LA HABÍA VISTO algunas veces, claro. Habíamos coincidido en algunos viajes. La miré un momento, y no supe qué decirle. Mi desesperación parecía tornarse desfallecimiento.
—Venga, levántese —dijo ella con cierta energía, pero también con algo suave que yo advertí, que a mí casi me acarició.
Miré hacia las oficinas de la estación. Tres hombres hablaban mirándonos. Vi que se nos acercaba uno, y entonces, antes de que pudiera prestarme ayuda, me levanté. El hombre se quedó parado, volviéndose después. Le oí hablar en voz alta, cerca ya de sus compañeros. Al parecer se había enfurecido, por lo que, al detenerse, lanzó un escupitajo sobre los negros adoquines.
Soledad me había tomado el brazo.
—Vamos a mi casa —anunció.
—Podría esperar otro tren aquí —murmuré.
—Vamos, apóyese en mí y no diga tonterías.
—Mi marido esperará —argumenté.
—Bueno, no es la primera noche que usted duerme en un pueblo, me parece.
Era una muchacha frescachona, de carnes duras, de ojos grandes, castaños, de piernas recias. Tenía lustre, pese a los tiempos que estábamos pasando. Había cumplido entonces veinte años, y yo envidiaba sus carnes, su fuerza, incluso su temperamento. No podría decir si Soledad se habría marchado, lo mismo que otras, con algún soldado, o simplemente con cualquier hombre de los muchos que, desaprensivos, proponían a una esto y lo otro. A mí, en aquellos momentos. Soledad me parecía la mejor de todas las mujeres. Me llevaba a su casa, Juan. Ya no estaba sola, pues tenía a alguien que se preocupaba de mí y por mí. El enorme dolor de momentos antes parecía esfumarse, y poco a poco mi pecho iba respirando con normalidad. Podía mirar a las gentes campesinas que comían pan blanco sin necesidad de esta lucha nuestra y no sentir ya el odio que en otro momento me inspiraban. Podía incluso mirar hacia el Cuartel de la Guardia Civil y no sentir unos deseos enormes de escupir con rabia en el suelo; todo porque Soledad me llevaba del brazo, me conducía, diciéndome palabras de ánimo, enérgicas pero al mismo tiempo cariñosas, hacia su casa.
Después, ya ves tú, esta misma mujer me parecería un monstruo. ¡Qué sabe una nunca lo que va a pasar mañana!… Me llevó a su casa, que más que pobre era mísera. Lo primero que vi al cruzar el hueco de la puerta, fue otra muchacha, sentada en el suelo. Algo debió de reflejarse en mi cara cuando Soledad me dijo:
—Vamos, pase. No se asuste. Ésta es mi hermana Rosario, la tonta.
La muchacha se había levantado bruscamente, y daba saltos gritando, hasta que apareció la madre, una mujer seca, de pardas y raídas ropas, los cabellos desgreñados, medio sueltos, que me miró de reojo, y luego fue junto a la tonta, amenazándole con una vara que encontró a su paso, o que tenía precisamente allí al lado de la puerta, para usarla a dos por tres. Yo me había quedado quieta, pues la muchacha tonta me impresionó vivamente, dejándome como sin movimientos.
—Pase, pase. Vamos —rogaba Soledad.
Vi que Rosario, al ser amenazada por la madre, echaba a andar hacia el pozo, arrastrando la pierna derecha. Dijo algo que no entendí, algo así como que se tiraba al pozo. Soledad se echó a reír entonces, y luego se acercó a su hermana, empujándola suavemente. Yo, aturdida, asustada, miraba a las dos y a la madre, sin saber bien si todo aquello que veía y oía era real. El patio era estrecho y largo, una pared correspondía a la edificación de la casa y la otra servía de medianera con una vivienda parecida. Al fondo se veía una puerta atrancada con un palo y que, lo mismo que la de la calle, tenía varios remiendos de hojalata y chapa de cinc. Al parecer daba a un corral, pues más allá se oían cacareos de gallinas y el gruñido de un cerdo. El pozo estaba junto a la pared medianera, y al lado mismo, en un poye de cemento, se veía un fregadero, un piloncillo de piedra labrada, con platos y pucheros de barro, algunos con lañas. La puerta de la vivienda tenía una cortina de saco y por las paredes, en sus hendiduras, pude ver bastantes cabellos, trozos de papel y trapo. La madre se ve que había empezado a peinarse cuando Soledad y yo entramos; por eso, antes de tomar la vara para amenazar a la tonta, se acercó a la pared y dejó en una de sus hendiduras un puñado de cabellos, largos y canos, que había sacado de entre las púas del peine.
No sé bien por qué yo recuerdo tanto lo que vi en aquellos momentos, y siento como una necesidad de detallarlo. Me parece verlo todo, pues todo me viene al pensar en Soledad. La casa estaba en una de las calles, largas y polvorientas que terminaban en el campo, en los desmontes y terrenos, donde, casi siempre, se veía algún hato de gitanos. No me parecía Soledad una muchacha para vivir allí. Me había fijado en el gesto agrio de la madre al dirigirse, amenazante, a Rosario. Miré a la tonta, que se había calmado. Luego quise acercarme a ella, y entonces volvió a gritar, yéndose de nuevo hacia el pozo. El pozo tenía un brocal de tinaje y, sobre la tapadera de tablas, un gran pedrusco aseguraba el que Rosario no pudiera echarse como, según me dijo después Soledad, había hecho ya en una ocasión, unos años atrás. Entonces, cuando Soledad me contó ese suceso, yo me lo imaginé, pero no tal y como ocurrió, un determinado día de verano, casi a la hora en que aún los hombres no se han levantado de la siesta, sino como pudo haber ocurrido aquella tarde que yo entré en la casa. Y así llegó a parecerme que sucedió entonces, delante de mí, y que lo que Soledad me había contado no era sino lo que yo había visto. Era una mezcla de cosas imaginadas con otras presentidas, todo haciéndose realidad para mí, cada vez que lo recordaba, por lo que me parecía que yo volvía a ver algo que nunca había visto, es decir, que me parecía ver a las mujerucas de aquel lugar correr y gritar por las calles, y también a los chiquillos, diciendo que Rosario la tonta se había echado al pozo, y luego «veía» a los hombres, aún con los ojos hinchados y el gesto perezoso, recién salidos del camastro, que preguntaban qué era lo que ocurría, hasta que al fin, uno, otro, todos, iban llegando a la casa de la desgracia, para uno o dos bajar al pozo y sacar a Rosario, que no estaba sino aturdida por los golpes pero viva, como decían algunas mujeres, para seguir dando «estorsión».
Sentí dolor en el pecho, Juan, entonces, aquella tarde, al ver a la muchacha anormal, y lo he sentido después muchas veces, al recordarla, y al pensar que pudo arrojarse al pozo, como en realidad me lo ha llegado a parecer que sucedió, estando yo a su lado, casi rozándola. Rosario se había acercado al pozo y se cogía al tronco de la higuera semiseca, que había pegada a la pared. Soledad tiró de ella, diciéndole:
—Venga, tú, y no hagas más teatro, que ya no nos asustas.
La madre me miraba. Rosario obedeció a Soledad, y luego la anormal se me acercó, alargando sus manos temblorosas.
—Uté no d’aquí, ¿vedá? —dijo.
—No —le dije.
Después volvió a gritar Habían empujado la puerta de la calle, apareciendo dos chiquillos como de ocho y diez años.
—Que venimos —dijo el mayor—, y con carga.
Abrieron la puerta de par en par, y entraron unos sacos a medio llenar. Los chiquillos tiraban de los sacos, como unos veinte kilos en cada uno de espigas machacadas, recogidas por la mañana en los rastrojos. Llevaban pantalones ni largos ni cortos, remendados, y las piernas sucias de tierra, con un vello rojizo, requemado por el sol. En la cara se les veían relejes recientes, como de haber comido uvas o melón. Soledad fue a ayudarlos.
—¿Habéis visto a padre? —les preguntó.
—Han volcao —dijo el pequeño.
—Calla —le chistó el otro.
Soledad preguntaba de nuevo, interesándose por el accidente. La madre miró unos momentos, pero como si lo que decían la tuviese sin cuidado. Yo miraba también, sin perder de vista al mismo tiempo a Rosario, que repetía a cada instante:
—Uté no d’aquí, ¿verdá?
—No, no —le contestaba, rápida.
Y volvía a fijarme en los chiquillos, que contaban cómo el padre, peón en una de las eras más importantes del pueblo, había volcado con el carro, cargado de mies, al salir del rastrojo. Soledad, malhumorada, decía:
—No, si este año… Es lo que faltaba, pues andan tibios ya el señor Alfredo y padre. Si no lo despide, milagro será.
El pequeño se pellizcaba la nariz y estrujaba luego con la yema de los dedos el moco seco. Rosario empezó a dar vueltas por el patio, entonando una canción que no entendíamos. Soledad, como si de pronto recordara que yo estaba allí y que era su huésped, tomó una silla baja, de asiento de esparto, y me la ofreció, mientras miraba a la madre como con reproche, quizá porque ni siquiera había dicho dos palabras con respecto al vuelco del padre. Le dijo:
—Usted…
Y la madre saltó:
—¿Qué?
—Nada.
—Entonces…
Luego, la madre mandó a los muchachos que fuesen a traer algo para el gorrino, un puñado de granzas, por ahí, a una era, pues aquella tarde no tenía harina para hacerle amasijo. Soledad le decía mientras tanto que yo era una compañera y que me iba a quedar a pasar la noche allí.
—¿Compañera tuya…? —murmuró.
Lo dijo con cierto desprecio y sentí deseos de marcharme. Luego me separé, al tiempo que la mujer parecía desendurecerse.
—Bueno, la fonda es poco grata, ya lo verá. Si no tiene otra cosa mejor, pues, mire, aquí ya ve lo que hay…
Todo aquello me había mareado. Sentada, mirando a la pobre idiota, pero al mismo tiempo sin querer verla, sentí asco, ganas de vomitar. De momento, lo que sucedía a mi alrededor, puesto cerca de mí repentinamente, hizo que casi me olvidara de los terribles momentos pasados en la estación. Pero empecé a pensar de nuevo en el género que me habían decomisado y luego en padre y en ti. Él estaría impaciente, desde aquella hora del anochecer, y después su impaciencia crecería hasta tenerlo toda la noche paseándose por la casa, las manos metidas en los bolsillos de los pantalones, la cabeza gacha, el oído atento al mínimo ruido. Soledad, observándome, dijo:
—Bueno, no hay que ponerse triste. —Y añadió—: Miré, mañana yo voy a una casa y cargamos algo, aunque usted se haya quedado sin dinero, si es que lo empleó todo. A mí me conocen y puedo llevarme la mercancía para pagarla después. Así que cargamos unos kilos, y en el mixto de las diez, nos largamos, ¿qué le parece?
—Mejor que yo me vaya esta noche.
—¿Esta noche?
—Sí. ¿A qué hora pasa el expreso? Para el billete tengo dinero.
—El expreso no para aquí.
—¿No?
—Pero si va a quedarse, ¿para qué dice nada?
Pude haberme ido a una posada, pero no me pareció bien, después de las atenciones que Soledad tenía conmigo.
Esperé allí. Vi entrar al padre, anochecido ya, un hombre rechoncho, con el rostro hinchado, barbudo, que dijo «buenas noches» y se fue derecho al corral, para dejar un puñado de grama que traía en la mano. Luego salió y dijo, sin mirar a nadie:
—Esta noche me quedo en la era.
—¿Y lo del volcazo? —preguntó Soledad.
—El carro, bastante malparado.
—Se pondría tibio el señor Alfredo.
—Ah, sí…
El hombre se iba, sin haber mirado a su esposa, después de dirigirme una rápida mirada a mí, como si no existiera Rosario. Soledad lo retuvo. Me señaló a mí.
—Mire —le dijo—, no quería irse sin nada y le he dicho que se quede, que mañana…
El hombre dijo, echando a andar de nuevo:
—Bien. —Y añadió—: Me voy pa la era.
Le vi alejarse. Los chiquillos estaban junto a la puerta. Rosario había dicho:
—Pade, pade, eta mujé no d’aquí…
Pero él no la miró hasta que, con un pie en el umbral ya, volvió la cabeza y esbozó una sonrisa que se partía como algo desgarrado por una honda tristeza.
Dijo:
—Ya lo sé, Rosario.
Y estas pocas palabras del hombre me parecieron enormemente buenas, como repletas de un amor que él llevara allí dentro, muy escondido, y que sólo sacara así, en parcas expresiones, en pocas y casi fugaces miradas dirigidas a su hija tonta.
Se fue. La madre refunfuñaba.
—Una siempre es la que tiene la culpa. De todo…
La vi levantar la cortina de saco, para entrar en la casa, de donde salió luego con una mesita baja, en donde puso una fuente de barro rojo, y en la que, después, iría echando trozos de tomate crudo.
—Una la que aguanta, la que se carga con todo.
Un grupo de chiquillos pasaba por la puerta, donde se detuvieron para mirar hacia el patio. Los de la casa parecían encogerse, quietos, tímidos, como acobardados, pues los otros ya habían empezado a recitar la que, al parecer, era una vieja letanía. Decían, a coro:
—Que salga, que salga…
Y entonces, Rosario echaba a correr hacia la calle, con una piedra en la mano. Al momento, la madre y Soledad ya estaban en pie, y yo mirándolas, y los chiquillos arrimándose más a la pared, mientras los de la calle se preparaban para huir a toda carrera. Fue Soledad la que se adelantó, encarándose con los chicos:
—¿Quién tiene que salir? ¡Eh, quién! Si os agarro…
Rosario lloraba, sentada en tierra y trazando líneas torcidas con la piedra que no tiró a los chiquillos.
—Castigo… —decía Soledad, y la miraba, quizá sin poderlo evitar, y luego a sus hermanos, a los que les dijo—: Y vosotros, ¿qué?, unos mierdas, ¿no? ¡Valientes hombres seréis! Si los cojo yo… Debierais coméroslos. Sí, sí. No me miréis con esa cara de bobos. ¡Qué mala leche les dieron a los…!
Me resultaban terriblemente ásperas aquellas palabras de Soledad. No parecía la misma que se me había acercado en la estación. Hasta su rostro, ovalado, hermoso, parecía haberse desfigurado. Comprendí que en aquella casa no se podría vivir más que con el gesto agrio, con el corazón amargado.
—Perdone usted —me dijo luego—. Pero es que todos los santos de los días igual, igual… ¡Dichosa chusma!
La madre cortaba el tomate, luego cortó en minúsculos trocitos un diente de ajo, lo esparció por encima, puso sal y aceite, le dio vuelta, y dijo que cuando quisiéramos podíamos sentarnos a cenar. Los chiquillos se acercaron, con ojos de hambre, pero tímidos, como atemorizados, mientras que Rosario parecía ajena a todo, echada aún en el suelo, canturreando, así hasta que la madre fue y se la trajo, increíblemente serena y casi amable, al tiempo que Soledad me daba pan, diciéndome que hala, que mojara en la ensalada, que después tenían un poco de tocino, frito por la mañana.
Era, sin embargo, una hermosa hora aquella. Me hubiera gustado salir de la casa, irme a un campo, a una era, y quedarme allí tendida en un surco o en las mieses, y ver las estrellas, y oír el cántico de los grillos, y emborracharme del frescor de la noche, del silencio, de la paz de la noche. Estábamos en el patio, bajo una bombilla amarillenta, y sobre nuestras cabezas volaban, torpemente, las luciérnagas y las mariposillas. Comíamos, sin hablar, y yo, con mi enorme deseo de querer encontrar algo hermoso, algo que no hiriese, pensaba en toda una noche tendida sobre la tierra, en donde me esforzaría para no pensar en Rosario, ni en aquellos chiquillos con cara de hambre, ni en las palabras ásperas de Soledad, ni en la sequedad e indiferencia de la madre, ni siquiera, tampoco, en las pocas pero buenas, cargadas de una oculta ternura, del padre. Y para, si me era posible, no pensar tampoco en vosotros, en padre y en ti, en la inquietud, casi desesperación de él, al ver que la noche avanzaba sin que yo hubiese llegado.
Por eso, lo que más agradecí a Soledad es que me dijera que tendría que dormir en el zaguán, nada más trasponer la puerta con cortina de saco.
—Ahí le pondremos una saca y… Me parece que estará más fresca que si se mete con mi madre.
Eso se lo agradecí de veras, porque así, luego, cuando ya todos se habían ido a la cama, yo tiré de la saca y de la manta, huyendo de techos, para, de esta forma, después, con los ojos hacia las estrellas, descargar mi cabeza de pensamientos y mi corazón de zozobras. Oí canciones de mozos, cantos de grillos, ladridos de perros; vi volar una estrella, y recorrí con mis ojos los algodonosos resplandores de la Vía Láctea. Así una hora, y otra, hasta que, después de mover unos instantes los labios (no sé bien si hablándole a aquel limpio cielo, o recitando una vieja y nunca olvidada oración) me quedé dormida.