IX

YA LLEGARÁN MEJORES TIEMPOS, Antonio —le decía yo a tu padre por ver si lo animaba.

Poco era lo que conseguía. Ahora pienso en cómo se habrá quedado al recibir la carta. Saldrá a la calle y andará como un borracho. Entonces también se tambaleaba. Era joven, pero parecía un hombre acabado. Solamente la noche del sábado «revivía» un poco, dándose cuenta de que estaba acostado conmigo.

—¿Crees tú que tengo ganas de broma, Antonio?

—¿Es broma esto?

—No sé lo que es ya, ni siquiera lo sé… —le decía, pues lo que menos pensaba yo era en seguir buscando caminos de ilusión o en resucitar algún viejo sueño, largo tiempo muerto.

Los domingos por la mañana él se entretenía en preparar astillas, de cajones viejos que me daban en la tienda, para poder guisar ahorrando carbón. Tú jugabas, como siempre, ajeno a todo. Habías crecido mucho, pero estabas delgadísimo. Tuve miedo de que cogieras una tuberculosis, o la meningitis, que eran, al parecer, y según las conversaciones que yo oía por ahí, las enfermedades de moda. Muchos de los niños que nacían por entonces estaban condenados a sufrir las consecuencias de una guerra que había dejado sus huellas. Había padres tuberculosos y padres sifilíticos que querían, sin embargo, hacer el amor con sus esposas, procrear, sin pensar en nada, sedientos y hambrientos de besos y de carne de mujer. Oía hablar de casos que me espeluznaban, de hombres que, en los hospitales donde reposaban o intentaban curarse de una enfermedad que los llevaría a la muerte o los dejaría tarados para siempre, cuando sus mujeres los visitaban se metían con ellas en los retretes, para dejarles la semilla de la que nacerían hijos enfermos ya. Yo tenía aprensión, temía por tu salud. Tu padre no había tenido nunca ninguna mala enfermedad ni yo tampoco. Si tú crecías un tanto enclenque se debía a la falta de nutrición, no a otra cosa. Pero por la falta de nutrición venían las úlceras, y los bacilos de Koch, incluso la parálisis, según lo que yo oía.

También —y volviendo a las mañanas de domingo— solía marcharse tu padre por ahí, llevándote a ti. A veces os dirigíais al Rastro, buscando algunas ropas viejas por cuatro perras, o algún cacharro que me pudiera ser útil en la cocina. A mí, al principio, me daba aprensión de que trajera cosas usadas. Luego me hice a todo. Le había llegado a decir que me gustaba lo nuevo.

—No digo que compres, pues sé conformarme. Pero eso que sabe Dios a quién habrá pertenecido.

Él me miraba unos segundos, para decir, disgustado:

—Sólo faltaba que, ahora, tuvieses pretensiones de mujer rica.

No me gustaban esas salidas de tu padre. Siempre, pese a ser un hombre aparentemente seco, me trataba con delicadeza. Ahora, las circunstancias nos empujaban a discutir, a mirarnos con gesto agrio, por menos de nada.

—Sabes que no, Antonio, y me duele que lo digas. He sido una mujer sacrificada, que se ha conformado y se sigue conformando con lo poco que la vida le da. Por eso, Antonio…

—Bueno, no ha sido para tanto…

—Pretensiones de rica, yo… A veces me da la sensación de que no soy para ti sino como una desconocida, que no me comprendes.

Se separaba de mi lado. Yo sentía, de pronto, unos enormes deseos de llorar, durante aquellas casi insoportables horas del domingo, quedándome sola en casa. Pero él, y tú, estaba, estabais allí, y me aguantaba. Él salía después al terrado contigo, y yo oía vuestras palabras. Luego venía a ayudarme a preparar la mesa. Comíamos en la cocina. Yo, como he dicho en otra ocasión, solía guisar un arroz seco, una paella, como se dice, aunque en nada se parecieran esos arroces míos a los que hacen en Valencia. El guiso, sin embargo, olía muy bien y tenía buen sabor, pues a falta de conejo y pollo yo descargaba sobrecitos de condimento y le ponía unas tiras de pimientos rojos, y con todo eso y a veces unos caracoles o unas gambas y un poco de sepia, me salía bastante bien. Padre había subido una botella de vino y un sifón. Para después preparaba unas sardinas, o una fritada de despojos, algo que resultase económico y nos alimentara. Tu padre no se quejaba, pese a que las comidas debían rasparle sus llagas del estómago. Para la noche le llevaba un poco de leche de vaca y solía hacerle una tortilla a la francesa. Yo casi nunca cenaba. O me comía, sin sentarme, un trozo de pan regado con vino. Tú te comías un huevo frito, que muchas veces te sentaba mal, no sé si por el aceite, que era malo, de semillas; pero te gustaba más que la tortilla, y yo, no pudiendo darte algo que fuese verdaderamente bueno, te daba aquel gusto.

Cuando padre y tú os ibais por ahí, yo me quedaba ancha y un poco libre, no para cantar mientras arreglaba la casa o hacía la comida, como otras mujeres, sino, por el contrario, para llorar, si me venía en gana, y para pensar, sobre todo, en la manera de encontrar una colocación mejor para tu padre. A veces pensaba en voz alta. Iba de un sitio para otro hablando sola. Llegué a tener miedo, en ciertos momentos, pues de pronto me paraba diciéndome, preguntándome qué era lo que me pasaba. Hablaba de tu padre, de ti, de los señores de Jiménez Luna, de los del principal, de los porteros, de las mujeres que había conocido en la calle, en las colas del pan y de la carbonería, y hablaba de mis padres. De pronto empecé a recordarlos a cada momento. Teníamos una fotografía ampliada, en una pared del comedor, y los veía allí, mirándome siempre, y entonces los recordaba, llenándoseme los ojos de lágrimas, diciéndome, sin embargo, que debía ser más fuerte, más dura, tener más energía para soportarlo todo.

Por aquel tiempo, la foto ampliada de mis padres me traía el recuerdo de la casa que tuve que abandonar. Recordaba, sobre todo, los tiempos felices, cuando mi padre aún tenía escuela y yo, ilusionada, iba al Instituto, luego a la Normal, con el propósito de ser maestra y seguir una tradición de familia, pues mi abuela paterna también lo había sido. Mis padres se habían casado tarde y yo, único fruto del matrimonio, era su felicidad, la gran ilusión, su orgullo, pues siempre estaban con mi nombre en la boca y mimándome a todo momento… El abuelo, que se llamaba como tú te llamas, solía llevarme de paseo al parque, durante el buen tiempo. A veces también iba la abuela, pero ella, delicada, prefería, por lo general, quedarse en casa. Él me hablaba de su escuela, de los niños, de sus peleas de siempre, y de la gran ilusión que tenía puesta en mí. Yo era una niña espigadita, de piernas muy delgadas, los ojos un poco hundidos, el cabello castaño claro, que apenas sonreía, y me gustaba fijarme en las palomas blancas que venían a posarse junto a nuestros pies, buscando las semillas que les echábamos. Otras chicas de mi edad venían a saludarme, a decirme «¡hola!», y luego se iban, formando grupos, mientras el abuelo y yo seguíamos andando despacio por las frescas avenidas, por los regados paseos de grava, percibiendo el olor de los pinos y las flores. El abuelo se compraba un periódico o revista de Madrid y entonces nos sentábamos en un banco, y leía, dándome explicaciones constantemente sobre lo que estaba leyendo. Luego, si había concierto por la banda municipal, nos acercábamos a la explanada, y oíamos, sentados en sillas de enea, las composiciones del programa, casi siempre a base de preludios y fragmentos de zarzuelas. Mi padre era un entusiasta, casi furibundo, de la zarzuela, y se extasiaba oyendo las composiciones de Serrano, de Vives, de Caballero, de Alonso, de Guerrero… Luego, de regreso a casa, me decía que no había nada mejor que aquella música, tan española, tan alegre, tan sana, tan pegadiza, tan auténticamente nuestra. Y tarareaba sonecillos de «La verbena de la Paloma», de «La Dolorosa», de «La Gran Vía», etc.

Sin apenas advertirlo, mientras pelaba unas patatas, o unas cebollas, que llenaban de su fuerte olor la buhardilla y hasta me hacían llorar, había ido hablando en voz alta de aquella vida, de aquellos tiempos, cuando mis padres, camino de su vejez, tenían todas las ilusiones puestas en mí. Me detenía un momento y miraba hacia la ampliación. Otras veces me había parecido que por lo menos el abuelo tenía una mirada de ilusión en sus ojos, un poco miopes; pero ahora comprendía que aquella mirada, como la de la abuela, dirigida una y otra a mí, era, eran, de un total y triste desencanto. Parecía como si me estuviesen viendo, como si se hubieran convertido, por arte de no sé qué varita mágica, en los seres de carne y hueso que fueron y ahora se acercaran a verme, a verme en esta buhardilla, tan triste (la buhardilla y yo, todo), sin ser la maestra que ellos querían, sin tener siquiera para comer lo que necesitamos, sin ver, para mañana, un camino mejor, una vida con menos pobreza. Al verlos, tan fijos sus ojos en mí, me parecía que su gesto de triste desencanto se acentuaba, y me parecía asimismo que, poco a poco, aquel gesto, tan acusado ya, deformaba sus rostros, haciendo que los ojos se les humedecieran, por lo que llegué a creer que caían lágrimas de la fotografía.

No quería mirarlos ya. No podía resistir esa mirada fija, ese gesto de tristeza, de desilusión, y a punto estuve de descolgar el cuadro con la foto. Recuerdo que lo iba a hacer un mediodía, la comida a punto ya, y entonces oí llamar, oí tus palmadas sobre la madera de la puerta y luego los pasos de padre, que subía un poco más atrás, y al instante la llave, moviendo el pestillo. Al entrar vosotros me quedé quieta, debajo de la fotografía, con una silla preparada para subir y alcanzar lo que, aquella mañana, parecía acusarme de esa pobreza, de esa casi miseria en que discurrían nuestras vidas.

Comimos sin hablar mucho. Sólo tú, Juan, hablaste del fútbol que habías visto. Padre había traído unas hojas de periódico, tal vez de una taberna donde otro, más afortunado, las habría dejado después de comerse su almuerzo. Se puso a leer una crónica deportiva. En otras hojas se hablaba de política, de la guerra mundial, del avance de los aliados sobre los frentes alemanes, pero tu padre —lo recuerdo bien— no hizo más que dirigir una ligera ojeada a los titulares, como si aquellas palabras que hablaban de lucha, de combates, de muertes, pudieran romper por completo su estómago herido y su corazón cansado.

Las tardes se nos hacían largas, aburridas casi siempre. Yo, si hacía buen tiempo, me salía al terrado y tomaba la canastilla de la costura y repasaba calcetines, los monos de tu padre, tus pantaloncitos, y camisas, y mis batas y combinaciones, tan llenas de puntos ya. Hubiera querido que, por lo menos alguna vez, él se quedara allí, a mi lado, para que los dos, dejando yo de coser un momento, mirásemos hacia la calle, tan estrecha, con los balcones de uno y otro lado como si fueran a rozarse, con las gentes que pasaban, andando sobre el suelo ennegrecido; hubiera querido que los dos, apoyados en la barandilla, mirásemos hacia otras terrazas o azoteas, hacia las torres que se veían aquí y allá, hacia todos los desiguales edificios, y hacia los tendidos eléctricos, y hacia las manchas verdes, vistas o presentidas, de los jardines, glorietas y parques, y mientras, así, unidos, uno al lado del otro, ir hablando de cosas, de lo que fuera, de lo que podríamos hacer, por ejemplo, más adelante, si por alguna circunstancia todo empezaba a ir mejor. Eso —pensaba yo— podía proporcionarnos alguna ilusión. Pero tu padre no quería hablar de nada. Ni siquiera estar allí más de cinco minutos, en silencio. Si alguna vez yo había iniciado conversación sobre lo que podríamos hacer en un futuro más o menos próximo, y hablando precisamente en el terrado, bien en esas largas tardes de los domingos, o en cualquier anochecer del buen tiempo, él, tu padre, decía que aún me gustaba soñar, como si tuviera edad de leer cuentos de hadas. Yo comprendía que él, por entonces, se estaba volviendo áspero, seco, huraño, con tendencia a encerrarse en un mutismo que quizá fuera para siempre. Intentaba hablarle de cualquier cosa, de cómo lo pasabais por las mañanas, si tú te divertías más viendo a los futbolistas darle al balón, allá en Vallecas o en Cuatro Caminos, que cuando ibais al Retiro, diciéndome que tú te divertías en todas partes por igual, añadiendo, sin que yo le preguntara (no era oportuno preguntar), que incluso él también solía divertirse en todas partes igual, dejando, al decir esto, una media, fría y triste sonrisa en su boca mal alimentada.

Pero yo sabía que no se mostraba así por mero capricho, ni por hacerme sufrir a mí sin otra razón mayor. Estaba sin fuerzas, más débil cada día. Tenía dolor y no se quejaba. Pero el agotamiento llega, y por eso no me extrañó nada ver cómo un día lo entraban en casa, desmayado, sus compañeros de la obra.