AHORA COMPRENDO PERFECTAMENTE por qué nos marchamos a nuestra ciudad. Era como si yo, al llegar allí, fuese a encontrarme, aún vivo, el mundo muerto, el tiempo perdido. ¿Podría resucitar ese mundo? ¿Qué podríamos encontrar ya de aquel otro tiempo? Seguramente nada. Pero nos íbamos, como si luego de recorrer más de doscientos kilómetros en tren nos fuésemos a encontrar una casa, una familia, unas manos amigas. Debía de estar terriblemente desesperada. Me hubiera sido imposible seguir viviendo en la buhardilla. Ya no me quedaban fuerzas para bajar y subir la escalera. Tampoco hubiera podido resistir el encuentro con los señores del principal. Teníamos que marcharnos. Hasta el olor, al mediodía, del clásico cocido, que en otras ocasiones me había gustado tanto, revolvía mi estómago ahora. Y, por otra parte, me sería muy difícil salir al terrado sin pensar en los momentos que precedieron a la llamada de Soledad. Vería la muerte, sus sombras, sobre las losas rojas, y quizá volviera a asomarse a la calle con deseos de besos negros, de dar un beso último, allá abajo, en el duro suelo color de tristeza.
¿Qué diría tu padre en cuanto supiera que nos habíamos marchado? Era mejor no pensar en él, sino hacerse fuerte y mirar hacia delante. Por eso, ahogando unos pensamientos que traían niebla a mi cabeza, pude verme en nuestra ciudad, con una enorme maleta, un bolso y tú a mi lado, temblando por el frío de una mañana de otoño. Había comprendido que nos sería muy difícil seguir adelante sin recordar la cama caliente que habíamos dejado, y la cocina, y la terraza donde tú salías a jugar. Un mundo amargo quedaba atrás, pero ¿qué teníamos delante? ¿No habíamos dejado, después de todo, una casa, la nuestra, la única que yo, luego de casada, había tenido?
No convenía mirar hacia atrás. Era mejor seguir adelante, encontrásemos lo que encontrásemos. El mundo era todo como una mancha negra, como una gran ciénaga, y nosotros flotábamos, pero siempre con peligro de ahogarnos, en esas aguas pestilentes. ¿Por qué no se puede ser feliz? ¿Por qué yo, que de muchacha me había atrevido a soñar, vivía una realidad tan dura?
Anduvimos por el paseo de la Estación. Una claridad gris besaba las paredes, húmedas por la niebla. En el suelo y sobre los bancos había hojas amarillas. Pasaban algunas personas, embozadas en sus gabardinas o impermeables. La niebla quizá se convirtiera en lluvia. Las gentes eran como sombras que absorbía la bruma. Todo dormía, sin embargo, aún. ¿Hacia dónde nos dirigíamos? La barriada donde siempre había vivido yo estaba en la parte opuesta de la ciudad. ¿Qué encontraría allí? Las calles del centro estaban algo cambiadas. De pronto me vi niña, me vi muchacha, y vi a mis padres. Era cuando, junto a ellos, regresaba, en ese mismo tren, de un viaje a Madrid. ¿Por qué entonces no sentía el sueño, ni el cansancio, ni siquiera la humedad de la niebla pegajosa? Ahora, Juan, yo había tomado la maleta y el bolso y había salido, contigo, a buscar inútilmente lo que ya había desaparecido. Pero siempre pensaba en el mundo muerto, en la vida que hace años vivimos. Andar en pos de ese imposible es otra manera de soñar. Siempre, pese a vivir dentro de una realidad tan dura, tan amarga (o quizá por eso), he sido un poco soñadora. Huíamos de nuestra casa de Madrid, pero una fuerza tal vez superior a la de la huida había también en mí, empujándome hacia vanos encuentros con ilusiones imposibles de hacerlas revivir. Esa ciudad, la mía, me atraía, me daba un inútil calor, un calor falso, presentido en sueños. Íbamos para no hablar con nadie, para no saber adonde dirigirnos, extrañas y al mismo tiempo familiares todas las cosas que veían nuestros ojos. El paseo, esa plaza, las calles estrechas, los comercios, un garaje, el sereno que se retira, un carro de barrenderos que sale, una vieja que va a misa, el sonido de una trompeta, el tantán de una campana, y un perro vagabundo, y ese otro paseo, y los edificios de los Bancos, y los bares, y la avenida que sube hacia el Instituto, la Normal y las clínicas y sanatorios, y el Parque, con la blanda niebla sobre sus viejos árboles…
Andábamos, mirando yo hacia todas partes, la niebla de unas lágrimas calientes empañándome los ojos. Mi ciudad, una vida imposible de recuperar… Estábamos en ella, Juan, como si mis padres, tus abuelos, fuesen a salir a abrirnos la puerta de una casa que ya no existiría. Yo iba a ser madre por segunda vez. Tu hermano o hermana nacería en la ciudad donde yo nací. Ese mundo era el nuestro, el mío; también el de tu padre. Tu padre no podría enfadarse porque yo hubiera abandonado nuestra casa de Madrid. Tu padre ya no me quería. Poco podía importarle, por tanto, todo lo que hiciera. No era malo, sin embargo. Quizá de vernos aquí, en un amanecer húmedo de octubre, nos hubiese abrazado. Soledad iría a verlo. ¿Cómo pudo trastornarlo de aquella manera? ¡Cuánto quería yo a mi ciudad! Ahí el cine, donde a veces iba con las amigas. Aquellas tardes de sencilla felicidad, tan lejanas… ¿Podrán reconocerme aquellos que me trataron? ¿Buscaría la casa donde me quiso tu padre? ¿Cómo reaccionaría él al ir a la buhardilla? ¿Le escribiríamos?
Todo eso me preguntaba yo, hijo, en aquella mañana de niebla. Tú tiritabas. Nos fuimos, calle Ancha adelante, hasta llegar al Parque. Los grandes árboles dejaban caer sus hojas, pausadamente, como si la niebla las apretara en ese corto espacio. Las vimos caer en los paseos de grava, junto a los setos, sobre los bancos. De los árboles, además de esas hojas, se desprendían grandes gotas, que emitían un ruido sordo al caer sobre el césped. Anduvimos por un paseo, luego por otro. La claridad gris ponía su velo húmedo, blando, suave, sobre los troncos y ramas. No se podía oír música, y yo escuché de momento los acordes de una banda en mañana de domingo. Te tomé de la mano y nos sentamos sobre las húmedas tablas de un banco. Me dijiste algo. No sé si protestabas. Yo seguía oyendo la música. De pronto sonreí, apretándote en la cara. Luego te besé, despacio primero, casi con violencia después. No nos movíamos. Oímos nuevamente el tañido de una campana. Cerca había una iglesia. Pasaron dos mujeres con velo a la cabeza. Después pasaron dos niños, con el cuello de la gabardina alzado y las manos en los bolsillos. Nos miramos. Yo te tenía apretado a mí, a mi abrigo raído, a mi cara sin lustre, al vientre hinchado, donde se estremecía la que iba a ser tu hermana Ángeles. No me hubiera movido de allí durante horas. Estaba ya alargando mis manos para recuperar una vida muerta. Estas manos mías, Juan, tan delgadas, tan llenas de temblores siempre, se extendían, fíjate, tocando las finísimas gotas de la niebla. Quería asir y retener algo, un algo invisible, un algo sin cuerpo, como los gases de aquella niebla que te hizo toser. Pasaron otras mujeres y vieron mis gestos. Se dijeron algo, unas a otras, mirándonos. Luego volvieron la cabeza. Yo quería tocar un mundo desaparecido. No las hubiera escuchado, de decirnos algo. Oía música, y risas de niños, y canciones de muchachas. Veía globos, y carritos con caramelos y helados, y al abuelo, sentado en este mismo banco, junto a nosotros, tocándome de vez en cuando la espalda. Oía sus palabras. Veía a un amigo suyo, a un viejo como él, o quizá con muchos más años, que llevaba barbas y venía a nuestro lado para saludarnos, cortésmente, destocándose. Me fijaba en sus ropas negras (las ropas de aquel hombre de sonrisa amable), y en la cadena de plata del reloj, cruzándole el pecho, y en su sombrero. Era un viejo profesor del Instituto, o un inspector de la Normal. Un antiguo amigo del abuelo, que nos sonreía, que me preguntaba cómo iban mis estudios. Seguían las risas a nuestro alrededor. No había niebla. La música se perdía, dulzona, por entre los árboles. Luego, de pronto, dejaba de oírla. ¿Quién lloraba? Eras tú, Juan, cogido a mí. ¿Por qué aquellas lágrimas? ¿Es que tú no extendías las manos para tocar un mundo desaparecido? Claro, tú no habías pertenecido a aquel mundo. Pero yo sí. Y no quería que me interrumpieras, ahora que lo tocaba.
—Mírame —te dije—. Mira, Juan: yo toco el sol, yo rozo las viejas primaveras, yo puedo hacer que el gorjeo de los pájaros se convierta en música, yo… Pero ¿lloras, hijo? ¿Lloras?
Tú no veías nada, y yo no te veía a ti. La niebla se había hecho más espesa. Oímos de nuevo la campana. Teníamos frío. Mis viejas primaveras se escapaban. Los soles tibios huían. La realidad estaba otra vez allí, con su peso gris. Llamábamos la atención, sentados en el banco, con la maleta y el bolso al lado. Mejor irnos, pensé. Mejor dejar quietas ya las manos que palpaban imágenes inútiles. Pero estábamos en nuestra ciudad y eso era difícil. ¿Por qué había vuelto yo al lugar de mis sueños sin realidad?
—Déjame, Juan. Déjame que atraiga hacia nosotros el sol suave de lejanas tardes de otoño…
Me dejabas. Ya no querías mirarme, y llorabas casi en silencio, como si comprendieras mis desquiciados deseos. Yo atraía hacia nosotros el sol tibio de lejanas tardes de otoño. La gente iba hacia el Estadio, en masa, como en manada, hablando animadamente. Yo estaba allí, en aquel banco, viendo a todos los que pasaban, y sin ver a nadie. Veía a Ulises luchar contra las sirenas que querían cautivarlo. Veía al dios Poseidón mandar todo su poder sobre los siete mares, para destruir al héroe. Veía al dios Zeus poseyendo a Danae, después de convertirse en lluvia de oro. Veía a Edipo, lejos de la casa paterna, en el palacio del Polifo, rey de Corinto, quien lo había adoptado como a hijo, para verlo después en la casa donde nació, cohabitando con Yocasta, su madre, cumpliéndose así la profecía del oráculo. Veía a Don Quijote hacer penitencia mientras Sancho llevaba un mensaje a Dulcinea. Veía a Lazarillo buscar comida por las calles de Toledo para él y para su amo, el arruinado pero orgulloso hidalgo. Veía a Santa Teresa recorrer los caminos de Castilla para fundar el Carmelo. Veía… Las gentes gritaban luego allí donde veintidós hombres daban patadas a un balón. El sol se mezclaba por entre las ramas de los árboles. Me caían hojas. Me saludaban los pájaros con sus gorjeos últimos. Se iba el sol. Una ligera bruma ponía velos casi invisibles por entre las hojas amarillentas. Junto al estanque de verdosas y quietas aguas reían los niños viendo saltar a los peces de colores. La masa volvía del Estadio. Yo no había andado, recorriendo, sin embargo, los mares del mundo, junto a Marco Polo. Estaba allí, en aquel mismo banco donde tú y yo tiritábamos en la mañana húmeda de otro otoño, y sin embargo había recorrido junto a Don Quijote y Sancho los caminos de la Mancha. Dejaba que pasaran los que ahora comentaban, alegres o disgustados, los incidentes de aquel juego que yo no entendía. Me levantaba después. Los niños también se iban. Y los viejos, y los vendedores de golosinas. Y las niñeras y los soldados. Un ligero temblor del primer frío me recorría las carnes. El estanque quedaba sin voces infantiles al lado. Me acercaba. Los peces se escurrían por entre la ova, acercándose a los trozos de papel (fundas de caramelos, un cromo viejo…) lanzados por los muchachos. Los libros descansaban en mis manos. Volvía a casa al fin, lentamente, espigado y apenas sin carnes aquel cuerpo mío, con un alma repleta de sueños y un corazón que se preparaba, sin advertirlo, para enfrentarse con las más duras luchas.
Tú no podías ver ese mundo, pero yo lo rozaba, alargando mis manos. Por eso te decía:
—No, déjame. No me hables. No llores. No me interrumpas…
Iba por los paseos, cerca de las parejas de novios que habían salido a estrujarse junto a los troncos de los árboles. Ellos venían, yo me iba. No podía verlos aunque los mirase. Llevaba dentro de mí un amor por todo, un amor por mil cosas que tal vez no tuvieran vida.
—… Déjame. Calla, Juan.
Me mirabas sorprendido, porque volvía a alargar mis manos con peso de libros recordados, con frescor de anochecer sereno sobre su piel. Me dejabas, y así yo veía el cielo rosado, y los campos sembrados de patatas, y una pinada, allá lejos, y la carretera blanca que se alargaba hacia los pueblos serranos, y la otra carretera, de color gris, que se perdía, recta y llana, hacia los pueblos blancos de las tierras de trigo. Veía las casas bajas de las afueras, y la iglesia que estaban construyendo, cerca ya de nuestro domicilio, y que se quedó a medio hacer, convirtiéndose después en almacén de víveres para los milicianos.
No podías romper mi ensoñación, Juan. Temblábamos los dos. Al fin, me levanté. No quería ver nada más. No quería ver la casa hundida de los abuelos, porque entonces me acercaba a otro mundo más próximo, lleno de dolor ya. Tomé la maleta y el bolso y echamos a andar, algunas miradas curiosas sobre nuestros cuerpos mojados por la niebla.