XII

¿QUÉ RUIDO ES ÉSE? ¿Es Ángel el que grita? No, Ángel se ha quedado dormido ahí, en la butaca. No oirá nada. Yo sí oigo unos ruidos tremendos, y me estremezco, siento miedo. Es el viento, creo. El viento y los graznidos de pajarracos. ¿Es eso, Juan? ¿Por qué ahora oigo yo todos estos ruidos? Me parece que esta noche es como una sombra interminable, como el andar por un túnel sin luz, muy largo, del que nunca, aunque acelere el paso, podré salir. Me duelen los ojos. En algunos momentos he creído que al fin me iba a dormir. No ha sido así. He estado recordando. Toda esta larga noche se ha hecho recuerdo. Y ese recuerdo me duele. Ahora, esos ruidos parecen venir, todos amontonados, a destrozarme la cabeza. Es el viento, un viento huracanado. También creo que llueve. Se moverán las copas de los árboles, las ramas sin hojas, grandes como las secas arterias de un cadáver gigante. Quizá haya pajarracos, todos al acecho de los que ya no podéis abrir los ojos. Es una noche de febrero, pero también podía ser de noviembre, por Todos los Santos. A mí, de niña, por ese tiempo me contaban historias de muertos, de almas en pena. ¿Y quién me las contaba? Quisiera recordarlo. ¿Era una vieja? Sí, una vieja, consumida ya, encorvada, que andaba apoyándose en un bastón. Vivía en nuestro barrio, no recuerdo si sola, y los chiquillos —niños y niñas— nos acercábamos a ella cuando tomaba el sol a la puerta de su casa. Todos los de la barriada la conocíamos, y al salir de la escuela íbamos a pedirle que nos contara algún cuento. Por noviembre siempre nos hablaba de los muertos que penaban, de algunos-muertos, familiares suyos, que se fueron al otro mundo con algún pesar, y ahora se le aparecían a ella.

Ésta es una noche de noviembre, Juan, y yo voy a salir a encontrarme con aquella vieja, que un día me dijo que pronto se marcharía allá donde, al cruzar una recia puerta de oro, se encontraría una fiesta sin fin, o el recinto oscuro de todas las tristezas, según por el camino que la condujeran. Yo me voy, quiero irme, para mojarme con esta lluvia, para sentir el viento frío en mi rostro, y para ver a la vieja de las historias macabras, a la que le pediré me cuente una, la más triste, si quiere, o la más espeluznante, si lo cree conveniente, aunque luego yo, como me ocurría de niña, tenga pesadillas y en esas pesadillas vea bailar a los muertos, llorar a los esqueletos, reír a las estatuas de piedra y lanzar ayes a las viejas tristes que no terminaron de morir, que siguen como en una larga e interminable agonía, viendo luces, pero también sombras.

Esta noche es como de noviembre. Los muertos habréis salido al gran baile del juicio. Tú te has puesto el mejor traje. Estás entre las nubes. Tal vez hayas visto a las viejas de mis pesadillas, quejándose aún, orilla de la felicidad, pero atenazadas por las garras de las terrenas supersticiones. Verás la puerta que, al abrirse, puede conducirte a la gran fiesta. Yo tengo miedo. Oigo ruidos. Aquellas noches de viento y lluvia, cuando había oído historias tristes, yo me tapaba luego la cabeza con la ropa de la cama, y no quería ni siquiera sacar un brazo, porque me parecía que entonces una mano grande y fría, una seca, huesuda mano de muerto, me iba a coger, de pronto, aquel brazo. ¿Qué me pasa ahora, cuando ya, por tantas cosas, me acostumbré a todo? ¿Por qué tiemblo, como si de nuevo fuese niña y me sobrecogieran los recuerdos de tétricas historias soñadas? Los ruidos no son de una fiesta, allá entre las nubes. No cantan ángeles, pero tampoco graznan pajarracos. Hace viento, y es ese viento, que mueve las copas de los árboles, que arrastra papeles, que golpea las maderas de una ventana, que produce un agudo silbido al chocar en los cables del tendido eléctrico. Estoy aquí, en esta cama, sin poder dormir, y me parece, sin embargo, que salgo al campo seco y pardo por donde está enclavada nuestra ciudad, y oigo el silbido de otro viento chocando con los cables de la luz, y veo los rojizos gavilanes volar, planeando, alrededor de un campanario, y dejo que las frías gotas de una lluvia racheada besen mi rostro encendido.

No sueño. No tengo una pesadilla. Tampoco desvarío, enloquecida. Estoy despierta, en una cama de hospital, aquí en Düsseldorf, y veo a Ángel sentado en una butaca, y comprendo perfectamente todo lo que pasa, y hasta por qué mis ojos se abren ahora tanto que temo me estallen las pupilas, y sé que tú, Juan, estás muerto, ahí en ese depósito donde tiembla, como asustada, la débil y oscilante llama de una mariposa. Estoy aquí, esperando que me traigan unos papeles para llevarte a España, a nuestra ciudad, donde yo dejaré, bajo un metro y medio de tierra, este equipaje de amor que eres tú. Sé lo que digo y lo que hago. Pero quiero pasear por las afueras de nuestra ciudad, en un día de viento y de lluvia, para llegar hasta el cementerio, y allí hablar con mis padres, y luego sentarme a la puerta de ese cementerio adonde te llevaré a ti, y esperar que llegue la noche y con ella el saludo de los búhos y lechuzas. Quiero andar por las viejas cámaras de una casa de pueblo, y luego saltar por los tejados de un Madrid que se me hizo odioso, y meterme por la ventana de una buhardilla que durante varios años fue nuestra casa, y esperar allí hasta que llegase el cuerpo de Soledad, tan buena y tan mala, con cara de ángel y sangre de demonio. Me quiero ir también por esta ciudad gigante, y lanzarme a las aguas negras de su río navegable. Quiero irme por ahí, quiero gritar… ¡Juan!

—No, Ángel. No te muevas. He sido yo. Sigue durmiendo. ¿Tienes miedo? ¿Crees que estoy loca? Ahora… Y si me echara a reír, ¿qué harías, Ángel? Me miras asustado…

Juan, Ángel cierra los ojos de nuevo. ¿Cuándo se hará de día? Voy a levantarme. Quiero ir al parque de nuestra ciudad. Habrá niños jugando. Yo os llevaba a ti y a tus hermanos. Tú los vigilabas mientras yo hacía punto. Los malos tiempos parecían haberse alejado de nosotros para siempre. Me iría ahora a ese parque, donde quizá pudiera oír la banda municipal, y posiblemente me encontrara a mi padre, sentado en un banco, con un periódico en las manos. Quiero irme, y me voy. No; me quedo. Ángel debe de estar rendido. También cabe que me encontrara a tu padre, allá bajo los pinos, joven, con su uniforme de guardia, o tal vez a Luisa, vestida de tules blancos, en el día de su boda, que había ido con el esposo a retratarse junto a los rosales en flor. Quisiera… Pero no me moveré de aquí sino para salir contigo. Miro a Ángel, que duerme de nuevo. Si quisiera acostarse aquí… Me gustaría que tus manos, Juan, fueran como cuando de niño venían, suavemente, a rozar los pechos que te amamantaban. Quisiera sentir tus manos pequeñas y limpias, y las manos de Ángeles, y las de José Antonio, todas, las seis manos, por estos pechos míos hundidos, hechos piel hace ya mucho tiempo. Quisiera poder amamantaros, vuestros pequeños cuerpos rozándome. Yo sería entonces una madre con mil pechos de donde podrían mamar mil hijos, todos iguales, todos rubios y pequeños como esos vellones de lana encontrados entre las pinchosas ramas de las aliagas. Yo sería la madre de mil ángeles hechos hebras de oro. Vosotros succionaríais de mis mil pechos, y toda yo me iría alargando, con un cuerpo de nube, capaz de saltar por los cielos y dejar, como la diosa Hera al amamantar a Hércules, el hijo de Zeus y de Alcmena, una vía láctea entre las estrellas.

La cabeza me duele. Quisiera ser, más que todo eso, una insignificante hormiga, que pondría pequeños y casi invisibles huevos, y vosotros seríais unos hijos negros, con cabeza diminuta, que pisaríais siempre los caminos subterráneos de nuestro palacio de arena. ¿Para qué desear ser mujer gigante, con mil pechos y cuerpo como de nube maravillosa? Dile al dios de las metamorfosis que no me cambie, que me deje seguir siendo esta María que soy, toda seca, escurridas ya mis carnes y mis lágrimas, toda yo como un tronco de carne flagelada por los latigazos del hambre, del insomnio, de las muchas tristezas que vinieron a lomos de todas las calamidades. Dile a ese dios poderoso, capaz de cambiar la fisonomía de todos los seres, que yo siga siendo tu madre, y la esposa de Antonio, la mujer sin pechos y sin sexo. No quiero ser, en todo caso, más que un animal feo, un bicho más poderoso que todas las serpientes, y así sacaré mi lengua venenosa y escupiré al rostro de Luisa la hiel que ella ha dejado sobre mi corazón. Ahora la he visto correr pasillo adelante. Es verdad, Juan. No me creas desquiciada. La he visto. El niño tenía alas y luego ha dado un salto para poder verte a ti, que eras su padre. La veo a ella dar vueltas alrededor de la mesa donde yaces. Gira, cada vez más rápida, y ya no es ella sola, sino muchas Luisas, todas moviéndose en torno tuyo, mientras el niño, aleteando sobre tu frente fría, se hace diminuto, insignificante, pequeñín como una hormiga recién salida del huevo. Ella canta ahora, y yo le grito, y Ángel se estremece, y viene junto a mí sobresaltado, para pedirme qué me pasa, si me encuentro mal. Y entonces yo le digo que mire, que parece hay unos pájaros grandes pegados a la pared. Me mira con los ojos muy abiertos, y yo insisto, preguntándole si ya los ha visto, hasta que no quiere ni siquiera mirarme, echando a correr para llamar al enfermero celador, que trae una pastilla, y yo, al tomarla, veo a Luisa, con el niño en brazos, sentada no sé dónde, que llora, sin fijarse en su marido, el cual le ofrece un ramo de flores, pidiéndole mire a la niña que tiene al lado, la hija que no acabo de ver del todo, solamente las piernas y el cuerpo, pero no la cabeza, donde el pelo parece hebras verdes de una extraña planta.

¿Quién tira de mis ropas? ¿Lo ves tú, Juan? No ha tirado nadie. Abro los ojos. Creo que he dormido un poco, pero mal. No veo a Ángel. Ahora me duermo otra vez. Cuando me levante iré al baño, para mojarme la cabeza. Necesito que se me quite este dolor. ¿Para qué sería la pastilla que me han dado? No quisiera pensar en tu padre. ¿Habrá salido ya de casa? ¿Y las vecinas, qué dirán? Ya tienen tema para días. ¿Qué habrá sido de Soledad? Me acuerdo muchas veces de ella. Rosario, la hermana tonta, se echó de nuevo al pozo, y esta vez se mató. Soledad decía: «Mire, ahora que es una joven es cuando hay que vivir. Luego…». Y yo, pensando en cómo miraba a tu padre, llegué a decirme: «Ésta me lo roba, me lo roba…». Tu padre… Las vecinas… Me dio alegría verla entrar: Soledad en nuestra casa… Luego… Haz bien, aunque no sepas a quién. Cría cuervos, que te sacarán los ojos… La de refranes que me repetía yo, mientras fregoteaba los cacharros, después de las comidas, allá en la buhardilla… Fíate del agua mansa. Así es la vida… ¿Vuelve Ángel? Quizá haya ido a tomar algo con el enfermero. Él irá de vacaciones. «Ya ve usted, vinimos juntos y…». Ahora vuelve, sentándose en la butaca. Creerá que me he dormido. Mejor. Voy a cerrar los ojos. Ya está, ya no veo sino como pequeñas lucecillas, que van y vienen, por lo oscuro, casi pegadas a mis párpados. Cuántas cosas ocurren en la vida… Soledad… Tu padre… Cuánto se ve en este mundo… Novelas, dirá la gente. ¿Por qué dar latigazos a cuerpos tan débiles? Mis padres… La casa del pueblo… Un ruido que atronaba el cielo… ¿Cuántas bombas? El guardia de Asalto… Los desfiles de las tropas vencedoras… La cárcel… Todo pasa… Es duro, vivir… El hambre… Soledad había dicho que me fuera a su casa… Su madre… Las pocas palabras del padre… Soledad… Ah, sí, todo aquello… Y esto… ¿Por qué vivirá una…?