba yo la fachada de la Catedral, y a los hombres que vendían el tabaco de colillas, sentados en la escalinata, al sol, y a los niños que no iban a la escuela y que perdían el tiempo allí, jugando a los tejos, intercambiándose cromos y tebeos. Recorríamos la plaza Mayor, el mercado, donde comprábamos un poco de verdura, unas patatas y una barra de pan moreno, que yo guardaba en el fondo del bolso. Pensaba ya a qué clase de trabajo me dedicaría después. Mis fuerzas y mi estado no me permitían hacer nada por entonces. ¿Cómo viviríamos más adelante? El dinero se nos terminaría poco después de dar yo a luz. Pero ¿por qué pensar siempre en lo peor, en cosas que nos inquietaran?

Quería pasear por las calles de mi ciudad, y las recorría contigo. Cualquier viejo que tomaba el sol, sentado a la puerta de su casa, o en los bancos de un paseo público, podría ser el abuelo resucitado. Me acercaba a esos viejos y los miraba un instante, mientras tú, sin comprender, tirabas de mi mano, impaciente, deseoso de llegar no sabía yo dónde.

Luego, en la pensión, preparaba la comida, nos sentábamos en nuestra habitación y comíamos, en silencio, oyendo la canción desentonada de una joven, y los grifos, que chirriaban, y las cisternas de los retretes, un olor a verduras cocidas, a guisos sin aceite, subía y bajaba por aquel estrecho patio de luces con las paredes húmedas, recaladas por los reventones y escapes de las viejas tuberías. «Mañana… ¿Qué nos deparará el día de mañana?», solía preguntarte, aunque no quería pensar en el futuro. Pero eso era imposible. También pensaba en tu padre, del que nada sabíamos. ¿Cómo estaría? ¿Saldría pronto? ¿Vendría a vernos? ¿Se iría con Soledad? ¿Buscaría a viejos camaradas para seguir metido en líos? Luego dije, en voz alta:

—¿Por qué no le escribimos?

Tú me miraste.

—¿A padre? —dijiste.

—Sí.

—Escríbele.

—Le escribiré, sí. Mañana le escribiré.

Y aquella tarde recuerdo que bajamos de nuevo a la calle para comprar cartas y sellos.