XIII

TU PADRE ME ESPERÓ, sin acostarse, hasta la madrugada, diciéndose que me habrían vuelto a «dar un estacazo», por lo que llegó a pensar que quizá estaba pasando la noche en un cuartel de la Guardia Civil. No andaba descaminado, pues, en parte, hubo «estacazo», y no estuvo lejos lo de ir al cuartel, donde pude haber pasado la noche, o quizá más de esa noche.

Yo le dije luego a Soledad:

—Te lo agradezco de veras.

—¿Agradecerme?

—Sí. Te lo agradezco. He pasado una buena noche.

—Fresca.

—Muy bien.

Al día siguiente, Soledad me acompañó a una casa de agricultores y pudimos cargar género.

—¿Ve usted? Todo tiene arreglo menos la muerte —me dijo, ya en el tren.

Yo le dije:

—Apúntate la dirección de mi casa, anda. Y luego, cuando quieras o puedas, ven a vernos. Te presentaré a mi marido y a mi hijo, que ya verás cuánto se alegran de conocerte. Les diré: «Ésta es la muchacha que me llevó a su casa…». Y ellos dirán: «Sí, Soledad», porque yo, antes les habré contado muchas cosas de ti.

Verdad que os dije. ¡Qué ignorante, qué pobre mujer he sido siempre! Cuánto me acordaría luego de mi casa de la ciudad, de los libros donde estudiaba, de todo aquel tiempo cuando yo, mimada por mis padres, no aprendía sino las cosas buenas, todo lo que ellos me enseñaban, la parte hermosa de la vida. ¡Qué choques luego! Por eso no podía mirar sin estremecerme hacia la fotografía ampliada de los abuelos. Ellos habían sido siempre, también, unos pobres ingenuos, que murieron de tristeza, asustados por los bombardeos, por la violencia de aquel tiempo de guerra. No concebían la maldad, el crimen, la destrucción. Desde sus imágenes muertas de cartulina me miraban como asombrados, como si me dijeran: «¿Tú, hija? Pero ¿eres tú, nuestra María?». Sí, yo, la muchacha que acompañaba a papá, que leía, un poco a escondidas, sus libros, las obras literarias de los clásicos, las mitologías griega y romana, que me pasaba horas enteras con un volumen de poesías en las manos. Esa muchacha era ahora la mujer que suspiraba, quejándose, sin poderlo evitar, de la vida, de todas las amarguras de su vida.

Soledad me dijo:

—Algún día iré a verla, y tendré mucho gusto en conocer a su marido y a su hijo.

Pasaba el tiempo, y yo, que os hablaba constantemente de ella, me decía, preocupada, qué sería de su vida y por qué no había venido a vernos, al mismo tiempo que pensaba en su casa, imaginándome a Rosario dando saltos por el patio, y a los chiquillos, sucios, llenos de relejes, aguantando los gritos de otros chicos, que se les burlaban, y a Soledad, que saldría a la calle, amenazándolos, furiosa, cansada ya de seguir, un día y otro, aquella vida, y a la madre, seca, con el gesto hosco, sin mirar a nadie, furiosa, o más que furiosa tristemente desesperada por los gritos, las medias palabras, los saltos y los intentos de suicidarse de Rosario, y al padre, mirando a unos y a otros, a todos, incluso a la esposa, unos momentos, para luego irse a la era del amo, sin haber dicho nada más que dos palabras, quizá dirigidas a la muchacha tonta.

—No viene. Y me gustaría verla, verla y saber de todos —decía yo.

Y tu padre:

—Ya podías dejar esa música, mujer, que pareces un disco rayado.

Callaba, pero no por eso dejaba de pensar en la muchacha que tan bien se había portado conmigo cuando, sin fuerzas ya, no quería sino morirme con las uñas clavadas en la sucia y dura pintura de la farola. Por eso, el día que la vi entrar en nuestra casa di tan enorme grito que hasta tu padre, acostumbrado ya a los más dramáticos sobresaltos, se estremeció.

—¿Pero qué es eso, María?

No podía decir nada. Estaba gritando. Luego, abrazada a Soledad, me eché a llorar.

—¿Tú, Sole? —dije al fin.

Y salió padre y luego saliste tú. Soledad parecía emocionada también. Venía del pueblo, de donde salió con género, para perderlo (le fue decomisado) en el tren. Yo había tomado por entonces otra ruta y llevaba mucho tiempo sin verla. Por eso la estaba mentando a cada momento. Me había dicho, un montón de veces, que tenía que ir por su pueblo, siquiera una vez. Pero luego, al tomar d maletín y la cesta, prefería dirigirme hacia la estación del Norte, para salir hacia la Tierra de Campos, posiblemente porque me daba miedo volver al lugar donde deseé morir.

—Pasa, pasa, Sole —invité, enjugándome las lágrimas.

En seguida habló de su hermana, a la que habían enterrado días antes.

—Se echó al pozo otra vez, ¿sabe?, y ahora…

Soledad no podía seguir viviendo en su casa, y había pensado hacer algunas salidas más, con género, desde el pueblo, y luego, se le diera mal o se le diera bien, venirse para quedarse en Madrid.

—Mi madre, que me echa la culpa.

—¿La culpa? ¿De qué?

—De la desgracia.

Lo contó. Ella había sacado un zaque de agua, y se había olvidado después de poner el pedrusco sobre la tapadera del pozo. Rosario estaba excitada, como siempre, o tal vez más, pues momentos antes habían pasado los chiquillos por la calle, diciéndole, a coro, que saliera, lo que dio lugar asimismo a que todos, Soledad, la madre y hasta los pequeños de la casa, estuvieran de mal humor, la una con rechinar de dientes, la otra maldiciendo, los chiquillos hundiéndose en su impotencia para luchar con todo aquel grupo.

—No puse la piedra y…

No sólo había sido la madre la que dijo que ella tenía la culpa, sino que estas voces recorrieron el pueblo, yendo de boca en boca de todas las mujeres, por lo que Soledad nos decía que era difícil salir a la calle sin verse obligada a escupir con rabia delante de las mujerucas.

—Bueno, ahora no pienses. No has tenido ninguna culpa. Fue un olvido.

—Un olvido, sí. Pero… «¡Tú! ¡Tú, nadie más que tú, descastada!», me decía ella.

—Bueno, cálmate —le decía, consolándola.

Tu padre la había mirado como el que observa algo verdaderamente extraordinario. Soledad iba muy mal vestida, con una falda de percal, arrugada, y un jersey ceñido, rojo, que hacía resaltar sus grandes y duros pechos. La falda, entre lo arrugada y corta que le estaba, hacía que, al agacharse o sentarse, enseñara la mitad de sus recios muslos. Soledad era una muchacha fuerte, con buen estómago, que todo le sentaba bien (cualquier clase de alimentos), y por eso tenía lustre, pese a vivir tan malos tiempos. Padre la miraba aún cuando yo le dije, una vez más:

—Mírala, Antonio; ésta es la muchacha de quien tanto he hablado. Abrázala si quieres, pues será como una hermana para nosotros.

Él parecía temblar. Soledad se acercó el pañuelo a los ojos, mientras decía:

—Estoy tan contenta de volver a ver a su mujer…

Luego te tomó a ti en brazos.

—¡Qué majo es este chico! Serás mi amigo, ¿no?

Tú dijiste:

—Sí.

Tu padre la miraba constantemente. ¿Por qué ese modo de mirarla? ¿Qué le pasaba a tu padre en aquellos momentos? ¿Se transformaría en tragedia la llegada de Soledad a nuestra casa? Yo estaba seca, no tenía más que los huesos y la piel, y los ojos tristes y hundidos. Soledad era algo con frescura, un cuerpo duro, una carne como un halo de sexualidad. A tu padre no sé qué le parecería; pero era algo así como una diosa, la diosa que despierta los deseos, una Afrodita basta, palurda, descarada, que estremecía la sangre del hombre, que empujaba a que el macho la mirase de aquella manera.

Te abrazó a ti, y al instante parecía como si los dos os conocierais desde hacía mucho tiempo. Empezaste a reír. Nuestra casa se llenó de alegría. Ella dijo luego:

—Bueno, mañana empezaré a buscar algo por ahí, un empleo, una casa donde servir.

—Ya veremos qué se hace mañana —dije yo. Y empecé a preparar la cena.

Luego, comiendo, le dije a tu padre:

—Ay, esto Antonio, es más de lo que merecemos.

—¿Esto…?

—Sí, el que Sole viva con nosotros.

Dijo ella, sonriendo:

—Bueno, pues sí que exagera usted, María.

—¿Que exagero? Calla. Si supieras la alegría que tengo. Y él Antonio, y no digamos Juan. Y es que no olvido aquello, Soledad. No lo olvidaré nunca.

Callamos todos unos instantes. Luego proseguí yo:

—Sólo siento lo de tu casa. Pero bueno, en eso no hay que pensar. Soy más tonta…

Ella se había ensombrecido. Luego volvió a sonreír. Padre la miraba cada dos por tres, pero apenas si decía alguna palabra suelta, y no dirigida concretamente a ella. Después, no sé cómo, Soledad volvió a hablar de trabajo para ella, y entonces fue cuando a mí se me ocurrió la idea (maldita idea, me diría después, muchas veces) de negociar juntas. Es decir, que ella podía vivir en casa y salir conmigo por los pueblos, mientras tu padre nos repartía el género. Luego, haríamos tres partes, de las ganancias. Le pareció de maravilla, y hasta padre se sintió contento, pues me dijo que también lo creía estupendo, aunque no el que fuéramos nosotras, precisamente, las que saliésemos siempre, ya que, por lo menos alguna vez que otra, podría salir él. Eso no era lo más importante, sobre todo cuando, por aquellos días, yo había descubierto un economato donde se podía comprar de todo lo intervenido, artículos que sobraban de los racionamientos, o tal vez el mismo género destinado a esos racionamientos.

Seguimos hablando, con cierta alegría y bastante esperanza, aportando cada uno la idea que mejor le parecía para que el negocio nos fuese bien. Y fue tu padre quien habló de trabajar de firme, si en el economato se podía cargar todo lo que quisiéramos, algo que, en efecto, se podía hacer, por lo que teníamos que ver la forma de transportar el género sin despertar sospechas, bien no trayéndolo a casa, pues éramos bastante conocidos en la barriada, o ideando algo para subirlo como si se tratara de una mercancía libre.

La idea surgió otro día, y fue la de utilizar cajones que antes habían sido usados para llevar botes de conservas vegetales unos, y productos de droguería otros. Así, pues, todo estaba a punto, y nosotros, los tres, con mucho ánimo.

Todo esto lo habíamos preparado en pocos días, y en este corto espacio de tiempo Soledad era ya como la reina de nuestra casa, y lo que yo no me explicaba aún (pobre ingenua) era la torpeza de tu padre al tratarla, cuando tan sencilla y llanamente se comportaba ella. Él la miraba como si nunca pudiera llegar a ver en Soledad esa verdadera amiga, como un familiar, que era ya para mí. Por eso… Pero voy a sujetar mis recuerdos, que se desbordan, que me traen ya a la Soledad que lanzó sobre mí un nuevo montón de dolor.

Teníamos ya una buena clientela, en mercados y tiendas de poca importancia. Ganábamos dinero para comer, y aún nos sobraba. Yo pensé por entonces en un colegio para ti, pero tu padre dijo que no corriera, que tiempo tendrías de aprender. Te cuidábamos, pues te costaba mucho engordar: ¡tantas calamidades sobre ti siempre! Soledad te llevaba alguna tarde al cine, y eras ya su mejor amigo, pues te acostabas con ella, o ella contigo, ya que no teníamos más camas que la de matrimonio y la turca donde tú dormías, puesta en un cuartito que nos servía al mismo tiempo para almacén de nuestro negocio. Por allí, en esa habitación, habían empezado, por cierto, a verse ratones, y recuerdo esto porque me parece casi trascendente con respecto a la estancia de Soledad en nuestra casa.

Ella, muchacha al fin, gritó una noche, al ver uno de esos bichos correr por la cama. Dijo, gritando:

—Ay, María. ¡Mire, mire…!

Fui yo, y también, no voy a negarlo, tuve un poco de miedo, por lo que me eché hacia atrás, dejando paso a tu padre, que se lanzó tras el bicho, animando a Soledad, que le ayudaba, riendo ahora, para ver si le podían dar muerte. Soledad estaba en combinación y tu padre, lo vi bien, se quedó parado un momento, pero luego, al oír como ella le decía que pasara, que el bicho os mordería, entró y se puso, como un héroe, a luchar con el ratón. Tú te cogías a las robustas piernas de Soledad. Ella chillaba y reía, poniéndose de vez en cuando las manos entre los muslos, y una vez que el ratón, acosado por todos lados, le saltó sobre las piernas, dijo algo que entonces ni siquiera me pareció grosero, sino una cosa natural. Dijo:

—Ay, que no llevo bragas…

Y hasta yo misma estuve a punto de echarme a reír, pero tu padre se había quedado quieto, y yo advertí que algo le pasaba, que algún mal pensamiento se la había metido en la cabeza.

Le miré, diciéndole:

—Venga, Antonio, termina ya con ese ratón.

Pero él miraba a Soledad, recorriendo con sus ojos la imagen de nuestra amiga, las carnes robustas, duras, presentidas, casi palpadas tras la fina combinación. El ratón saltaba ahora de un lado para otro y Soledad, que había tomado aquello como una juerga, llegó a lanzarse contra el cuerpo de tu padre, diciendo, entre risas:

—Ese bicho se me cuela, ese bicho…

Él, mientras tanto, perdía el color y empezaba a temblar, olvidándose del ratón, que al fin huyó por una hendidura que había entre dos ladrillos. Soledad se separó al fin de padre, y después yo le dije a él:

—Esto no puede ser, y tenemos que…

—¿Qué no puede ser? —me cortó.

Le miré.

—Lo de los ratones, hombre. Tenemos que echar veneno, pues la gata, más muerta que viva, con más años ya que Matusalén, ni se entera.

No dijo nada. Nos fuimos a la cama y antes de dormirse estuvo removiéndose, como si otro ratón, más peligroso que el que habíamos visto antes, le estuviera royendo las carnes.

Todo marchaba normalmente, sin embargo, si es que yo podía considerar normal aquel temblor de tu padre, aquel revolverse en la cama como si tuviera azogue, y aquel gesto agrio al mirarme, como si una, de pronto, fuese algo que le molestara.

La amenaza rondaba sobre nosotros. Pasaba el tiempo. El trabajo no iba mal, y con las ganancias de ese trabajo podíamos comer y vestirnos. Soledad parecía más guapaza ahora, con más lustre, y esto, si me detenía a pensar, inquietábame tanto que hasta estuve cavilando si lo mejor sería dejarnos de negocios a medias, que ella se marchara, para que nosotros, yo por lo menos, volviese a recobrar una paz que, desde la noche del ratón, había perdido.

Me roían los celos, y por eso, cuando ella se quedaba sola en casa, y luego, al saber que tu padre había venido muy pronto del trabajo, para llegar mucho antes que yo, me estremecía, atenazada por un miedo que helaba mi sangre. Soledad, con sus carnes duras, con sus risas, con sus veinte años retozones, era para mí un enemigo más poderoso que el hambre, que todas las miserias juntas, pues si me quitaba el cariño de tu padre me hundiría totalmente, ya que había sido precisamente ese cariño, ese saber que alguien me quería, el que me había empujado a salir adelante por encima de todas las dificultades.

Recuerdo la noche que, mientras cenábamos, tu padre empezó a mirarla constantemente. Ya habían estado solos más de una hora. Ella se reía. Luego dijo, bromeando, mirándome a mí, luego a tu padre:

—El señor Antonio está hoy que parece un muchacho, tan serio siempre y…

Me puse en guardia. Tu padre agachó la cabeza pero al instante la alzó para mirar a Soledad. ¿Qué había pasado? No podía saberlo. Después de cenar me puse con el friegue, en silencio. Soledad quiso ayudarme y yo la rechacé secamente.

—Pero ¿qué le pasa a usted esta noche, María? —preguntó.

—Nada —le dije, sin mirarla.

Luego volví la cabeza. Tu padre, que ya no necesitaba vender la ración del tabaco, liaba parsimoniosamente un cigarrillo. Se había tomado una cucharada del elixir estomacal y parecía satisfecho. Le vi mirar el periódico. Luego, porque era imposible permanecer de espaldas a él, me volví bruscamente, advirtiendo cómo no miraba las letras, sino hacia las piernas de Soledad, que se había puesto a lavar en una palangana su ropa interior. Entonces, bueno, una vez terminado el friegue, te tomé a ti de la mano y dije, con voz áspera, fría:

—¡Hala, vámonos a la cama!

Sentí deseos de acostarte en nuestra cama, para que durmieras conmigo, prohibiendo después la entrada a tu padre. Tenía rabia, dolor. Ellos quizá creyeran que yo iba a volver, pero después de acostarte a ti, me acosté yo también. Soledad hablaba con tu padre, y yo desde la cama, la podía oír, aunque no bien.

—Vaya, usted… —decía—. Ya tendría usted novias, antes de conocer a María, ¿eh?

Y él:

—No, ninguna.

—¿Ninguna…?

—Bueno, mujer… Siempre… Pero novia formal, ninguna.

Soledad reía. La risa venía a rozarme, como algo pesado, frío, hiriente. Me revolvía en la cama, diciéndome que tu padre ni siquiera se había fijado en mí, que no había visto mi enfado, o lo que era peor aún: que no le importaba ese enfado. Y yo pensé, Juan, que él, aunque nunca había sido demasiado cariñoso, iba a venir a decirme algo, a preguntarme qué me pasaba. Lo pensé, y aún lo seguía pensando, aunque oía su risa, mezclándose con la risa de ella. He sido siempre una idiota, una ilusa, y estaba diciéndome que no le había importado mi salida brusca de la cocina y al mismo tiempo pensando que iba a oír la silla, porque él se levantaría para venir un instante a preguntarme si me encontraba mal. Pero él reía. Fíjate, reír, así, de pronto, y a carcajadas. Luego quedaba en silencio. ¿Pensaba entonces en ti y en mí? ¿Y por qué no venía a vernos? Lo estaba trastornando, eso era. Soledad le había metido algún veneno en su sangre cansada. Y me dije que ése era el pago que yo iba a recibir, después de tanta lucha, de tanto quitarme un pedazo de pan de la boca para llevárselo a él a la cárcel, y ése iba a ser, también, el premio que me dieran los dos, después de pensar por ellos para llevar adelante este negocio, este sinvivir, esta vida de zozobra, pero gracias a la cual comíamos sin depender de nadie, sin que tu padre estuviese sujeto a patrono alguno.

Empecé a llorar. Primero lo hice en silencio, luego para que me oyeran. Pero habían puesto la radio, comprada por aquellos días. Hablaban de programas y emisoras. Oí que ella dijo:

—¿Quiere que busquemos la pirenaica?

—¿La…? No. Pon música —dijo él.

—Entonces, Andorra.

—Bueno, Andorra.

Se oía una música de baile, suave, como invitando a abrazarse. Yo no lloraba ya. Las lágrimas se me habían quedado quietas en la garganta, y me ahogaba.

—¿Usted sabrá bailar, no?

—Mujer, bailar… El pasodoble y el tango. Eso sí.

—Yo me vuelvo loca por el baile. Allí en el pueblo… No se puede figurar lo que yo tendré «bailao» allí. Ahora, por lo de mi hermana, no hubiera podido ir al baile en mucho tiempo. Ya sabe, los lutos en esos sitios… Pero aquí… Además, yo no estoy de luto. Los lutos se sienten o no se sienten, y yo estoy como nada. Así que… Mire, ahora tocan un tango. ¿Quiere que lo bailemos?

Mi corazón saltaba. ¿Se abrazarían? ¿La estaría mirando tu padre? ¿Por qué ella decía esas palabras?

—Venga —acució.

Y yo me la imaginé tirándole a él de un brazo, para hacerle levantar.

—No, no… —oí que dijo él.

Mi corazón se llenó de alegría un instante.

—Si es como si usted y yo fuésemos…

Me levanté de la cama. Desde el pasillo los veía. Tu padre tenía la cabeza gacha. Quizá pensara en mí. Ella decía ahora:

—Yo, aquí… Una se espabila en estos sitios, con esta vida. Más de dos veces… Cuando íbamos en los trenes, quiero decir. Por algunas cosas me gusta esto, el estraperlear: si a una le da la gana, atontila a un guardia y…

Sentí rabia. Ella podía hacer eso, por sus veinte años, por las carnes duras y retozonas de sus veinte años. ¡Mira si la…! Pero… ¿Es que deseaba hacerlo yo? ¡Dios mío, me estaba volviendo loca todo aquello! Los veía, sin valor para irrumpir en la cocina.

—Calla, Sole —dijo él.

Lo vi levantarse. El tango terminaba.

—Iré a divertirme por ahí —dijo ella entonces.

Y lo vi volverse cara a ella, demudado, con rostro de cadáver.

—No.

Soledad sonrió. Yo temblaba.

—Bueno —dijo ella—, entonces bailaré aquí…

Y empezó a moverse. Los ojos de tu padre se estrellaban contra aquel cuerpo de suaves y al mismo tiempo duras curvas. Y al instante fueron los brazos los que iniciaron el camino que seguían las miradas, las manos convertidas en garras temblorosas de envenenados deseos. Por eso grité:

—¡No, Antonio!

Se quedó rígido, como helado, como si un hachazo hubiese caído bruscamente sobre aquel temblor caliente de sus carnes.

—No… —repetí.

Lo abracé, sin mirarla a ella. No sabía si la odiaba ya. Había impedido el abrazo, temblaba cogida al cuerpo de tu padre. Luego, sin embargo, me retiré, casi arrepentida de haber entrado en la cocina. Pensaba en mis muslos sin carne, en mis pechos escurridos. Murmuré:

—Perdona… Perdona, Antonio. —Y empecé a retirarme.

Creí que vendría detrás de mí, pero se quedó quieto, mirándome unos momentos.

—Que… que os divirtáis… —dije aún.

Silencio. Ninguno hablaba. No quise mirarlos ya. Soledad vino en seguida detrás de mí, como si algo, de pronto, hubiera sacudido su conciencia, aunque sus palabras no denotaron precisamente eso.

—¿Qué piensa? ¿Cree que soy una perdida? —dijo, ofuscada.

—Tienes veinte años —murmuré.

La empujaba suavemente hacia él. No se movía del pasillo. Tu padre dijo entonces:

—Ven. Si te empuja, ven…

Estaba loco. Creo que había enloquecido.

—Me voy —dijo ella—. Soy una golfa.

—Ven y calla.

—¡Calle usted! —gritó.

Tú te despertaste, Juan, llamándome. No te hice caso. Llorabas. Tu padre había cogido a Soledad por los brazos.

—¿Por qué has venido? —le preguntó—. ¿Qué has hecho conmigo? ¿Qué has hecho, di?

Ella temblaba.

—Quite, ¡apártese! —decía.

Él no parecía ver sino la carne que estuvo a punto de gozar. Ella tuvo que empujarle. Luego corrió hacia tu cuarto y se encerró allí, contigo. Tú aún estabas llamándome, pero en seguida enmudeciste. Tu padre se había quedado mirando las losas de la cocina. Él, tan pacífico siempre, tan como indiferente por todas esas cosas de mujeres, se había trastornado. Lo vi apretar los puños y correr hasta la puerta de tu cuarto, y allí levantar un brazo amenazante, que no tocó la madera, pues lo dejó caer, lentamente, en su posición normal, las manos ya abiertas, como si toda la rabia se le hubiera transformado en un hondo desaliento, aplastado todo él por el fracaso y la vergüenza. Miró luego hacia nuestra alcoba, hasta que al fin echó a andar, despacio, los brazos caídos, la barbilla pegada al pecho. No me dijo nada. Se quitó las ropas y se echó en su lado. Yo tenía los ojos abiertos, llenos de lágrimas. No quería decirle nada. Fue él quien habló:

—No debiste traerla: tú tienes la culpa.

—Sí —dije.

Y quise dormir, aunque comprendí que eso sería imposible. Él estaba con el oído atento, Soledad se estaría desnudando. Hablaba contigo, serena. Padre te envidiaría, estoy segura. Luego oímos el ruido del somier, al echarse Soledad, y tu padre se revolvió, inquieto. Más tarde, ese mismo ruido volvió a oírse. Posiblemente Soledad tampoco dormía, removiéndose en la cama. Él levantaba la cabeza, la bajaba, hasta que, tan herida ya, le dije que escuchara atento, que pegara el oído al tabique.

En aquellos momentos se oyeron pasos en vuestra habitación. Soledad se había levantado. Rozó el tabique y él se estremeció. Luego se oyó un leve ruido. Soledad abría la puerta y salía del cuarto. ¿Iría a la cocina? Me la imaginé en viso, como la noche del ratón. Me parecía ver sus recias piernas, sus duros muslos, y el comienzo de los senos, el canal que se formaba entre los dos pechos, donde, más de una vez, se habían estrellado, como borrachos por aquella blancura, los desconocidos ojos de tu padre. Él estaba ahora con el oído atento. Los pasos de Soledad no iban encaminados a la cocina. Oímos el pestillo de la puerta de la escalera, y entonces preguntó él:

—Pero ¿es que se va?

Se iba. Y él saltó de la cama para gritar:

—¡Soledad!

Ella corría ya escalera abajo. Tu padre se quedó en el pasillo.

—¡Soledad! —repitió.

Yo sollozaba. Le vi regresar a la habitación, como un borracho fatigado y triste.

—Se ha ido —murmuró—, ahora estarás contenta.

—Se ha ido…

—Eso querías tú.

—Quisiera morirme. Eso quiero yo, Antonio.

—¿Por qué, por qué? —gritó, cogiéndome con sus manos, que me parecieron de hierro—. ¿Por qué? —repitió.

No era un hombre en aquellos momentos.

—¿Por qué? —repetía—. ¿Por qué?

Esa pregunta, como algo machacón, como si le rebotara de los dientes, de la boca caliente y decepcionada; esa pregunta, repitiéndola mientras me iba desgarrando el camisón.

—¿Quieres morirte? ¿Y por qué? —dijo aún.

Jadeaba. Lo sentí sobre mí, clavándose en mí. Algo me dolía Sus manos, nerviosas, me estrujaban.

—¿… Por qué? —decía.

No quería moverme. Es más, le huía, apartando la cara. Hubiera querido deshacer mi cuerpo, arrancarme la poca carne que me quedaba. Sentía vergüenza, miedo, repugnancia. Y pensé que él también se avergonzaría después. Pero ahora quería estrujar a Soledad, y me estaba haciendo daño a mí, a su pobre e insignificante mujer. Le dije que estaba loco, que Soledad lo había desquiciado. Y de pronto aparté de mí los ascos, las repugnancias, y hasta los más pequeños rencores. Él había empezado a decir:

—¿Por qué, si tú…? ¿Es que tú no…?

Se cortaron sus palabras. Oí como un quejido, como si él hubiera roto algo de sí mismo en un querer transformarme en la mujer que debiera ser para no desear a otras.

Aquella pobre locura me iba estremeciendo.

—Antonio… —le dije.

Él dijo:

—María…

Y luego:

—María, no. Tú… ¿Por qué no has de ser tú?

—Piensa… Piensa en ella, si quieres…

—Calla… —rogó—. Calla, María…

Mi nombre. Otra vez mi nombre, con su palabra ahogada rompiéndose, débil, a mi oído.

—Antonio…

Me dejé conducir suavemente, hasta que, llegados los dos al final de este brusco, accidentado y al mismo tiempo sentido y gozoso paseo, suspiramos hondo, para después, sin mirarnos ya, cerrar los ojos y buscar el sueño…

Y aquella noche —¡lo que son las cosas…!— engendramos a tu hermana Ángeles.