XIV

PERO ¿ES POSIBLE que aquel hombre fuese tu padre? ¿Qué demonio se le había metido dentro del alma? ¿Por qué no me miraba? ¿Por qué aquel gesto siempre? Yo recordaba aquel tiempo cuando, libre ya, se sintió ilusionado porque tú tuvieras una hermana. Ahora, yo estaba embarazada, pero a él parecía importarle poco. Mucho habíamos pasado, mas para mí era aquél el tiempo más duro y amargo. La tristeza me ahogaba. Como él no me miraba, también yo dejé de mirarle. Nuestra vida, así, discurría de forma dolorosa. Él parecía como si a cada instante me estuviera traicionando, como si hubiera llegado a acostarse y se estuviera acostando con Soledad. Después de aquella noche, ya no me tocó ni siquiera la ropa. Algo vivía nuevamente en mí, luego de tantos años. ¿Sería para bien o para mal?

Tú te ibas con él a recorrer las tiendas y los mercados. Yo me quedaba en casa. Apenas si podía sostenerme en pie, pues llevaba mal el embarazo y estaba muy débil. De buena gana hubiera ido a que me viese el médico, pero ¿para qué hablar de eso? Más de una vez estuve tentada de ir al hospital y pedir que me admitieran. Esperaba, sin embargo, quieta en casa. También pensé ir al barrio de Argüelles, pero tampoco me pareció bien volver a llorar delante de doña Paloma. Me encerraba en la cocina. Enfrente de mí estaba el pequeño aparato de radio que meses antes nos habíamos comprado. No lo encendía. Me parecía imposible que hubiese gente capaz de oír música. Y lo que era todavía peor: que una de esas personas fuera tu padre, el cual, muchas noches, pese a su gesto hosco, al llegar a casa ponía el aparato para oír unas noticias o música. Apenas si hablábamos, y eso nos producía dolor a los dos. Una noche me dijo:

—Tendrás que salir tú también, yo me voy cansando…

Siempre parecía cansado. Al cansancio por tantas cosas de antes, se unía éste de ahora, que era un cansancio como de seguir viviendo.

Mi vientre apenas si abultaba, aunque los meses pasaban y el estado de gestación me iba aproximando hacia una segunda maternidad.

Otra noche fui yo la que habló. Dije a tu padre:

—A lo mejor es niña, la hija que deseabas.

No me miró. Olía a vino. Entonces, tu padre bebía. Precisamente, a los pocos días de decirle yo estas palabras, trajo a casa —un domingo— a un viejo conocido, compañero de cárcel. Yo había visto muy pocas veces a aquel hombre, mejor dicho, me había fijado pocas veces en aquel hombre. Se llamaba Ramón y era un tipejo bajo, casi contrahecho, que me miraba siempre con unos ojillos burlones. Tu padre subió una botella de vino y un cucurucho de cacahuetes. Estuvieron bebiendo, vaso tras vaso. Ni siquiera me obsequiaron una vez. Hablaron de la guerra mundial, ganada por los aliados. Ramón había salido de la cárcel unos meses antes. No sé dónde ni cómo encontraría a tu padre. Yo, al verlo en casa, recordé, sin poderlo evitar, cuando iba a visitar a tu padre. Veía entonces la cara de aquel hombre, y dejaba de mirarlo al instante. Luego, ya no quería fijarme en él, olvidarme, si podía, de que estaba allí, de que era compañero de mi marido. Este hombre, ahora, de nuevo en la calle, parecía no vivir más cuando hablaba con viejos compañeros. Estaba un tanto decepcionado, por el final de la guerra, pues él había creído —le oí decir— que si ganaban los aliados el régimen español se iría abajo. No era así, y por eso maldecía a los americanos, que a lo mejor eran capaces de aliarse con España, por vaya usted a saber qué egoísmos, qué intereses. Tu padre le decía entonces:

—Bueno, es igual. Ni los americanos ni los ingleses piensan como nosotros pensábamos.

—Y pensamos —remató Ramón, sonriendo.

Yo escuchaba sin querer escuchar. Tu padre volvía a mezclarse en asuntos de política, Juan. Nunca creí que fuese un hombre de ideas. Si se había visto metido en aquel torbellino de anarquistas y milicianos comunistas era porque, desde su puesto de guardia, no tuvo más remedio que ayudar a los que, a su manera, defendían al gobierno que a él le pagaba. Después, nunca quiso hablar de eso, ni siquiera leer en el periódico las noticias que hablaban de los avances del ejército aliado. Ahora, hablando con Ramón, me parecía otro hombre. Y era, desde luego, y por varias razones, otro hombre.

Aquella noche se marchó por ahí, con Ramón. Les había oído hablar de Soledad. Estuvieron comentando algo en voz baja, pero pude captar algunas palabras. Por eso supe que Soledad, poco tiempo después de marcharse de nuestra casa, se había encontrado con tu padre, en la calle. La calle se daba a la sospecha, a pensar que Soledad tal vez se hubiera lanzado a la prostitución, y él, un poco bebido, le habló sin rodeos. Luego… Perdí el hilo de la conversación, y no pude saber bien qué le contaba después a Ramón. Pero yo recordaba que tu padre llegó a casa, ya de madrugada, con olor a vino y a esos perfumes que yo nunca me he puesto. Había estado con una mujer, y después, deduje por lo que él estuvo contando a Ramón, que esa mujer era Soledad.

Aquella otra noche también la buscaría. A Ramón se le habían encendido los ojos. «Sí, vamos…», había dicho, al levantarse. Así, después, cuando tu padre, muy tarde ya, regresara a casa, se echaría en la cama sin decirme nada, y para no mirarme y, menos, tocarme. Se dejaría caer como algo que se derrumba, y luego se dormiría, cerca y lejos de mí, la mujer que, pese a todo eso, aún, mientras él dormía, le pasaba una mano temblorosa por los cabellos.

Pensé que debía salir nuevamente a la calle, a comprar y vender, a seguir luchando, como siempre hiciera. A él no le importaba nada ya. No podíamos tener una conversación. De algo más importante que el trabajo había intentado hablarle, y tampoco me escuchó. Le había dicho, una noche, que a lo mejor era niña, la hija que él deseaba, y no dijo nada. Eso era lo que más me dolía. Un poco de ilusión en él me hubiera dado fuerzas para soportarlo todo. Pero parecía indiferente, con una callada desesperación royéndole el alma.

Una noche, sin embargo, al hablar yo nuevamente de la hija que tendríamos, él empezó bruscamente a tocarme, apretándome, en el vientre. Me quejé y entonces se revolvió en la cama, empezó a levantar la cabeza como si no pudiera respirar para, finalmente, tapársela con las sábanas y emitir, así, un ahogado sollozo.

—¡Antonio! ¡Antonio! —le dije.

No habló. Al día siguiente se fue por ahí y a la noche vino borracho. Roncaba ya en la cama, y mis manos, Juan, tan repletas de dolor, tan estremecidas por los apretones de la tristeza, volvieron a acariciarlo. Él soñó en voz alta, hablando de Soledad. Soledad volvería a casa. La invitaba él con empeño. Soledad estaba en un prostíbulo de la calle de San Marcos. Tu padre la veía. Ahora, durmiendo, la nombraba. Yo lo oía todo, sin inmutarme ya. Hablaba de nuestra vieja amiga, de las tabernas, de Ramón, que le animaba para unirse a los que, desde Madrid, estaban en contacto con los comunistas exiliados. Forzosamente tenía que escuchar estas palabras, que me estremecían. Es verdad que él siempre había soñado en voz alta, pero pocas fueron las veces que yo presté atención a sus deshilvanadas e intrascendentes palabras. Ahora era diferente. Los sueños no se parecían en nada a los de antes, pues lo que en otra ocasión fueron sencillas palabras, y hasta risas, se convertía ahora en gritos. Muchas noches se despertaba gritando, y entonces yo lo calmaba, diciéndome que no podía odiarle, ni siquiera dejar de quererle. Poco a poco, conforme se iba hundiendo más y más en aquella vida, que no era sino pura desesperación, yo sentía por él una enorme ternura. No se lo demostraba cuando, sereno, se sentaba a la mesa, delante de mí. Entonces ni siquiera le miraba. Él hablaba contigo, o decías cosas, dirigidas a mí, pero de forma indirecta, como si yo fuese una extraña. Después, sin embargo, cuando estaba dormido, o cuando llegaba ebrio, lo acariciaba una y otra vez, lo desnudaba, y luego, abrazada a su cuerpo seco, lloraba hasta sentir dolor más allá de todas mis lágrimas. No seria para mí nunca un golfo, un mal hombre. Yo veía en él un hombre marcado por la desgracia. Bebía, se iba con Soledad, pero yo lo perdonaba. Mis lágrimas eran como un riego capaz siempre de purificar lo que hubiera de sucio en aquel cuerpo desgraciado. Si se iba con Soledad, se debía a que yo, desde hacía mucho tiempo, no era ya una mujer capaz de dar lo que los hombres exigen tantas veces. Aquellas carnes duras, aquellos retozones veinte años de Soledad lo habían trastornado. El cogerme a mí tan fieramente aquella noche no fue sino un deseo de estrujar el duro cuerpo de Soledad. Por eso he llegado a pensar que mi hija es hija de Soledad. Tu padre la engendró en mi cuerpo y yo la alumbré, pero él se me acercó enfurecido por las robustas y frescas carnes de Soledad. A ella, por tanto, le debo el ser madre de Ángeles, tu hermana. Debiéramos todos darle muchas veces las gracias…

Por los sueños de tu padre supe muchas cosas. Después, él me lo contaría todo. Pero cuánta angustia en mi pecho, hasta entonces, hasta que se apretó a mí y besó suavemente mi rostro sin lustre. Cuánta hiel acumulada en mi corazón, Juan, antes. Él ya se había lanzado, con Ramón, a hablar por ahí. Por eso, como temí, volvieron a llamarlo de la policía. De esos días no quisiera hablar. Fueron por él. Ramón ya estaba encerrado de nuevo. Ramón se había unido a unos terroristas que, al ser descubiertos, tenían un pequeño arsenal, entre pistolas y artefactos de relojería. Fue un buen trabajo de la policía, que estuvo de enhorabuena. Tu padre cayó en la redada que siguió a la detención del grupo de terroristas. Todos aquellos hombres estaban en contacto con el maquis y los exiliados con sede en Toulouse. A tu padre lo habían visto con Ramón. Yo no sé hasta dónde llegaría junto al amigo. Pero era suficiente el que lo hubiesen visto por los bares de los barrios bajos. Eran hombres fichados, con antecedentes penales, y por política, y no los perdían de vista. Por eso, antes, tu padre siempre había obrado de forma sensata. Lo de aquel tiempo fue su mayor locura, su más grande idiotez. Peor, todo esto de Ramón, que el irse, con los dos duros que nos hacían falta, a acostarse con Soledad.

Yo pensé, después, recurrir a los señores de Jiménez Luna, pero esperé. Me daba vergüenza presentarme a ellos, tan desmejorada, mi vientre apenas deformado, pero con evidentes señales de mi estado en el rostro, todo sucio de manchas amarillentas. Tenía los ojos hundidos y en los cabellos muchas canas. ¿Dónde estaba la muchacha que conoció, allá en su ciudad, a un guardia de Asalto, joven tímido y modoso? ¿Por qué me miraban de aquella forma mis padres, desde sus imágenes de amarillenta cartulina? Tenía que llorar, sentada en la cocina, sin saber nunca nada de la alegría, de la ilusión. Lucía el sol en un hermoso cielo azul, pero yo vivía como en un país de sombras. Cantaban los pájaros en los árboles, y posados en los hilos del teléfono, y en los aleros del tejado, pero yo no los oía; pasaban coches por las calles, y peatones con rostro alegre, y niños que reían, pero a mí todo me parecía como ecos de un llanto sin fin.

Esperé. A tu padre a lo mejor lo soltaban en seguida. La espera, sin embargo, es siempre desesperante. Un día, otro. Tú te cogías a mis faldas. Me hablabas. No te hacía caso. Ibas a cumplir siete años. Tiempo ya de tomar la primera comunión. No sabías nada, nada, tú, el hijo de una mujer que, de no haber sido por la guerra, hubiera terminado su carrera de maestra. Eras un pobre y enclenque muchacho. Ya, al mirarte, volvía con el recuerdo a nuestra ciudad, a los domingos de otoño en el Parque, a las misas de primavera en la parroquia de la Asunción, a las comuniones de los niños, de cientos de niños, conocidos y desconocidos, en ese tiempo de vergeles en flor. Me iba lejos, pensando, y hubiera querido irme más lejos aún, por entre las nubes, sin cuerpo, para no sentir el dolor de la realidad. Te decía al fin:

—Calla, calla, Juan. Ahora te atenderé.

Y esperaba para salir después, contigo, a comprar algo en el almacén del economato. Pasaban los días, las semanas. Iba a cumplirse un mes desde que se llevaron a tu padre. Mi vientre se había hinchado de pronto y entonces tuve miedo. Mi segundo hijo nacería estando yo sola. ¡Qué horror! Me apreté las sienes que me saltaban, con los puños. Fui a ver a tu padre, incomunicado los primeros días. No me miró apenas. Era un hombre sin vida, allí tras la reja. Cuando le miré agachó la cabeza, como si mis ojos lo acusaran. No me pidió nada. Le dieron los alimentos que yo le había llevado, y los dejó junto a sus pies, sin mirarlos. Luego me dijo adiós, que tuviera cuidado de ti, y nada, absolutamente nada de aquel vientre hinchado, de aquel otro hijo suyo, que vendría al mundo muy pronto. Le vi, sin embargo, cómo me miro largo rato, con ojos casi desorbitados, después, a la cintura, y le vi también, luego, cuando ya me alejaba, cómo se cogía a los barrotes del locutorio, apretando fuertemente sus delgadas manos, mientras en su rostro se iba dibujando la imagen de una negra desesperación.