SIGUE EL VIENTO. Debo de tener los ojos hinchados. ¿Cómo es posible que pueda estar acostada, Juan? Es por el cansancio. Estoy rendida. Ángel también debe de haber llegado con mucho sueño. ¿Tendrá frío? Yo me siento ahora un poco mejor, más sosegada. Eché un corto sueño antes. Luego he estado pensando. ¿Es que no comprendo bien lo que ha ocurrido? ¿Es que no doy la importancia que tiene el que tú estés en el depósito? O quizá sea por eso, porque no puedo dejar de pensar en ti ni un solo momento, y de esta forma, quiera o no, tengo que darle vueltas a nuestra vida, siempre tú por medio.
Ahora aprieto las ropas sobre mi cuello. Pronto se hará de día. He pasado miedo en algunos momentos. Se oían las ramas de los árboles y las maderas de una ventana. Es fácil entonces pensar en las viejas historias de fantasmas que nos han contado alguna vez. La abuela de los cuentos se iría al cielo. ¿Habrá un cielo para nosotros, Juan? ¿Qué es el cielo? ¿Cómo se gana el cielo? ¿Lo ganan las gentes que rezan, o las gentes que sufren? ¿Cómo será Dios? ¿Es justo o injusto? ¿Por qué nos da estos latigazos? Yo pregunté si había venido un confesor a atenderte y me dijeron que sí, el capellán católico, y también, luego, un sacerdote español. He hablado yo después con ese sacerdote español. Es joven, casi de tu edad. Viste de paisano, un traje gris oscuro, y lleva al cuello una tirilla. Tiene mucho trabajo aquí, me dijo. Hablaba con naturalidad, pero un poco emocionado. Yo no podía calmarle. Él parecía comprensivo. Me puso una mano sobre la cabeza, como si quisiera apartar, con la suavidad del que ama, los malos pensamientos que se amontonaban bajo mis cabellos encanecidos. Le dije:
—¡Ay, si usted supiera…! Cuánto llevaré pasado, cuánto…
Se quedó en silencio, y aquel silencio me ayudó a derramar unas lágrimas, serenándome. Después sé que ha estado con dos de tus compañeros activando todo para que pueda sacarte de aquí cuanto antes. Quizá venga con los chicos apenas amanezca. Ángel también debe conocerlo. Hablé con él, aunque no mucho, de Luisa. Él dijo:
—Estas cosas, estas cosas…
Y se quedó pensativo, con las manos juntas, como si rezara. Le hubiera contado muchas cosas de nosotros, de nuestra vida, especialmente de ti. Tenía que marcharse y me quedé sola. Tú ya habías muerto y Luisa estaba a tu lado. Se marchó luego, con el niño. Creerá que la odio. Un poco sí. También la comprendo. A veces, una mujer… Ella tenía a su esposo. Sin embargo, ¿qué le faltaba?, ¿qué le diste tú? Tendré que hablar con ella algún día, sobre el niño. Ahora me parece que la veo pasar por nuestra calle. Salían los hombres de los talleres, dejaban de amasar el yeso los albañiles de las obras. Tú pasabas algunas veces a su lado con la moto, a buena velocidad, como para asustarla, y ella, según supe, te decía gamberro. Le tenía tirria yo a esa mujer, tan peripuesta siempre. Después me enteré que te seguía diciendo gamberro, pero que eras un gamberro simpático, por lo que ya, cuando pasabas a su lado y le decías algo, ella te sonreía. Luego, el mismo marido creo que te llamó para que le arreglaras la estufa de butano. ¡Pobre ignorante! O tal vez no lo fuera. Ve y adivina por qué te llamó, pues más tarde, cuando lo supo todo, ni siquiera le tocó a ella el pelo de la ropa, que suele decirse. Hay hombres y hombres. Tú ibas ya de vez en cuando a aquella casa, entrando como en la nuestra. Encarna tenía motivos para enfadarse. Pero sabías reconciliarte con ella. Eras un pinta, comentaban. Nunca oí que dijeran: «Es una mala persona». No lo eras, como tampoco tu padre lo había sido. Él hasta era indiferente con respecto a las mujeres. Sólo yo era mujer para él. Luego… Los hombres siempre lleváis ese deseo de poseer a todas. Tú ya estabas metido de lleno en el lío. Y ahora, Luisa… ¿Quieres creer que siento pena por ella? ¿Vendrá a despedirnos? Ahora, ella…
Pronto veré la claridad plomiza del amanecer. Se oyen algunas sirenas. Las fábricas empiezan a abrir sus puertas. Por el hospital olerá pronto a los vapores calientes del desayuno. Habrán empezado a encender las cocinas. El viento cesa. Alemania entera se estará desperezando. ¿Odio a este país? Es un pueblo nuevo, rehecho. He visto muy poco y no sé de él nada más que lo que una y otra vez me fueron contando. Al venir hacia aquí no podía fijarme en nada. Pensaba en ti y en toda nuestra vida, como he pensado después.
Mañana, es decir, hoy, un mundo de trabajadores se lanzarán a sus puestos en talleres, fábricas, laboratorios y oficinas. Tú no oirás el agudo lamento de las sirenas. Tus compañeros hablarán de ti durante algún tiempo. Ángel contará muchas cosas, con disgusto, todavía con tristeza, a los que trabajan con él en Stuttgart. Luego, unos y otros irán olvidándose de ti, de mí, de estos días, de todo…
¿Nos iremos hoy? Ahora me he serenado. Vi imágenes fantasmales, pero la proximidad del nuevo día me hace estar más tranquila. ¿Qué habrá hecho tu padre? ¿Y Ángeles y José Antonio? Las vecinas habrán ido a casa, y tal vez alguna de ellas se haya puesto a rezar un rosario por tu alma.
Cuando lleguen estas fechas, estos días del frío febrero, yo tendré siempre un instante para pensar en ti, para llorar, para mover los labios y rezar despacio un Padrenuestro. Serán fechas con números completamente negros, de luto que no se olvida. Ahora, otra vez siento deseos de protestar, y a la garganta me suben de nuevo gritos que he mantenido sujetos más allá del corazón. Quisiera decir que no hay derecho, que no es justo sufrir de esta forma. Pero ¿para qué chillar?
Me sereno. He querido que las manos de Ángel, convertidas en tus manos, me acariciaran estas carnes flacas, cansadas. La cabeza me zumbaba, Juan; parecía como si se me escapara del cuerpo, toda repleta de pensamientos, de imágenes, de pesadillas. He pasado miedo. Aún sufriré crisis nerviosas antes de encontrar a tu padre, si es que lo encuentro, allá en la frontera española. Pero es que me han golpeado demasiado fuerte. Un hachazo, otro. Un verdugo cruel dándome golpes, partiendo mi cuerpo en mil trozos. Cuando mi corazón se detenga, agotado por completo, le diré a Dios, si es que lo veo, si es que alguna vez hay un Dios para mí, que he cumplido a conciencia esta serie ininterrumpida de dolores, de sacrificios, que lanzó sobre mi vida, como si yo, alguna vez, hubiera mirado al cielo con ojos violentos. Pero ¿qué sé yo de Dios? ¿Qué sabemos nosotros de todo ese mundo que existe más allá de las nubes?
Tengo temblor en las manos. Oigo la vida, que se despereza, en torno nuestro, y ya no podré, sin embargo, verte a ti mezclado en esa vida. Pero ni una sola lágrima salta ahora de mis ojos. Lloro, pero no aquí, sino allá donde, solamente en compañía tuya, dejaba que la niebla de un amanecer de otoño me fuera mojando las ropas, las carnes y el cansado esqueleto de mi cuerpo, con un terrible cansancio ya.