—ÁNGEL, TE HAS ECHADO AHÍ, a los pies de la cama…
Ha hecho bien. Seguramente creerá que estoy dormida. No podré dormir por más que lo intente. Veré serpientes, o dragones, o mujeres convertidas en monstruos, que vendrán, al menor descuido mío, a robarte la sangre. Ahora me parecía que una mujer joven, con cuerpo de caballo, reptaba por esa ventana. He abierto mucho los ojos, pero no he visto más que las sombras de la persiana y los globos de amarillenta luz, y luego, más acá, al enfermero celador, que ha pasado, casi como algo que no pisa el suelo, para después venir a mi lado y preguntarme, creo, pues no he entendido nada, si deseaba alguna cosa.
Yo pienso, y lloro sin llorar, y veo mi vida, la vida de todos nosotros, que pasa por ahí delante, que se detiene unos momentos, agigantándose muchas de las duras escenas sobre este corazón partido.
—Me alegro de que duermas. Se lo diré a Juan…
Ángel duerme, Juan. Habrá venido directamente desde el trabajo. Ni siquiera se ha mudado. ¿Qué sobresalto, qué impresión y qué dolor habrá experimentado al recibir el telegrama? Ahí está, removiéndose ahora un poco. Seguro que se quedará frío.
—Ángel, ven…
Ahora no sé si está bien lo que hago, Juan. Me bajo de la cama. Siento temblor en las piernas. Me da frío, y pienso que si quitaran un momento la calefacción, Ángel y yo nos quedaríamos muertos al instante.
—Ven, Ángel…
Lo arrastro hacia el centro de la cama. Está rendido.
—… Soy tu madre, Ángel. Puedes quedarte conmigo…
Estiro sus piernas. El pantalón es de tela fría. Ya está en posición normal, a lo largo de la cama. Lo arropo bien. Yo dormiré en la orilla. ¿Qué pensarán los que nos vean? Ángel abre los ojos, se incorpora. No quiere echarse. Me mira unos instantes. Diría que tiene miedo. Le miro yo también, y empiezo a acariciarlo con estas manos que tiemblan. Se aparta, retrocede, parece como si quisiera huir de mi lado.
—Bien, Ángel. Quédate fuera. ¿Vas a pasear un poco? ¿Quieres fumar? Ponte la cazadora, anda. Yo no duermo, y estoy rendida. Los monstruos pueden venir si cierro los ojos. Fuma y tranquilízate, y no pienses mal porque te metía en la cama.
¿Por qué pienso que alguien puede venir a robarme el hijo? ¿Está Luisa por ahí? Mira, Juan, no sé si alguna vez me oíste nombrar a Soledad. Ahora me estoy acordando de ella. Se convirtió en serpiente, en monstruo, para robarme algo, por lo menos una relativa paz. He pensado en Luisa, y entonces me llega el recuerdo de Soledad. ¿Hay algo común en ellas? Siempre he creído que las personas, algunas personas, cuando se acercan a otras con aviesas intenciones, se convierten en monstruos, en animales dañinos. Quizá sea porque, de muchacha, leí algunos libros de mi padre que trataban de mitología. Recuerdo vagamente algunos casos que me espeluzna leerlos. El dios Zeus, o Júpiter, según los romanos, para poseer a Alcmena, hija de Electrión, rey de Tebas, y nieta de Perseo, tuvo que transformarse en Anfitrión, el esposo, que era rey de Tirinto. Durante una larga ausencia de Anfitrión, el poderoso Zeus pudo acostarse una y otra vez con la bella Alcmena. Nunca he olvidado esta escena, que me impresionó al leerla, como también me impresionaron otras de parecida índole, y que igualmente recuerdo, en las que yo leía que Zeus, para poseer a las más bellas divinidades del Olimpo, o a hermosas mujeres de la Tierra, hijas de reyes y de héroes, se transformaba en fuego, o en cualquier clase de animal, según las circunstancias.
Soledad tenía cara de ninfa, cuerpo de nereida con hambre de pan y de vida regalada. Entró en nuestra casa, y entonces, y entonces fue cuando la vi convertida en un monstruo, aunque quizá no lo fuera tanto, pues es posible que le deba a ella el que tu padre engendrara en mí a Ángeles y después a José Antonio.
Pienso en todo esto ahora. Ángel va por ahí. Vuelve y se sienta en una butaca. Todo es silencioso en el hospital. Mañana traerán los documentos que faltan, y nos iremos. Nos dirán adiós estas gentes de lengua extraña. Caminaremos por las amplias carreteras de este país, adonde nunca más quisiera volver. Cruzaremos Francia, y veré a tu padre, con cara de muerto, esperándonos en la frontera española. Luego… Luego te lloraré, Juan. Ahora me encuentro seca de lágrimas. Me pesa la vida, los años que te he llevado pegado a mis carnes, porque, aunque estuvieras en el taller, con la novia, o acostado con esa mujer adúltera que te ha exprimido, y aunque después te vinieras a este país mojado y frío, tú estabas a mi lado, palpitabas pegado a mí, dentro de mí.
Ahora veo a Soledad. A Sole, pues así la llamaban.
Tu padre no podía trabajar, y era preciso que yo me lanzara de nuevo a la calle. Nadie me lo impediría.
—Tienes que quedarte en casa, Antonio. Por tu salud. Morirás pronto si vuelves a levantar a levantar adoquines.
—Ahora estábamos limpiando alcantarillas, cloacas —dijo, y escupió sin fuerzas.
Oía hablar en la tienda, en el horno, en cualquier lugar de la calle donde se juntaban varias mujeres. Hablaban de sus compras y ventas, y de los negocios que habían iniciado algunas conocidas. A mí me asombraba un tanto que lo comentaran abiertamente, cuando aquellas compras y ventas pertenecían a un mercado clandestino. Quizá no les diera miedo comentarlo en voz alta, incluso señalando nombres, personas, por la sencilla razón de que la gente, golpeada por la dureza de aquellos años, iba perdiendo mucho el temor, incluso el respeto a las más severas leyes. También porque todas aquellas gentes —mujeres, por lo general— que se habían lanzado a comprar y vender productos intervenidos, lo hacían en pequeña escala, y eso no empujaba a que nadie movilizara fuerzas, ni menos a iniciar una investigación, cuando, por otro lado, las transacciones que se hacían en aquel mercado alcanzaban sumas de miles y miles de pesetas, y aun de millones. Esa actividad de las mujeres que tenían a sus esposos presos, o enfermos, o se habían quedado viudas a consecuencia de la guerra, no era sino forzada por las circunstancias, ya que, generalmente, ninguna de aquellas hembras que salían hacia los pueblos en busca de harina sentía la mínima vocación por el comercio, vocación que podía desvanecerse por completo cuando, como entonces, comerciar de la forma que lo hacían era poco menos que vivir arrastrándose.
A mí —bien lo recuerdo— me temblaron las piernas, pero busqué fuerzas donde nunca creí poderlas hallar, en este corazón mío, con síntomas de agotamiento ya, y me lancé, como tantísimas otras, a la calle, a las estaciones, para salir fuera de Madrid, hacia los pueblos castellanos y manchegos. Pronto conocí muchas mujeres dedicadas al mismo menester que yo, que salían a comprar harina, lentejas, aceite… Yo, principianta, iba un poco más arreglada, y hablaba menos, y sentía temblores, sobresaltos, miedo. Llevaba un maletín que conservaba de cuando era soltera, para disimular ante los agentes de la Fiscalía. Hice unos cuantos viajes y no pasó nada. Eso me animó. Traía harina blanca, de trigo, muy buena, que me la pagaban a cuatro o cinco pesetas más de como a mí me había costado por kilo. Pero en mi maletín no cabía sino una cantidad no superior a quince kilos. No ganaba apenas, pues a veces el viaje era largo y entre billete, y comprar algo de comida, se me iban casi todos los beneficios. Tomé más vasijas, una cesta de mimbre, cuadrada, de las que llaman de maleta, y la llenaba de saquitos. Si primeramente pasé inadvertida para los guardias y agentes de Fiscalía, que andaban por las estaciones y trenes, ahora ya era localizada fácilmente, pues había entrado a formar parte de aquella casi multitud de mujeres, que se diferenciaban muy poco de las que, durante la guerra, cuando apenas si corría el dinero, se habían dedicado al intercambio. Si aquéllas habían llegado a perderles el respeto a los guardias de Asalto (esas cosas las sabía yo por tu padre, que fue muchas veces de servicio en los trenes, pasándolo bastante mal ante grupos de mujeres desgreñadas, vociferantes, chillonas, terriblemente desbragadas, que habían salido de la capital con telas, zapatos, encajes, artículos de tocador, etcétera, hacia los pueblos, en donde, a cambio de toda su quincalla, cargaban harina, pan, huevos, carne, aceite, patatas, tocino, etc.); si aquellas mujeres, digo, se habían atrevido a gritar a los guardias, a mostrarles los puños, a forcejear con ellos intentando incluso, en algunas ocasiones, desarmarlos, todo revuelto ya, todo como empujado por el desespero de la lucha, estas otras ahora, entre las que me encontraba yo, éramos, más que fuertes y más que peligrosas, mujeres tristes, acobardadas, con mala lengua algunas, con mucho de fatalismo todas, con miedo de hablar, con miedo por cien cosas, pero al mismo tiempo como si ese miedo nos fuese llevando poco a poco hacia los caminos de la más honda amargura y desesperación, donde nada importa.
Iba teniendo suerte, pero a casi todas, un día u otro, les quitaban la mercancía, sancionándolas, y yo no iba a ser menos. Sufrí este revés. Me quitaron el género varias veces, ya en Madrid, orilla de la estación. No sabíamos dónde bajarnos ya. A veces lo hacíamos, si el tren aflojaba un poco, a las afueras, o en la maraña de vías, en los cambios de agujas, exponiéndonos a caídas, cosa que ocurría con frecuencia. Luego tomábamos la carga y salíamos, buscando un callejón, la mirada puesta en todas partes, el miedo temblando, o mejor, haciendo que temblara nuestro cuerpo, pues nos parecía que todo hombre que pasaba a nuestro lado, que venía cara a nosotras, era «uno de la Brigadilla», con autorización para preguntarnos qué traíamos y para registrar.
Salía muy temprano de casa, para regresar casi siempre de noche. Padre se quedaba contigo. Me gustaba salir antes de que se levantara la señora Narcisa. Pero eso no impidió que, a veces, al ir a abrir la puerta de la calle, me topase con el señor Anselmo, que venía, con ojos soñolientos y el aspecto cansado, de la fábrica donde hacía de vigilante nocturno. Y entonces tuve más miedo. Si me iba temprano, y regresaba después de las diez de la noche, podría trabajar mucho tiempo —pensé— sin que los vecinos advirtieran nada. Al descubrirme el señor Anselmo creí que quizá pronto lo supieran los del principal izquierda, y entonces aquel incipiente negocio, más bien pequeño trapicheo, se vendría abajo. Quizá diera motivos —pensaba— para que de nuevo llamasen a tu padre, pues nosotros teníamos que andar con pies de plomo, que suele decirse. Pensé también, sin embargo, para animarme, que tal vez el señor Anselmo, por haberme visto en una sola ocasión cargada con el maletín y la cesta de mimbre, no sospechara nada. Pero pronto me lo volví a encontrar, varias veces ya, como si midiera el tiempo para poder verme, como si estuviera al acecho, y entonces empezó a sonreírme con cierta sorna, preguntándome un día, sin ningún rodeo, que cómo iba el estraperlo. Temblé, mientras él añadía que con eso se ganaban buenos dineros. Comprendí que estábamos perdidos. Pero apreté los puños y rechinaron mis dientes, pues se me iba pegando la dureza de aquel trabajo, de aquel sinvivir. Las mujeres que salían conmigo a los pueblos, estaban acostumbradas a todo. Tenían que hacer ese trabajo, lo mismo que yo, para no verse arrastradas por la miseria, y eso, tanto a ellas como a mí, nos daba una fuerza moral enorme para seguir, sin miedo, o venciendo el miedo, adelante. Por eso, mi caso no era sino uno más, e igualmente algo fuerte, más fuerte que yo misma, me empujaba a seguir mi marcha, por encima de todos los obstáculos, con el ánimo predispuesto ya a enfrentarme a todo el mundo si era preciso.
¡Cuánta lucha, Juan, en aquellos años! Tu padre, al fin, empezó a salir de casa. Él iba poco a poco, con una cartera de mano, repartiendo, de cinco en cinco kilos, la harina por ahí. Yo, cada día que pasaba, me parecía que iba a encontrar, echada por debajo de la puerta, una citación, algún papel de la policía en el que llamaran a tu padre para decirle que, enterados de nuestro comercio ilegal… ¡Cuántos sobresaltos, hijo, en las salas de espera de las estaciones, subida ya en el tren, al ver a los guardia civiles…! Algunas veces nos ayudaban los soldados. Ellos, al vernos, decían, en voz alta:
—Ya tenemos aquí a las estraperlistas.
Y añadían luego, como si quisieran mitigar nuestro miedo:
—Venga, señora, traiga pa cá esa cesta, y usté, traiga, lárguenos ese bolso, que aquí no toca ni mi padre.
Algunas mujeres, Juan, algunas de aquellas compañeras mías, jóvenes, solteras muchas, con maridos enfermos o en la cárcel otras, se dejaban arrastrar por esa protección, por esa ayuda, o por el temor a ser denunciadas; se dejaban llevar hacia donde se perdían, tirando la honra, la dignidad. Primero quizá lo hicieron porque anteponían sus necesidades a todo, luego… ¡Qué lenguaje se aprende! ¡Cuánto descaro! ¡Cómo poco a poco se pierde el pudor, la honradez! Pocas mujeres podrían seguir haciendo su vida normal ya, aunque se casaran, si eran solteras; aunque volviesen con sus maridos, si los tenían. Eran duros, ásperos los bofetones que nos daba la vida. Yo… Poco faltó para ser una más en aquella triste y dramática comparsa. ¡Cuántos asedios, cuántas vergüenzas por todas partes, cuántas humillaciones, hasta por gentes que creías más serias, con más dignidad! Por eso tenía razón tu padre cuando decía que yo a cuidar de ti, de él y de la casa. La mujer es para eso, cuando vivimos en un país donde más de la mitad de sus habitantes están por civilizar. Lloré mucho por entonces.
Un día me decomisaron el género. Por eso me quedé sentada en el suelo negro, sucio, mi seca espalda apoyada en una farola, sin subir al tren, en la estación de un pueblo manchego. Mis compañeras también sin mercancía me empujaron, intentando levantan le del suelo manchado de carbonilla. Recuerdo que hacía un calor enorme. Por delante de la estación había eras con montones de paja y trigo, con hacinas de mies. Pasaban carros y también hombres que miraban hacia la estación.
Había visto de más cerca los barbudos rostros de esos hombres, cuando, al tener que pernoctar en uno de estos pueblos, se dejaban caer, como ellos decían, cachazudos, con aire socarrón, con ademanes lentos, de cansinos, por la posada adonde habíamos ido a buscar cama. Ahora miraban desde lejos, y dirían: «Esas que esperan el tren son las estraperlistas». Verdad que algunas, pasadas ya por tamices más ásperos, se decían que bueno, que vamos a sacarle unas pesetas a este y aquel palurdo, y se iban con ellos, y luego —una vez por lo menos, que yo sepa, ocurrió así— en vez de venir con dinero llegaron borrachas y apaleadas, pues aquellos bestias, al no poder hacer lo que querían, optaron por un principio de violencia, cortado por alguien (alguno de ellos más sensato o civilizado), antes de llegar a la meta que se habían propuesto, desbordado ya en lujuria su viejo y mal contenido deseo de poseer. ¡Bestias sin alma! ¿Qué creían que éramos nosotras? El mundo, por lo menos para mí, era un enorme monstruo, una enorme bestia que nos devoraba. Yo tenía horribles sueños, y en esas pesadillas veía la bola del mundo con patas de monstruo, con cabeza de monstruo, con un enorme griterío dentro, de todas las fieras, sus millones de habitantes, que voceaban hasta enronquecer, empujados por un salvajismo que hacía se mordieran, desesperadamente, unos a otros.
Me quedé allí, sentada en el suelo, la espalda apoyada en una farola, sin que mis compañeras pudieran levantarme. Cuando lo intentaron, me cogí fuertemente a aquella farola, clavando las uñas en la vieja pintura verde, y lloré, y pataleé, pero no pudieron subirme al tren. El tren llegó, paró un minuto y se fue, con su carga de asco y miseria. Aún vi a la pareja, luego, que había mandado a dos mozos de estación para que llevasen, en una carretilla, los bultos decomisados al cuartel.
Me vieron allí sentada, y me vio el jefe de estación, y los factores, y el guardagujas, y algunas gentes que habían acudido simplemente a ver pasar el tren. Me veían quieta, apretada sobre mí misma, llorar, pero sin que oyeran mi llanto, la cabeza inclinada, el puño derecho fuertemente apretado, golpeando a intervalos el insensible y sucio suelo de la estación.
Entonces fue cuando se me acercó Soledad, una muchacha que también estraperleaba, y que había preferido perder el tren por acompañarme, o quizá porque lo mismo que a todas, le habían quitado el género. No pude saberlo en aquellos momentos. Agradecí, sin embargo, el que se acercara a mi lado, con palabras cariñosas, antes de escapar, indiferente, hacia su casa, pues ella, según supe al instante, vivía en aquel pueblo.