¿QUÉ PODRÍA HACER YO, Juan, en aquella situación? En otras circunstancias, es decir, de no haber estado embarazada, hubiera podido trabajar, volver, por ejemplo, a casa de los señores de Jiménez Luna, o al principal izquierda. No me importaba humillarme, pidiendo un trabajo incluso de rodillas.
Esperé un poco más. Él no salía. Y era muy difícil seguir esperando. Por eso me encaminé al barrio de Argüelles, una mañana bien temprano. Pero luego no llamé a la puerta de aquellos señores que tantas cosas habían hecho ya por nosotros. No quise llamar. No quería que me vieran. Sentía, sin saber bien por qué, vergüenza de nuestra pobreza. No hubiera podido decir que tu padre estaba de nuevo en la cárcel.
Fui al almacén y compré arroz. Me lo pusieron —los saquitos— en cajas de madera y tiré del carro de mano. Tú me ayudabas. Era preciso ganar unas pesetas. Iban a ser pocas, pues por entonces ese mercado empezaba a desaparecer. Los márgenes eran escasos ya. Por otra parte, pocos serían los viajes que podríamos hacer, pues me era muy difícil subir ya aquellas cajas a nuestra vivienda.
Ahora pienso que en mala hora decidí comprar y vender nuevamente géneros todavía intervenidos. Es verdad que nadie de la escalera nos había molestado, supieran o no la verdad de nuestros trajines. Pero aquel día presentí que nos iba a pasar algo. Nadie nos había preguntado por tu padre y, sin embargo, esa tarde me tuvo que preguntar nuestra vecina.
Iría a un acto religioso. Bajaba entonces y me saludó, y luego me dijo que no veía a tu padre, que si estaba enfermo. La miré fijamente. No sé qué me empujaba a mirar así. Mi sangre debía de saltar por las venas. Doña Carmen sonreía, pero con cara como de lástima. Se me escaparon las palabras. No fui yo, sino mi rabia, quien dijo aquellas palabras.
—¡Es usted una hipócrita!
Tú esperabas en la calle, al lado del carrito, guardándolo, mientras yo subía una de las cajas de madera. La señora Narcisa me había visto entrar, y ahora ya estaba fuera de su cuchitril.
—Sí, una hipócrita… —repetí, empujada por mis temblores de rabia.
—Pero ¿qué dice? ¿Me insulta?
—Sabe de sobra donde está mi marido, ¡lo sabe!…
Había querido seguir subiendo, con la caja apoyada en la cadera. Ella se me puso delante. Dijo, mirándome:
—Éste es el pago que recibe una. Ésta es la forma que usted tiene de pagarme el bien que le hice. ¿No sabe que hemos podido hacerles daño, siempre que nos hubiera dado la gana?
Salió el hombre. El señor Anselmo estaba preparándose para marchar a la fábrica, y también asomó su cana cabeza. Me miraban todos. Al ver al hombre frente a mí me crecieron los temblores, y comprendí que me saltarían más palabras, que nadie pondría freno a mi lengua. La que luego se llamaría Ángeles parecía empujarme hacia unas fuerzas que se me amontonaban en la boca y en las uñas de las manos. Estaba harta, deshecha, mil veces rota, y no me importaba nada, no me importaba estallar, soltar mi sangre revuelta, mi hiel acumulada.
—¿Qué le dice a mi esposa?
Aún no tenía miedo. Tú, en la calle; padre, en la cárcel, y Ángeles, en mi vientre, me empujaban a mirar con ojos de fuego. Ya no podía pronunciar palabras, pero en el temblor de mi boca se dibujaba la hache de hipócritas, la efe y la ce de falsos cristianos. No me importaba la presencia del hombre, como no me hubiera importado la presencia de mil hombres, todos con pistola, o todos con manos largas y finas, sucias de firmar denuncias. Iba a subir un peldaño cuando él me preguntó:
—¿Puede decirme qué lleva ahí?
Entonces sí, entonces perdí las fuerzas, me llegó el miedo y comprendí que esta pérdida del dominio de mí misma nos había hundido.
—¿A… aquí?
Vi la mano, un poco temblorosa; vi los dedos, que fueron empujando la caja, hasta que se venció a un lado, hacia atrás, para caer al suelo, escalones abajo, desclavándose dos tablas y dejando ver los saquitos llenos de arroz.
—Anselmo…
—Diga, don José.
—Recoge eso, voy a telefonear.
Yo quería decir que no, pero las palabras hacía rato habían huido, más allá de las muecas acusadoras de mi boca temblorosa. El hombre subía, la mujer me miraba con lástima, mientras otra mujer, que salió del segundo derecha, se acercaba a mí, tomándome del brazo. Subí hasta el segundo, y luego un chico de aquella casa fue por ti, y los dos tomamos leche caliente, aunque yo no sabía bien si lo que me daban era un vaso de leche o cualquier otra cosa. También, luego, ya en casa, toqué el paquete que aquella mujer, apenas conocida y sin palabras, nos había dado.
Se me pasaba el ahogo, el temblor de las manos y la boca. Nos rodeaba el silencio. Nuestros trajines habían muerto. Era igual. Si venían por nosotros, ¿qué? No me importaba. Quizá pudiéramos irnos antes, a cualquier sitio. Allí sería difícil seguir viviendo ya, aunque no nos molestaran.
Al día siguiente estuvimos encerrados en casa, esperando alguna llamada que me haría temblar de nuevo. No llegaba nadie. Yo pude haberme tranquilizado, pero pensaba en el suceso del día anterior, y algo malo crecía dentro de mí. Pensaba también en tu padre, y ese algo malo se agigantaba. Verdad que oía el piar de los pájaros en el tejado, y que, no sé si por eso, te tomé y salimos a la terraza, y luego, allí, vimos el cielo, muy limpio, muy azul. Pero los pensamientos no se iban. Quizá por eso miré hacia la calle, y sentí deseos de besar, desde la altura, aquel suelo gris. Tú también darías un fuerte beso, un beso de muerte, a aquel suelo, y te tomé por los sobacos. Hay momentos que una persona siente hasta felicidad pensando en su beso con la muerte. Yo sentí hasta un cosquilleo que traía sonrisas a mis labios. Miraba hacia la calle de suelo gris, casi negro, y te dije:
—Tú verás, verás qué bien, luego…
Pero oí de nuevo los pájaros, y me rozó, con su beso suave, el blando vientecillo del anochecer, al mismo tiempo que voces lejanas, perdidas entre nubes invisibles, parecían decirme que esperase. Yo no quería esperar, y por eso estaba allí, pegada a la verja, con aquella rara felicidad metida en el pecho. Poco a poco iba imaginándome ríos de sangre en la calle, y entonces era todavía más feliz, porque alcanzaba a ver el gesto de miedo, de horror, en las caras de los que se acercarían a nosotros, empujados por su curiosidad. Así, tranquilamente, con un casi sosiego de alma, me fui viendo muerta, sin ningún dolor ya, mezclada en una completa paz. Quería estar segura, verme libre de desesperaciones, de nervios, de locos arrebatos, y esperaba. Incluso me pasé las manos por el vientre, recordando que «allí había alguien», y que no debía hacer caso a sus gritos, a sus voces pidiendo vida.
Pero es difícil esperar tranquila. Oí llamar y me dije que al fin, aunque tarde, venían, no sé si con papeles para ir a pagar multa o quizá para que me fuese con ellos. Aquél fue el mejor momento. Ellos empujarían la puerta, entrarían en la casa, y nosotros ya estaríamos en la calle, hermosamente abrazados a la muerte.
—Llaman. Están llamando, mamá.
—¿Eh? Ah, sí…
—¿Voy a abrir?
—No. Espera. Es decir, ven aquí.
—¿Para qué? ¿Qué quieres?
—¿Tienes miedo? Sí, tienes miedo. Tú no sientes este regusto que me invade a mí. Iré a abrir. A lo mejor nos traen algo, algo bueno. ¿Crees que no puede ser?
Era ella. Ella, nuestra vieja amiga, con su aire de prostituta, con zapatos de tacón alto y bolso bueno. No sé para qué venía, y precisamente cuando yo había ya madurado un pensamiento. En otra ocasión también se acercó a mí, cuando mis uñas se clavaban con desesperación en la corteza verde y dura de una farola. Creo que le sonreí. Pensándolo un poco, podría decirse que Soledad no era un golfa roba-maridos, sino algo así como mi ángel de la guarda. De modo que le seguí sonriendo. Se sentó, sin que yo le ofreciera silla, y echó una pierna encima de la otra, con buen estilo, y dejó al aire los muslos hasta más allá de las ligas. Luego sacó un cigarrillo del paquete que llevaba en su bolso y fumó. Nada, que estaba hecha una puta de oficio, y yo, mirándola, me dije que aquello le iba, y hasta pensé que era una pena el que tu padre no estuviese allí, pues ella, con su cara un poco más pálida, y también más delgada, seguía, sin embargo, siendo apetecible. No sé a qué venía. No le pregunté. Era como si ella ya me lo hubiera dicho, y por eso murmuré:
—No puedes verlo aquí.
Me miró. No sabía dónde tirar la punta del cigarrillo. Acabó echándola al suelo, para pisarla con la punta del zapato.
Dijo luego:
—¿Está bien?
Era verdad. Había venido a verlo. Claro, echaba de menos las visitas y por eso, allá que voy, a su propia casa, y si a su mujer no le gusta, que reviente.
—Está a la sombra. Por eso no va.
—Ya.
—Al salir, seguro que antes de venir aquí, se larga y te ve.
Se puso de pie.
—Bueno… —dijo.
Te vio a ti, que te habías rezagado en la terraza.
—¿Me das un beso, Juan?
Te besó. Yo le dije:
—Lo siento, ya ves.
—¡Calle! —gritó.
—No me importa nada ya… —murmuré.
—Aún seremos amigas —dijo ella.
—Claro… —murmuré.
—Usted está amargada.
—Ja, amargada…
—Yo, podrida, Pero me gusta. Lo peor es que él venga a verme.
—¿Te vas ya?
—Me voy.
Le dije luego que esperase, que la quería oír hablar más. Pero ya se iba. Desde la escalera te decía adiós, y a mí que me cuidara. Tenía gracia. Que me cuidara. Cualquiera entiende estas cosas. Mejor que me hubiese dicho que estaba deseando verme muerta. Claro, que si bien se mira, ¿qué le había hecho yo? Nada. ¿Y ella a mí? Pues tampoco nada. Si las obras de misericordia dicen que dar de comer al hambriento, tu padre era un hombre que padecía hambre, hambre de pan y hambre de mujer. Soledad y yo procurábamos, con nuestro trabajo, que no faltara el pan en casa, y luego, si yo era un esqueleto, y carecía de recursos para disponer de otra clase de manjares que él necesitaba, ¿por qué no ver con buenos ojos el que ella, que disponía de tantas cosas buenas, le diera de esos manjares?
—¡Soledad! —le dije, llamándola.
Ya no se oía el ta-ta de los zapatos de tacón alto golpeando los escalones. Andaba ya por la calle. Salí a la terraza y la vi alejarse, cimbreándose como una jaca al hacer el paseíllo; la vi andar calle adelante, y luego volver una esquina, y yo, allí donde los pensamientos de besos mortales me habían traído una felicidad triste y de completa derrota, volví a tener conciencia de mí misma, de todas las cosas que nos sucedían, y por eso quizá me fui apretando el vientre como si acariciara con amor profundo lo que vivía en mí, y lo que seguiría viviendo, fuera como fuera, lo mismo que tú y yo, porque el deseo de besar el suelo gris —ahora ya negro— se me había ido por completo, empujado por esas palpitaciones de vida, que estremecían este cuerpo, desde hace muchos años terriblemente cansado.